Bartolomé la llamó con un gesto y la muchacha se acercó tímidamente.
Arnau vio a una joven sencilla, con el cabello rizado y expresión bondadosa.
—Tiene quince años —oyó que le decía Bartolomé cuando María se paró junto a la mesa. Observada por los cuatro, juntó las manos en el regazo y bajó la vista al suelo—. ¡María! —la llamó su padre.
La muchacha alzó el rostro hacia Arnau, sonrojada, apretando las manos.
En esta ocasión fue Arnau el que desvió la vista. Bartolomé se intranquilizó al ver cómo éste apartaba la mirada. La joven suspiró. ¿Lloraba? Él no había querido ofenderla.
—De acuerdo —afirmó.
Joan alzó su vaso, al que rápidamente se sumaron los de Bartolomé y el cura. Arnau cogió el suyo.
—Me haces muy feliz —le dijo Joan.
—¡Por los novios! —exclamó Bartolomé.
¡Ciento sesenta días al año! Por prescripción de la Iglesia, los cristianos tenían que guardar abstinencia ciento sesenta días al año, y todos y cada uno de esos días Aledis, como todas las mujeres de Barcelona, bajaba hasta la playa, junto a Santa María, para comprar pescado en alguna de las dos pescaderías de la ciudad condal: la vieja o la nueva.
¿Dónde estás? En cuanto veía algún barco, Aledis miraba hacia la orilla, donde los barqueros recogían o descargaban las mercaderías. ¿Dónde estás, Arnau? Algún día lo había visto, con los músculos en tensión, como si quisieran romper la piel que los cubría. ¡Dios! Entonces Aledis se estremecía y empezaba a contar las horas que restaban para el anochecer, cuando su esposo se dormiría y ella bajaría al taller para estar con él, fresco su recuerdo. A fuerza de abstinencias, Aledis llegó a conocer la rutina de los bastaixos: cuando no descargaban algún barco transportaban piedras a Santa María y, tras el primer viaje, la fila de bastaixos se rompía y cada cual hacía el camino por su cuenta, sin esperar a los demás. Aquella mañana Arnau volvía a por otra piedra. Solo. Era verano y andaba balanceando la capçana en una mano. ¡Con el torso desnudo! Aledis lo vio pasar por delante de la pescadería. El sol se reflejaba en el sudor que cubría todo su cuerpo, y sonreía, sonreía a quienquiera que se cruzase con él. Aledis se separó de la cola. ¡Arnau! El grito pugnaba por escapársele de los labios. ¡Arnau! No podía. Las mujeres de la cola la miraban. La vieja que esperaba turno detrás de ella señaló el espacio que quedaba entre Aledis y la mujer de delante; Aledis le indicó que pasara. ¿Cómo distraer la atención de todas aquellas curiosas? Simuló una arcada. Alguien se adelantó para ayudarla, pero Aledis la rechazó; entonces sonrieron. Otra arcada y salió corriendo mientras algunas embarazadas gesticulaban entre ellas.
Arnau iba a Montjuïc, a la cantera real, por la playa. ¿Cómo podía alcanzarlo? Aledis corrió por la calle de la Mar hasta la plaza del Blat y desde allí, girando a la izquierda por debajo del antiguo portal de la muralla romana, junto al palacio del veguer, todo recto hasta la calle de la Boquería y el portal del mismo nombre. Tenía que alcanzarlo. La gente la miraba; ¿la reconocería alguien? ¡Qué más daba! Arnau iba solo. La muchacha cruzó el portal de la Boquería y voló por el camino que llevaba hasta Montjuïc. Tenía que estar por allí…
—¡Arnau! —Esta vez sí gritó.
Arnau se paró a mitad de subida de la cantera y se volvió hacia la mujer que corría hacia él.
—¡Aledis! ¿Qué haces aquí?
Aledis tomó aire. ¿Qué decirle ahora?
—¿Pasa algo, Aledis?
¿Qué decirle?
