Miles de Millones (12 page)

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Authors: Carl Sagan

Tags: #divulgación científica

La profecía de Apolo advertía que si Creso hacía la guerra a Persia destruiría un imperio poderoso. Ante tales palabras, lo juicioso por su parte habría sido preguntar de nuevo si se refería a su propio imperio o al de Ciro. Pero Creso no entendió lo que se le decía ni inquirió más. La culpa es enteramente suya.

Si el oráculo de Delfos hubiese sido sólo una estafa para desplumar monarcas crédulos, desde luego habría necesitado excusas para justificar los inevitables errores. En estos casos son corrientes las ambigüedades disimuladas. Sin embargo, la lección de Pitia es pertinente: tenemos que formular bien las preguntas, incluso a los oráculos; las preguntas han de ser inteligentes, aun cuando parezca que ya nos han dicho exactamente lo que deseábamos oír. Los políticos no deben aceptar respuestas a ciegas, deben comprender; y no deben permitir que sus propias ambiciones oscurezcan su comprensión. Hay que proceder con sumo cuidado a la hora de convertir una profecía en una acción política.

Este consejo es plenamente aplicable a los oráculos modernos: los científicos, grupos de investigación y universidades, los institutos financiados por las empresas y las comisiones asesoras de la Academia Nacional de Ciencias. De vez en cuando, y generalmente de mala gana, los políticos envían a alguien a preguntar al oráculo y reciben una respuesta. En la actualidad los oráculos suelen manifestar sus profecías aunque nadie las solicite. Sus declaraciones a menudo son mucho más detalladas que las preguntas; se habla, por ejemplo, del bromuro de metilo, el vórtice circumpolar o la capa de hielo de la Antártida occidental. Las estimaciones se formulan a veces en términos de probabilidades numéricas. Parece casi imposible que el político más honesto emita, sencillamente, un sí o un no. Los políticos tienen que decidir qué hacer con la respuesta, si es que hace falta tomar alguna medida, pero primero deben comprenderla. En razón de la naturaleza de los oráculos modernos y de sus profecías, los políticos precisan, ahora más que nunca, entender la ciencia y la tecnología. (En respuesta a esta necesidad, el partido Republicano ha decidido, absurdamente, abolir su propia Oficina de Asesoramiento Tecnológico; y casi no hay científicos entre los miembros del Congreso estadounidense. Lo mismo cabe decir de muchos otros países.)

Hay otra historia acerca de Apolo y sus oráculos, como mínimo igual de famosa y relevante. Es la de Casandra, princesa de Troya. (Comienza justo antes de que los griegos de Micenas invadiesen Troya para iniciar la guerra que llevaría su nombre.) Era la más inteligente y bella de las hijas del rey Príamo. Apolo, siempre merodeando en busca de seres humanos atractivos (conducta propia de casi todos los dioses y diosas griegos), se enamoró de ella. Curiosamente —esto casi nunca sucede en la mitología griega—, Casandra se resistió a su acoso, así que trató de comprarla. Pero ¿qué podía darle? Ya era una princesa, rica, hermosa y feliz. Aun así, Apolo tenía una o dos cosas que ofrecerle. Le prometió el don de la profecía. La oferta era irresistible, y ella accedió.
Quid pro quo.
Apolo hizo cuanto deben hacer los dioses para convertir a simples mortales en videntes, oráculos y profetas, pero luego, escandalosamente, Casandra se echó atrás y rechazó el cortejo del dios.

Apolo se enfureció. Ahora bien, no podía retirarle el don de la profecía, puesto que al fin y al cabo era un dios (se diga lo que se diga sobre ellos, los dioses mantienen sus promesas). Sin embargo, la condenó a un destino cruel e ingenioso: el de que nadie creyese en sus profecías. (Lo que aquí cuento procede en buena parte de la tragedia
Agamenón,
de Esquilo.) Casandra profetiza a su propio pueblo la caída de Troya; nadie le presta atención. Predice la muerte del caudillo de los invasores griegos, Agamenón; nadie le hace caso. Anuncia incluso su pronta muerte, con el mismo resultado. No querían escucharla, se burlaban de ella. Tanto griegos como romanos la llamaron «la dama de las infinitas calamidades». Hoy quizá la tacharían de «catastrofista».

