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Authors: Carl Sagan

Tags: #divulgación científica

Miles de Millones (16 page)

C + O
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CO
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y el CO
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es uno de los gases responsables del efecto invernadero.

¿Qué es lo que determina la temperatura media de la Tierra, el clima planetario? La cantidad de calor que emana del centro de la Tierra es despreciable en comparación con la que llega a su superficie procedente del Sol. Si éste se apagase, la temperatura del planeta descendería tanto que el aire se congelaría, y la Tierra quedaría cubierta por una capa de nieve de nitrógeno y oxígeno de unos diez metros de espesor. Sabemos cual es la cantidad de luz solar que incide sobre el planeta y lo calienta; ¿podemos calcular entonces cuál debería ser la temperatura media de la superficie terrestre? De hecho, se trata de un cálculo fácil, tanto que se enseña en cursos elementales de astronomía y meteorología (otro ejemplo del poder y la belleza de la cuantificación).

La cantidad de luz solar absorbida por la Tierra tiene que igualar, por término medio, la energía devuelta al espacio.

Por lo común no pensamos que el planeta irradia energía al espacio, y cuando volamos de noche no vemos relucir el suelo en la oscuridad (excepto sobre las ciudades), pero esto es porque sólo percibimos la luz visible ordinaria, a la que son sensibles nuestros ojos. Si mirásemos más allá de la luz roja, dentro de la banda infrarroja térmica del espectro —unas veinte veces la longitud de onda de la luz amarilla—, veríamos brillar la Tierra con una luz infrarroja propia, fantasmal y fría, más en el Sahara que en la Antártida, más de día que de noche. No se trata de luz solar reflejada, sino del propio calor del planeta. Cuanta más energía le llegue a la Tierra procedente del Sol, más energía irradiará aquélla al espacio. Cuanto más caliente esté el planeta, más relucirá en la oscuridad.

Lo que determina el calor terrestre depende de la fuerza del Sol y de la reflectancia del planeta. (Todo lo que no es reflejado al espacio es absorbido por el suelo, las nubes y el aire. Si la Tierra fuese perfectamente reflectante, los rayos del Sol no la calentarían.) La mayor parte de la luz solar reflejada sí está en la parte visible del espectro. Igualemos, pues, la entrada (que depende de cuánta luz solar absorbe el planeta) y la salida (que depende de la temperatura de la Tierra), equilibremos las dos partes de la ecuación y tendremos la temperatura predicha del planeta. ¡Facilísimo! ¡No podría serlo más! Echemos cuentas; ¿cuál es la respuesta?

Nuestros cálculos nos dicen que la temperatura media de la Tierra debería ser de unos 20 °C bajo cero. Los océanos deberían estar helados y todos tendríamos que estar tiesos de frío. La Tierra debería ser un lugar hostil para casi todas las formas de vida. ¿Dónde reside el error?

En realidad no hemos errado en los cálculos; sencillamente hemos dejado algo fuera: el efecto invernadero. Hemos supuesto de manera implícita que la Tierra carece de atmósfera. Aunque el aire es transparente a las longitudes de onda visibles (excepto en lugares como Denver y Los Ángeles), se muestra mucho más opaco en la parte infrarroja térmica del espectro. Esto tiene una gran significación. Algunos de los gases en el aire que nos rodea —dióxido de carbono, vapor de agua, ciertos óxidos de nitrógeno, metano y clorofluorocarbonos— absorben mucha luz infrarroja, aunque sean completamente transparentes a la luz visible. Si se coloca una capa de esa materia sobre el suelo, la luz solar visible sigue entrando, pero cuando la superficie la irradia en forma de luz infrarroja, es absorbida por la manta de gases (transparente a la luz visible, semiopaca a la infrarroja) en vez de dispersarse en el espacio.

Como resultado, la Tierra tiene que calentarse algo para lograr el equilibrio entre la luz solar incidente y la radiación infrarroja emitida. Si calculamos el grado de opacidad de esos gases en el infrarrojo y cuánto calor planetario interceptan, tendremos la respuesta adecuada. Así descubrimos que, por término medio (tomando en consideración las estaciones del año, las latitudes y los momentos del día) la superficie terrestre debería estar a unos 13 °C sobre cero. Por eso los océanos no se congelan y el clima resulta adecuado para nuestra especie y nuestra civilización.