Se dobló por la cintura, agarrándose el estómago, y simuló otra arcada. ¿Por qué no? Arnau se acercó a ella y la cogió por los brazos. El simple contacto hizo temblar a la muchacha.
—¿Qué te pasa?
¡Qué manos! La cogían con fuerza, abarcando todo su antebrazo. Aledis alzó el rostro, se encontró con el pecho de Arnau, todavía sudoroso, y aspiró su aroma.
—¿Qué te pasa? —repitió Arnau intentando que se irguiese.
Aledis aprovechó el momento y se abrazó a él.
—¡Dios! —susurró.
Escondió la cabeza en su cuello y empezó a besarle y a lamerle el sudor.
—¿Qué haces?
Arnau intentó apartarla pero la muchacha se aferraba a él.
Unas voces que surgían de un recodo del camino sobresaltaron a Arnau. ¡Los bastaixos! ¿Cómo podría explicar…? Quizá el mismo Bartolomé. Si lo encontraban allí, con Aledis abrazada a él, besándolo… ¡Lo expulsarían de la cofradía! Arnau levantó a Aledis por la cintura y salió del camino para esconderse tras unos matorrales; allí le tapó la boca con la mano.
Las voces se acercaron y pasaron de largo, pero Arnau no les prestó atención. Estaba sentado en el suelo, con Aledis sobre él; la agarraba de la cintura con una mano y con la otra le tapaba la boca. La muchacha lo miraba. ¡Aquellos ojos castaños! De repente Arnau se dio cuenta de que la tenía abrazada. Su mano apretaba el estómago de Aledis, y sus pechos…, sus pechos jadeaban contra él, moviéndose convulsos. ¿Cuántas noches había soñado con abrazarla? ¿Cuántas noches había fantaseado con su cuerpo? Aledis no forcejeaba; se limitaba a mirarlo, traspasándolo con sus grandes ojos castaños.
Le destapó la boca.
—Te necesito —oyó que le susurraban sus labios. Después, aquellos labios se acercaron a los suyos y lo dulces, suaves, anhelantes.
¡Su sabor! Arnau se estremeció.
Aledis temblaba.
Su sabor, su cuerpo…, su deseo.
Ninguno de los dos pronunció más palabras.
Aquella noche, Aledis no bajó a espiar a los aprendices.
Hacía algo más de dos meses que María y Arnau habían contraído matrimonio en Santa María de la Mar, en una celebración oficiada por el padre Albert y en presencia de todos los miembros de la cofradía, de Pere y Mariona, y de Joan, ya tonsurado y vestido con el hábito de los franciscanos. Con la garantía del aumento de salario que correspondía a los cofrades casados, escogieron una casa frente a la playa y la amueblaron con la ayuda de la familia de María y de todos cuantos quisieron colaborar con la joven pareja, que fueron muchos. Él no tuvo que hacer nada. La casa, los muebles, las escudillas, la ropa, la comida, todo apareció de la mano de María y su madre, que insistían en que él descansara. La primera noche, María se entregó a su marido, sin voluptuosidad pero sin reparos. A la mañana siguiente, cuando Arnau despertó, al alba, el desayuno estaba preparado: huevos, leche, salazón, pan. Al mediodía se repitió la escena, y por la noche, y al día siguiente, y al siguiente; María siempre tenía dispuesta la comida para Arnau. Lo descalzaba. Lo lavaba y le curaba con delicadeza las llagas y las heridas. María siempre estaba dispuesta en el lecho. Día tras día, Arnau encontraba cuanto podía desear un hombre: comida, limpieza, obediencia, atención y el cuerpo de una mujer joven y bonita. Sí, Arnau. No, Arnau. María nunca discutía con Arnau. Si él quería una vela, María dejaba cuanto estuviese haciendo para dársela. Si Arnau renegaba ella se precipitaba sobre él. Cuando él respiraba María corría a traerle el aire.