Hay un espléndido momento en que ella no puede entender que se ignoren esas profecías de desgracias inminentes, algunas de las cuales podían evitarse con sólo darles crédito. Dice a los griegos: «¿Cómo no me comprendéis? Conozco muy bien vuestra lengua.» Sin embargo, el problema no consistía en su pronunciación del griego. La respuesta vino a ser: «Mira, así son las cosas. Hasta el oráculo de Delfos se equivoca de vez en cuando, y a veces sus profecías son ambiguas. No podemos estar seguros, y si no podemos fiarnos de Delfos, mucho menos de ti.» Ésa es la respuesta más clara que obtiene.

Otro tanto le sucedió con los troyanos: «Profeticé a mis compatriotas —dice— todos sus desastres.» No obstante, hicieron caso omiso de su clarividencia y fueron aniquilados. Al final ella corrió la misma suerte.

Hoy puede reconocerse esa misma resistencia a las profecías horrendas experimentada por Casandra. Cuando nos enfrentamos con una predicción ominosa que alude a fuerzas inmensas sobre las que no es fácil ejercer influencia alguna, mostramos una tendencia natural a rechazarla o no tomarla en consideración.

Mitigar o soslayar el peligro podría requerir tiempo, esfuerzos, dinero, valentía; quizás incluso alterar las prioridades de nuestra vida. Además, no todas las predicciones de desastres se cumplen (ni siquiera las formuladas por científicos). La mayor parte de la vida animal oceánica no se ha extinguido por culpa de los insecticidas; pese a lo sucedido en Etiopía y el Sahel, el hambre a escala mundial no fue el rasgo distintivo de la década de los ochenta; la producción alimentaria del Asia meridional no quedó drásticamente afectada por el incendio de los pozos petrolíferos de Kuwait en 1991; los aviones supersónicos no amenazan la capa de ozono... y, sin embargo, todas estas predicciones fueron expresadas por científicos serios. Así, cuando nos enfrentamos a una profecía nueva e incómoda, podemos sentirnos tentados de decir: «Improbable; catastrofista; jamás hemos experimentado nada remotamente parecido; tratan de asustar a todo el mundo; es malo para la moral pública».

Más aún, si los factores que precipitan la catástrofe anunciada están actuando desde hace mucho tiempo, entonces la propia predicción constituye un reproche indirecto y tácito. ¿Por qué nosotros, ciudadanos corrientes, hemos permitido que se llegase a esta situación de peligro? ¿No deberíamos habernos informado antes? ¿Acaso no somos cómplices al no haber tomado medidas para asegurar que los dirigentes políticos eliminasen esa amenaza? El que la desatención y la inactividad propias puedan significar un peligro para nosotros mismos y para nuestros seres queridos es una reflexión incómoda.

Surge, pues, una tendencia natural, aunque nefasta, a rechazar todo el asunto. Hacen falta pruebas más sólidas, decimos, antes de poder tomarlo en serio. Sentimos la tentación de subestimar, rehuir, olvidar. Los psiquiatras son plenamente conscientes de esa tentación, a la que llaman «rechazo»; pero, como dice el refrán, si el río suena agua lleva.

Las historias de Creso y de Casandra representan los dos extremos de la respuesta política a quienes predicen un peligro mortal. El propio Creso representa un polo de aceptación crédula y acrítica (por lo general, de la confianza en que todo va bien), alentada por la codicia y otras debilidades del carácter; y la respuesta griega y troyana a Casandra simboliza el polo de un rechazo estólido e inamovible de la posibilidad de un peligro. La tarea de un político consiste en marcar un rumbo prudente entre estas dos orillas.

