Miles de Millones (10 page)

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Authors: Carl Sagan

Tags: #divulgación científica

Al cabo de uno o dos días de permanecer sumido en mi trabajo, desperté y eché una mirada al mundo de cristal... Todos los crustáceos parecían haberse esfumado.

No se me había dicho que los alimentara, les diese vitaminas, les cambiara el agua o los llevase al veterinario. Todo lo que tenía que hacer era asegurarme que no sufrieran un exceso de luz ni pasaran demasiado tiempo en la oscuridad, y de que estuviesen siempre a temperaturas comprendidas entre 5 °C y 30 °C (además, en ningún momento consideré que aquello fuese un ecosistema, sino poco más que una sopa de camarones). ¿Los habría dejado morir por desidia? De pronto vi asomar una antena por detrás de una rama y comprobé que se encontraban bien. Aun cuando sólo fuesen crustáceos yo no podía evitar sentirme preocupado, inquieto por ellos.

Si uno se hace cargo de un pequeño mundo como aquél y se ocupa de controlar a conciencia su temperatura e iluminación, entonces —sea lo que fuere lo que tuviese antes en mente— llega a interesarse por lo que hay dentro. No es mucho lo que puede hacerse, sin embargo, si los crustáceos enferman o mueren. En ciertos aspectos somos mucho más poderosos que ellos, pero hacen cosas —como respirar en el agua— que nosotros no podemos. Uno se siente limitado, lastimosamente limitado. Incluso se pregunta si no será una crueldad tenerlos en esa prisión de cristal, pero se tranquiliza pensando que al menos ahí están a salvo de las ballenas, de las mareas negras y de las bandejas de aperitivos.

Los fantasmales caparazones desechados en las mudas y el infrecuente cuerpo de un crustáceo muerto no perduran por demasiado tiempo. Son comidos, en parte por otros crustáceos, en parte por microorganismos invisibles que pululan en el mundo que habitan. Esto nos recuerda que estos seres no son autosuficientes. Se necesitan los unos a los otros. Se cuidan mutuamente, de un modo que yo soy incapaz de hacer por ellos. Los crustáceos toman oxígeno del agua y exhalan dióxido de carbono. Las algas toman dióxido de carbono del agua y exhalan oxígeno. Unos respiran los gases de desecho de los otros. Asimismo, sus residuos sólidos se reciclan entre plantas, animales y microorganismos. Los habitantes de este pequeño edén mantienen una relación extremadamente íntima.

La existencia de un camarón es mucho más tenue y precaria que la de otros seres. Las algas pueden vivir mucho más tiempo sin el camarón que éste sin ellas. Estos pequeños crustáceos comen algas, pero las algas comen principalmente luz.

Pasado un tiempo —hasta ahora ignoro por qué— los camarones empezaron a morir, uno tras otro, y llegó por fin el momento en que sólo quedó uno, mordisqueando tristemente un filamento de alga, hasta que también él murió. Un tanto sorprendido, advertí que me dolía su desaparición. Supongo que en parte se debía a que había llegado a conocerlos un poco. Pero por otra parte, lo sabía, era porque temía un paralelismo entre su mundo y el nuestro.

A diferencia de un acuario, aquel pequeño mundo era un sistema ecológico cerrado. Sólo penetraba en él la luz (nada de alimentos, ni de agua, ni de nutrientes). Todo debía ser reciclado. Exactamente igual que en la Tierra.

En este planeta, también nosotros —plantas, animales y microorganismos— somos interdependientes, respiramos y comemos los desechos de otros. Del mismo modo, la vida en nuestro mundo está impulsada por la luz. Esa luz solar que atraviesa el aire transparente es recogida por las plantas y les proporciona la energía para, combinando el dióxido de carbono y el agua, producir hidratos de carbono y otras sustancias alimenticias, que a su vez constituyen la dieta de los animales.

Nuestro gran mundo es muy semejante a aquél en miniatura, y de hecho nos parecemos mucho al camarón. Pero existe al menos una notable distinción: a diferencia del crustáceo, el ser humano es capaz de alterar el medio ambiente. Podemos hacer con nosotros mismos lo que un propietario negligente podría hacer con los crustáceos. Si no tenemos cuidado, es posible que calentemos el planeta a través del efecto invernadero, o bien que lo enfriemos y oscurezcamos tras una guerra nuclear o el incendio masivo de los campos petrolíferos (o por hacer caso omiso del riesgo que supone el impacto de un asteroide o de un cometa). Con la lluvia ácida, la disminución del ozono, la contaminación química, la radiactividad, la tala de los bosques tropicales y una docena más de otras agresiones al entorno, estamos empujando este pequeño mundo hacia vías apenas conocidas. Nuestra civilización pretendidamente avanzada puede estar alterando el delicado equilibrio ecológico que ha evolucionado tortuosamente a lo largo de los 4.000 millones de años de existencia de la vida en la Tierra.

Los crustáceos como
el
camarón son mucho más viejos que los hombres, los primates e incluso los mamíferos. La aparición de las algas —muy anterior a la de los animales— se remonta a 3.000 millones de años. Durante largo tiempo todos —plantas, animales y microbios— han trabajado juntos.