Diluviaba. Oscureció repentinamente y la tormenta provocaba unos fogonazos que atravesaban con violencia las nubes negras e iluminaban el mar. Arnau y Bartolomé, empapados, se encontraron en la playa. Todos los barcos habían abandonado el peligroso puerto de Barcelona para buscar refugio en Salou. La cantera real estaba cerrada. Aquel día los bastaixos no tenían trabajo.
—¿Cómo te va, hijo? —le preguntó Bartolomé a su yerno.
—Bien. Muy bien…, pero…
—¿Hay algún problema?
—Es sólo que… No estoy acostumbrado a que me traten tan bien como lo hace María.
—Para eso la hemos educado —adujo Bartolomé con satisfacción.
—Es demasiado…
—Ya te dije que no te arrepentirías de casarte con ella —Bartolomé miró a Arnau—. Ya te acostumbrarás. Disfruta de tu mujer.
En ésas estaban cuando llegaron a la calle de las Dames, un pequeño callejón que desembocaba en la misma playa. En él, más de una veintena de mujeres, jóvenes y ancianas, guapas y feas, sanas y enfermas, todas pobres, paseaban bajo la lluvia.
—¿Las ves? —intervino Bartolomé señalando a las mujeres—. ¿Sabes qué esperan? —Arnau negó con la cabeza—. En días de temporal como hoy, cuando los pilotos solteros de los pesqueros han agotado todos sus recursos marineros, cuando se han encomendado a todos los santos y vírgenes y sin embargo no han logrado capear el temporal, sólo les queda un recurso. Las tripulaciones lo saben y se lo exigen. Llegado ese momento, el piloto jura ante Dios en voz alta y en presencia de su tripulación, que si logra hacer arribar sanos y salvos a puerto a su pesquero y a sus hombres contraerá matrimonio con la primera mujer que vea nada más pisar tierra. ¿Entiendes, Arnau? —Arnau se fijó de nuevo en la veintena de mujeres que se movían inquietas calle arriba, calle abajo, mirando el horizonte—. Las mujeres han nacido para eso, para contraer matrimonio, para servir al hombre. Así hemos educado a María y así te la entregué.
Los días transcurrían y María seguía volcada en Arnau, pero él sólo pensaba en Aledis.
—Esas piedras te destrozarán la espalda —comentó María mientras daba un masaje, ayudada con un ungüento, en la herida que Arnau mostraba a la altura del omóplato.
Arnau no contestó.
—Esta noche te revisaré la capçana. No puede ser que las piedras te hagan cortes como éstos.
Arnau no contestó. Había llegado a casa cuando ya había anochecido. María lo descalzó, le sirvió un vaso de vino y lo obligó a sentarse para darle un masaje en la espalda, como durante toda su infancia había visto hacer a su madre con su padre. Arnau la dejó hacer, como siempre. Ahora la escuchaba en silencio. Nada tenía que ver esa herida con las piedras de la Virgen, ni con la capçana. Estaba limpiando y curando la herida de la vergüenza, el arañazo de otra mujer a la que Arnau no era capaz de renunciar.
—Esas piedras os destrozarán la espalda a todos —repitió su esposa.
Arnau bebió un trago de vino mientras notaba cómo las manos de María recorrían su espalda con delicadeza.
Desde que su marido la llamó al taller para mostrarle las heridas del aprendiz que había osado mirarla, Aledis se limitaba a espiar a los jóvenes del taller. Descubrió que en numerosas ocasiones acudían por la noche al huerto, donde se encontraban con mujeres que saltaban la tapia para reunirse con ellos. Los muchachos tenían acceso al material, las herramientas y los conocimientos necesarios para fabricar una especie de capuchones de finísimo cuero que debidamente engrasados se acoplaban al pene antes de fornicar con la mujer. La certeza de que no iban a quedarse embarazadas, junto a la juventud de los amantes y la oscuridad de la noche, eran una tentación irrefrenable para muchas mujeres que deseaban una aventura anónima. Aledis no tuvo dificultades para colarse en el dormitorio de los aprendices y hacerse con algunos de aquellos capuchones; la ausencia de riesgo en sus relaciones con Arnau dio rienda suelta a su lujuria.