Imaginemos que un grupo de científicos afirma que es inminente una gran catástrofe medioambiental. Supongamos además que lo que se necesita para prevenir o mitigar la catástrofe es costoso en recursos fiscales e intelectuales, pero también en lo que a cambio de mentalidad se refiere, por lo que es políticamente caro. ¿En qué punto deben los políticos tomar en serio a los profetas científicos? Hay maneras de estimar la validez de las profecías modernas, porque entre los métodos de la ciencia existe un procedimiento de corrección de errores, una serie de reglas que han venido funcionado bien, y que suelen recibir la denominación conjunta de «método científico». Hay unos cuantos principios (esbocé algunos en mi libro
El mundo y sus demonios):
los argumentos de autoridad tienen poco peso («porque lo digo yo» no es una buena razón); la predicción cuantitativa constituye un modo extremadamente eficaz de distinguir las ideas útiles de las descabelladas; los métodos de análisis deben arrojar otros resultados consecuentes con lo que ya conocemos acerca del universo; un debate vigoroso es un signo saludable; para que una idea sea tomada en serio, deben llegar a las mismas conclusiones grupos científicos capacitados, trabajando de forma independiente; etcétera. Existen medios para que los políticos decidan y hallen una vía intermedia y segura entre la acción precipitada y la impasibilidad. Se requiere, empero, una cierta disciplina emocional y, sobre todo, una ciudadanía consciente y científicamente instruida, capaz de juzgar por sí misma hasta qué punto son amenazadores los peligros anunciados.

Capítulo
10
F
ALTA UN PEDAZO DE CIELO

Esta espléndida armadura, la tierra, se me antoja un promontorio estéril; este maravilloso dosel, el aire, mirad, ese bello firmamento que pende arriba, este techo majestuoso encendido por un fuego dorado, sólo me parece una congregación hedionda y pestilente de vapores.

W
ILLIAM
S
HAKESPEARE
,
Hamlet,
acto II, escena II, 308 (1600-1601)

S
IEMPRE QUISE TENER UN TREN ELÉCTRICO DE JUGUETE
, pero mis padres no pudieron comprármelo hasta que cumplí los diez años. El que me regalaron (de segunda mano, pero en buenas condiciones) no era uno de esos modelos pequeñejos, de apenas un dedo de largo, que vemos hoy, sino un auténtico tren. Sólo la locomotora debía de pesar más de dos kilos. Tenía también un tender para el carbón, un vagón de viajeros y un furgón. Las vías, completamente metálicas y empalmables, eran de tres tipos: rectas, curvas y una pieza entrecruzada que permitía realizar un tendido en ocho. Ahorré para comprar un túnel de plástico verde por el que veía salir triunfante a la locomotora, despejando la oscuridad con su foco.

Mis recuerdos de aquellos tiempos felices están impregnados del olor, para nada desagradable y levemente dulzón, que siempre emanaba del transformador, una gran caja negra de metal con una palanca roja deslizable para controlar la velocidad del tren. Si alguien me hubiese pedido entonces que describiera su función, supongo que le habría dicho que convertía el tipo de electricidad de las paredes de nuestro piso en aquella que necesitaba la locomotora. Sólo mucho más tarde supe que el olor se debía a una determinada sustancia química —generada por la electricidad al atravesar el aire— que tenía un nombre propio: ozono.

El aire que nos rodea, el que respiramos, contiene alrededor de un 20 % de oxígeno (no el átomo, cuyo símbolo es O, sino la molécula, de símbolo O
2
, lo que significa dos átomos de oxígeno químicamente enlazados). El oxígeno molecular es lo que nos pone en marcha: lo respiramos y, tras combinarlo con los alimentos, extraemos energía.

El ozono es una forma más rara de oxígeno combinado. Su símbolo es O
3
, lo que significa tres átomos de oxígeno químicamente enlazados.

Mi transformador tenía un defecto. Despedía una pequeña chispa eléctrica que desintegraba los enlaces de las moléculas de oxígeno de esta manera:

O
2
+ energía
O + O

(La flecha significa «transformado en».) Ahora bien, los átomos de oxígeno solitarios (O) se sienten insatisfechos, químicamente reactivos, ansiosos de combinarse con moléculas adyacentes; y así lo hacen:

O + O
2
+ M
O
3
+ M

Aquí M representa una tercera molécula cualquiera que no se altera en la reacción pero resulta necesaria para que ésta se lleve a cabo (es decir, un catalizador). Hay muchas moléculas M en el entorno, principalmente de nitrógeno.

Esto era lo que determinaba que mi transformador produjese ozono.

La reacción se da también en los motores de los coches y en los fuegos industriales, produciendo ozono reactivo que contribuye al
smog y
la contaminación industrial. Su olor ya no me resulta tan agradable. Sin embargo, el mayor peligro del ozono no es que exista demasiado aquí abajo, sino demasiado poco allá arriba.

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