La vida depende de un equilibrio delicado de gases invisibles que son componentes menores de la atmósfera terrestre. Un poco de efecto invernadero es bueno. Ahora bien, si añadimos más gases de éstos —como hemos estado haciendo desde el inicio de la Revolución Industrial—, absorberán más radiación infrarroja. Estamos haciendo más gruesa la manta, y con ello calentando más la Tierra.

A los políticos y a la gente en general todo esto (gases invisibles, mantas infrarrojas, cálculos de físicos) tal vez les parezca un poco abstracto. ¿Acaso no necesitamos más pruebas de que existe realmente un efecto invernadero y de que su exceso puede ser peligroso antes de tomar decisiones difíciles que suponen un gasto de dinero? En el carácter del planeta más próximo al nuestro, la amable naturaleza nos ha proporcionado un recordatorio aleccionador. Venus se halla un poco más cerca del Sol que la Tierra, pero sus espesas nubes son tan brillantes que, de hecho, absorbe menos luz solar que la Tierra. Al margen del efecto invernadero, su superficie debería ser más fría que la terrestre. Venus tiene un tamaño y una masa parecidos a los de nuestro planeta, de lo que cabría deducir, ingenuamente, que posee un medio ambiente agradable semejante al de aquí y en definitiva adecuado para el turismo. Sin embargo, si enviáramos una nave espacial a través de esas nubes —en buena parte constituidas por ácido sulfúrico— como hizo la Unión Soviética con las sondas espaciales
Venera,
descubriríamos una atmósfera muy densa, formada en su mayor parte por dióxido de carbono, con una presión al nivel de la superficie 90 veces superior a la terrestre. Si asomáramos un termómetro, como hicieron las naves
Venera,
registraríamos una temperatura de unos 470 °C, suficiente para fundir el estaño o el plomo. Esas temperaturas superficiales, superiores a las del horno doméstico más poderoso, se deben al efecto invernadero, en gran medida fruto de la espesa atmósfera de dióxido de carbono (hay también pequeñas cantidades de vapor de agua y otros gases que absorben el infrarrojo). Venus constituye una demostración práctica de que un incremento en los gases responsables del efecto invernadero puede tener consecuencias desagradables. Es un buen sitio para enseñar a quienes en las tertulias radiofónicas insisten en que el efecto invernadero es un engaño.

Cuanto más aumenta la población humana de la Tierra y se amplían nuestros poderes tecnológicos, más gases que absorben el infrarrojo lanzamos a la atmósfera. Existen procesos naturales que eliminan esos gases del aire, pero estamos produciéndolos a un ritmo tal que estos mecanismos naturales de eliminación se ven superados. A través de la quema de combustibles fósiles por un lado y la destrucción de árboles (que absorben el CO
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y lo convierten en madera) por otro, somos responsables de verter cada año al aire 7.000 millones de toneladas de dióxido de carbono.

En el gráfico superior se puede apreciar el aumento de dióxido de carbono en la atmósfera terrestre registrado en los últimos años. Los datos proceden del observatorio atmosférico de Mauna Loa, en Hawai. Las islas Hawai no están demasiado industrializadas ni han sido escenario de la quema extensiva de bosques (lo que introduce más CO
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en el aire). El incremento de dióxido de carbono detectado en Hawai con el paso del tiempo procede de actividades a escala planetaria. El dióxido de carbono llega hasta allí transportado por la circulación atmosférica global y cada año se registra una elevación y una disminución del dióxido de carbono. La culpa es de los árboles de hoja caduca, que en verano captan CO
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atmosférico, pero en invierno, desnudos, dejan de hacerlo. Superpuesta a esa oscilación anual se aprecia de manera absolutamente inequívoca una tendencia creciente a largo plazo. La concentración de CO
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en la atmósfera ha superado ya las 350 partes por millón; es más alta que en cualquier otro momento de la historia de la humanidad. Los incrementos de clorofluorocarbonos han sido los más rápidos —cerca de un 5 % al año— en razón del desarrollo mundial de la industria de los CFC, aunque ahora comienzan a disminuir
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. Por culpa de la agricultura y de la industria, aumentan también otros gases invernadero, como el metano.