Aledis dijo que con aquellos capuchones no tendrían hijos y Arnau miraba cómo lo deslizaba a lo largo de su pene. ¿Sería la grasa que después le quedaba en el miembro? ¿Sería un castigo por oponerse a los designios de la naturaleza divina? María no quedaba encinta. Era una muchacha fuerte y sana. ¿Qué razón que no fueran los pecados de Arnau podía impedir que quedara encinta? ¿Qué otro motivo podía llevar al Señor a no premiarle con el deseado vástago? Bartolomé necesitaba un nieto. El padre Albert y Joan querían ver a Arnau convertido en padre. La cofradía entera estaba pendiente del momento en que los jóvenes cónyuges anunciaran la buena nueva; los hombres bromeaban con Arnau y las mujeres de los bastaixos visitaban a María para aconsejarla y cantarle las excelencias de la vida familiar.
Arnau también deseaba tener un hijo.
—No quiero que me pongas eso —se opuso en una de las ocasiones en que Aledis lo asaltó camino de la cantera.
Aledis no se arredró.
—No pienso perderte —le dijo—. Antes de que eso suceda abandonaré al viejo y te reclamaré. Todo el mundo sabrá lo que ha habido entre nosotros, caerás en desgracia, te expulsarán de la cofradía y probablemente de la ciudad y entonces sólo me tendrás a mí; sólo yo estaré dispuesta a seguirte. No entiendo mi vida sin ti, sentenciada de por vida como lo estoy a permanecer al lado de un viejo obseso e incapaz.
—¿Arruinarías mi vida? ¿Por qué me harías eso?
—Porque sé que en el fondo me quieres —respondió Aledis con resolución—. En realidad, sólo te estaría ayudando a dar un paso que no te atreves a dar.
Ocultos entre los matorrales de la ladera de la montaña de Montjuïc, Aledis deslizó el capuchón por el miembro de su amante. Arnau la miró hacer. ¿Eran ciertas sus palabras? ¿Era cierto que en el fondo deseaba vivir con Aledis, abandonar a su esposa y cuanto tenía para fugarse con ella? Si por lo menos su miembro no se mostrase tan dispuesto… ¿Qué tenía aquella mujer que era capaz de anular su voluntad? Arnau estuvo tentado de contarle la historia de la madre de Joan; la posibilidad de que, si revelaba sus relaciones, fuese el viejo quien la reclamase a ella y la emparedara de por vida, pero en lugar de eso montó sobre ella… una vez mas. Aledis jadeó al ritmo de los empellones de Arnau. El bastaix sin embargo, sólo podía oír sus miedos: María, su trabajo, la cofradía, Joan, la deshonra, María, su Virgen, María, su Virgen…
Desde su trono, el rey Pedro levantó una mano. Flanqueado por su tío y su hermano, los infantes don Pedro y don Jaime, de pie a su derecha, y por el conde de Terranova y el padre Ot de Monteada por la izquierda, el rey esperó a que los demás miembros del consejo guardasen silencio. Se hallaban en el palacio real de Valencia, donde habían recibido a Pere Ramón de Codoler, mayordomo y mensajero del rey Jaime de Mallorca. Según el señor de Codoler, el rey de Mallorca, conde del Rosellón y de la Cerdaña y señor de Montpellier, había decidido declarar la guerra a Francia por las constantes afrentas que los franceses inferían a su señorío y, como vasallo de Pedro, lo requería para que el día 21 de abril del siguiente año de 1341, su señor estuviese en Perpiñán, al mando de los ejércitos catalanes, para ayudarlo y defenderlo en la guerra contra Francia.
Durante toda aquella mañana, el rey Pedro y sus consejeros estudiaron la solicitud de su vasallo. Si no acudían en ayuda del de Mallorca, éste negaría su vasallaje y quedaría en libertad, pero si lo hacían —todos estaban de acuerdo— caerían en una trampa: en cuanto los ejércitos catalanes entrasen en Perpiñán, Jaime se aliaría con el rey de Francia en su contra.