La disposición de los organismos en mi esfera de cristal es antigua, muchísimo más que cualquier institución cultural que conozcamos. La inclinación a cooperar es un hecho dolorosamente conseguido a través del proceso evolutivo. Los organismos que no cooperaron, que no trabajaron codo con codo, acabaron por extinguirse. La cooperación está codificada en los genes de los supervivientes. Su naturaleza es cooperar, y esto constituye la clave de su supervivencia.

Los seres humanos somos unos recién llegados, estamos aquí desde hace apenas unos pocos millones de años. Nuestra presente civilización técnica cuenta tan sólo unos cuantos siglos. No tenemos demasiada experiencia reciente en lo que se refiere a cooperación voluntaria entre especies (ni siquiera dentro de la propia). Nos hemos consagrado a tareas a corto plazo y apenas pensamos a largo plazo. No hay ninguna garantía de que seamos capaces de entender nuestro sistema ecológico planetario cerrado o de cambiar de conducta en consonancia con ese conocimiento.

Nuestro planeta es indivisible. En Norteamérica respiramos el oxígeno generado en las selvas ecuatoriales brasileñas. La lluvia ácida emanada de las industrias contaminantes del Medio Oeste de Estados Unidos destruye los bosques canadienses. La radiactividad de un accidente nuclear en Ucrania pone en peligro la economía y la cultura de Laponia. El carbón quemado en China eleva la temperatura en Argentina. Los clorofluorocarbonos que despide un acondicionador de aire en Terranova contribuyen al desarrollo del cáncer de piel en Nueva Zelanda. Las enfermedades se propagan rápidamente a los más remotos rincones del planeta, y su erradicación requiere un esfuerzo médico global. Por último, la guerra nuclear y el impacto de un asteroide suponen un peligro no desdeñable para todos. Nos guste o no, los seres humanos estamos ligados a nuestros semejantes y a las plantas y animales de todo el mundo. Nuestras vidas están entrelazadas.

Dado que no hemos sido dotados de un conocimiento instintivo sobre el modo de convertir nuestro mundo tecnificado en un ecosistema seguro y equilibrado, debemos deducir la manera de conseguirlo. Necesitamos más investigación científica y más control tecnológico. Probablemente sea un exceso de optimismo confiar en que algún gran Defensor del Ecosistema vaya a intervenir desde el cielo para enderezar nuestros abusos ambientales. Es a nosotros a quienes corresponde hacerlo.

No tendría por qué ser imposible. Las aves —cuya inteligencia tendemos a subestimar— saben cómo mantener limpio su nido. Otro tanto puede decirse de los camarones, cuyo cerebro tiene el tamaño de una mota de polvo, y de las algas, y de los microorganismos unicelulares. Es tiempo de que también nosotros lo sepamos.

Capítulo
8
E
L MEDIO AMBIENTE: ¿DONDE RADICA LA PRUDENCIA?

Este nuevo mundo puede ser más seguro si se le explican los peligros de los males del antiguo

J
OHN
D
ONNE
,
An Anatomic of the World.
The First Anniversary
(1611)

H
AY UN DETERMINADO MOMENTO DEL OCASO
en que la estela de los aviones cobra un tono rosado. Si el cielo está libre de nubes, su contraste con el azul circundante es inesperadamente maravilloso. El Sol ya se ha puesto y en el horizonte resta un resplandor bermejo que indica por dónde se ha ocultado.

Pero el reactor vuela tan alto que sus ocupantes todavía pueden ver el Sol, por completo rojo antes de ponerse. El agua que sale de sus motores se condensa de inmediato. A las temperaturas gélidas de tales alturas, cada motor deja atrás una estela lineal semejante a una nube, iluminada por los rojizos rayos del Sol en su ocaso.

A veces se entrecruzan las estelas de varios aviones, trazando en el cielo una especie de escritura. Cuando los vientos son altos, las estelas se dispersan pronto, y en vez de una fina línea surge una vaga tracería, larga, difusa e irregular que se disipa en cuanto uno la contempla. Si observamos la estela recién formada, a menudo podremos ver el minúsculo objeto del que emana. Muchas personas no son capaces de distinguir alas ni motores: sólo un punto en movimiento un tanto separado de la estela que origina.

Cuando oscurece, con frecuencia se advierte que el punto es luminoso. Hay allí un resplandor blanco. A veces también un destello rojo o verde, o ambos.

En ocasiones me pongo en la piel de un cazador-recolector (o incluso en la de mis abuelos cuando eran niños) que mira al cielo y contempla esas pavorosas y terribles maravillas del futuro. De todo el tiempo que los seres humanos llevamos en la Tierra, sólo en el siglo XX hemos hecho acto de presencia en el cielo. Aunque el tráfico aéreo en la parte septentrional del estado de Nueva York, donde yo vivo, es indudablemente más intenso que en muchos lugares del planeta, difícilmente hay un sitio en la Tierra donde, al menos de vez en cuando, uno no pueda ver nuestras máquinas escribiendo sus misteriosos mensajes en el cielo, que durante tanto tiempo consideramos dominio exclusivo de los dioses. La tecnología ha cobrado unas proporciones para las que, en lo más íntimo de nuestros corazones, no estamos ni mental ni emocionalmente preparados.