Puesto que sabemos en qué medida están aumentando los gases invernadero y afirmamos conocer la opacidad infrarroja resultante, ¿no podríamos calcular el incremento de temperatura en las últimas décadas a consecuencia del aumento de CO
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y otros gases? Sí podemos, pero tenemos que proceder con cuidado. Debemos recordar que el Sol pasa por un ciclo de 11 años, a lo largo de los cuales cambia un tanto el volumen de energía que emite. Hemos de tener en cuenta que cuando los volcanes entran en erupción inyectan en la estratosfera finas gotitas de ácido sulfúrico, con lo que más luz solar es reflejada hacia el espacio y la Tierra se enfría algo; se ha calculado que una gran erupción es capaz de hacer bajar la temperatura mundial en casi un grado Celsius durante unos cuantos años. Hemos de recordar también que en la atmósfera inferior hay una capa de partículas de azufre procedentes de las chimeneas industriales, que si bien perjudica a las personas, enfría la Tierra. El polvo mineral arrastrado por el viento tiene un efecto similar. Si uno toma en consideración estos factores y muchos más, y echa mano de todos los recursos de que disponen los climatólogos en la actualidad, llegará a la conclusión de que a lo largo del siglo XX, y en razón de la quema de combustibles fósiles, la temperatura media de la Tierra tiene que haber aumentado unas cuantas décimas de grado.

Como es natural, a uno le gustaría comparar este cálculo con los hechos. ¿Ha aumentado siquiera la temperatura terrestre (y especialmente en la medida predicha) durante el siglo XX? Una vez más, tenemos que proceder con cautela. Hay que recurrir a registros de temperaturas lejos de las ciudades, porque en éstas, debido a las industrias y a la relativa ausencia de vegetación, la temperatura es de hecho más alta que en los campos circundantes. Hemos de promediar adecuadamente los registros en latitudes, alturas, estaciones del año y momentos del día distintos. Debemos tener en cuenta la diferencia entre las temperaturas tierra adentro y al lado del agua. Cuando uno hace todo esto, los resultados parecen consecuentes con las expectativas teóricas.

En el transcurso del siglo XX la temperatura de la Tierra ha aumentado algo, menos de 1 °C. En las curvas hay oscilaciones sustanciales, así como ruido de fondo en la señal climática global. Los 10 años más cálidos desde 1860 corresponden todos a la década de los ochenta y comienzos de los noventa del presente siglo, pese al enfriamiento planetario debido a la erupción del volcán Pinatubo en las Filipinas en 1991. El Pinatubo vertió en la atmósfera terrestre entre 20 millones y 30 millones de toneladas de dióxido de azufre y aerosoles. En sólo dos meses esos materiales cubrieron las dos quintas partes de la superficie terrestre, y al cabo de tres, toda ella. Por su violencia, fue la segunda erupción volcánica del siglo (sólo superada por la que se produjo en 1912 en Katmai, en Alaska). Si los cálculos son correctos y no se producen grandes erupciones volcánicas en un futuro inmediato, hacia finales de la década de los noventa debería reafirmarse la tendencia ascendente. En realidad ya lo ha hecho: 1995 fue marginalmente el año más cálido registrado.

Otro modo de comprobar si los climatólogos saben lo que están haciendo consiste en pedirles que realicen determinaciones retrospectivas. La Tierra ha pasado por glaciaciones. Si existen formas de medir las fluctuaciones de la temperatura en el pasado, ¿pueden decirnos algo sobre los climas pretéritos?

El estudio de muestras de hielo extraídas de los casquetes de Groenlandia y la Antártida ha proporcionado importantes descubrimientos acerca de la historia del clima planetario. La tecnología de esas perforaciones deriva directamente de la industria petrolífera; así, los responsables de la extracción de combustibles fósiles de las entrañas de la Tierra han hecho una contribución importante para desvelar los peligros de tal proceder. Un minucioso examen físico y químico de esas muestras revela que la temperatura planetaria y la cantidad de CO
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ascienden y descienden a la par: cuanto más CO
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, más caliente está el planeta. Los mismos modelos informáticos empleados para comprender las tendencias de la temperatura global en las últimas décadas reproducen correctamente el clima de las eras glaciales a partir de las fluctuaciones en los gases invernadero en épocas anteriores. (Obviamente, nadie está diciendo que hubiese civilizaciones preglaciares que condujeran coches de combustión deficiente y vertiesen en la atmósfera enormes cantidades de gases invernadero; una cierta parte de la variación en el volumen de CO
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es de origen natural.)

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