Un poco más tarde, ocasionalmente consigo distinguir entre las estrellas que empiezan a asomar una luz móvil, a veces muy brillante. Su resplandor puede ser fijo o parpadeante. A menudo se trata de dos luces en tándem. No hay rastro de cola cometaria. Hay momentos en que el 10 % o el 20 % de las «estrellas» que consigo ver son artefactos cercanos creados por el hombre, y que por un instante pueden confundirse con soles ardientes e inmensamente remotos. Sólo de vez en cuando, y horas después del ocaso, logro distinguir un punto de luz, por lo general muy tenue y de movimiento sutil y lento. He de asegurarme primero de que deja atrás una estrella y después otra, porque el ojo humano tiende a suponer que cualquier punto luminoso, aislado y envuelto por las tinieblas está desplazándose. Éstos no son aviones: se trata de naves espaciales. Hemos construido máquinas que dan una vuelta a la Tierra cada hora y media. Si son especialmente grandes o reflectantes se las puede reconocer a simple vista. Viajan muy por encima de la atmósfera, en la negrura del espacio circundante, a tanta altura que desde allí podría verse el Sol aunque aquí abajo sea noche cerrada. A diferencia de los aviones, carecen de luz propia. Como la Luna y los planetas, simplemente reflejan la luz solar.

El cielo comienza no muy lejos de nuestras cabezas. Abarca la delgada atmósfera de la Tierra y, más allá, la inmensidad del cosmos. Hemos creado máquinas que surcan esas regiones. Estamos tan acostumbrados y aclimatados a su presencia que a menudo no llegamos a reconocer hasta qué punto constituye una hazaña mítica. Más que cualquier otro rasgo de nuestra civilización técnica, estos vuelos, ahora prosaicos, son el símbolo de los poderes que ya poseemos.

Pero con los grandes poderes llegan las grandes responsabilidades.

Nuestra tecnología se ha hecho tan potente que —consciente e inconscientemente— estamos convirtiéndonos en un peligro para nosotros mismos. La ciencia y la tecnología han salvado miles de millones de vidas, han mejorado el bienestar de muchas más y han transformado poco a poco el planeta en una unidad anastomósica, pero al mismo tiempo han cambiado tanto el mundo que la gente ya no se siente cómoda en él. Hemos creado toda una gama de nuevos demonios: difíciles de ver, difíciles de comprender, problemas no resolubles de manera inmediata (y, desde luego, no sin enfrentamiento con quienes ejercen el poder).

Aquí, más que en cualquier otro ámbito, resulta esencial una comprensión de la ciencia por parte del público. Muchos científicos afirman que existe un peligro real si se siguen haciendo las cosas como hasta ahora, que nuestra civilización industrial constituye una trampa explosiva. Sin embargo, resulta muy costoso tomar en serio advertencias tan horrendas. Las industrias afectadas perderían beneficios. Aumentaría nuestra propia ansiedad. Hay muchas y buenas razones para desoír esas voces. Tal vez los numerosos científicos que nos previenen de la inminencia de catástrofes sean unos agoreros. Quizás amedrentar a los demás les proporcione un perverso placer. Tal vez no sea más que una manera de conseguir subvenciones oficiales. Al fin y al cabo, otros científicos dicen que no hay nada de qué preocuparse, que tales afirmaciones no están demostradas, que el medio ambiente se curará solo. Como es lógico, ansiamos creerles. ¿Quién no? Si tienen razón, nos aliviarán de una inmensa carga. Así que no nos precipitemos. Seamos cautelosos. Procedamos lentamente. Asegurémonos primero. Por otro lado, es posible que quienes nos tranquilizan acerca del medio ambiente sean como Pollyannas
[9]
o tengan miedo de enfrentarse con los que asumen el poder o quieran gozar del apoyo de los beneficiarios del expolio del medio ambiente. Así que démonos prisa; arreglemos las cosas antes de que sea tarde.

¿A quién hay que escuchar?

Existen argumentos a favor y en contra que implican abstracciones, invisibilidades, conceptos y términos no familiares. A veces incluso se aplican palabras como «fraude» o «engaño» a las predicciones funestas. ¿Cómo puede ayudar aquí la ciencia? ¿Cómo puede informarse el individuo medio de lo que está en juego? ¿No sería posible mantener una neutralidad desapasionada pero abierta y dejar que los contendientes se peleen, o aguardar a que las pruebas resulten absolutamente incuestionables? Al fin y al cabo, las afirmaciones extraordinarias requieren una demostración extraordinaria. ¿Por qué, en suma, aquellos que, como yo mismo, predican el escepticismo y la cautela acerca de algunas afirmaciones extraordinarias arguyen que otras del mismo carácter deben ser tomadas en serio y consideradas con urgencia?

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