La catedral del mar (56 page)

Read La catedral del mar Online

Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

—Nos negamos —bramó el carlán, seguro de sí mismo—. Ni siquiera el rey puede obligarnos a prestar homenaje a persona de condición inferior a la nuestra. ¡Es la ley!

Joan asintió con tristeza. No había querido decírselo a Arnau. Los nobles habían engañado a Elionor.

—Arnau Estanyol —continuó el carlán, dirigiéndose al escribano a voz en grito— es ciudadano de Barcelona, hijo de un payés de remença fugitivo. ¡No vamos a prestar homenaje al hijo fugitivo de un siervo de la tierra, por más que el rey le haya concedido las baronías que dices!

La más joven de las dos mujeres se puso de puntillas para ver el entarimado. La visión de los nobles allí sentados había despertado su curiosidad, pero al oír en voz del carlán el nombre de Arnau, ciudadano de Barcelona e hijo de un payés, sus piernas empezaron a flaquear.

Con el murmullo del gentío al fondo, el escribano volvió a mirar a Elionor. También lo hizo Arnau, pero la pupila real no hizo ademán alguno. Estaba paralizada. Tras la primera impresión, su sorpresa se había convertido en ira. El blanco de su rostro se había convertido en colorado: temblaba de rabia y sus manos, agarrotadas sobre los brazos de la silla, parecían querer atravesar la madera.

—¿Por qué me dijiste que había muerto, Francesca? —preguntó Aledis, la más joven de las dos prostitutas.

—Es mi hijo, Aledis.

—¿Arnau es tu hijo?

A la vez que asentía con la cabeza, Francesca le hizo a Aledis un expresivo ademán para que bajase la voz. Por nada del mundo deseaba que alguien pudiera enterarse de que Arnau era el hijo de una mujer pública. Afortunadamente, la gente que las rodeaba sólo estaba pendiente de la reyerta entre los nobles.

La discusión parecía recrudecerse por momentos. Ante la pasividad de los demás, Joan decidió intervenir.

—Podéis tener razón en cuanto decís —afirmó desde detrás de la ultrajada baronesa—, podéis negaros al homenaje, pero eso no deroga la obligación de prestar servicios a vuestros señores y de firmarles de derecho. ¡Es la ley! ¿Estáis dispuestos a ello?

Mientras el carlán, consciente de que el dominico tenía razón, miraba a sus compañeros, Arnau hizo un gesto a Joan para que se acercase a él.

—¿Qué significa eso? —le preguntó en voz baja.

—Significa que salvan su honor. No prestan homenaje a…

—A una persona de condición inferior —lo ayudó Arnau—. Ya sabes que nunca me ha importado.

—No te prestan homenaje ni se someten a ti como vasallos, pero la ley los obliga a seguir prestándote servicios y a firmarte de derecho, a reconocer las tierras y honores que tienen por ti.

—¿Algo así como los capbreus que ellos les hacen firmar a los payeses?

—Algo así.

—Firmaremos de derecho —contestó el carlán.

Arnau no hizo el menor caso al noble. Ni siquiera lo miró. Pensaba; ahí estaba la solución a la miseria de los payeses. Joan seguía inclinado sobre él. Elionor ya no contaba; sus ojos miraban más allá del espectáculo, a las ilusiones perdidas.

—¿Eso quiere decir —le preguntó Arnau a Joan— que aunque no me reconozcan como su barón sigo mandando y tienen que obedecerme?

—Sí. Sólo salvan su honor.

—Está bien —dijo Arnau poniéndose en pie parsimoniosamente y llamando mediante gestos al escribano—. ¿Ves el hueco que hay entre los señores y el pueblo? —le preguntó cuando lo tuvo al lado—. Quiero que te sitúes allí y vayas repitiendo lo más alto que puedas, palabra por palabra, lo que voy a decir. ¡Quiero que todo el mundo se entere de lo que voy a decir! —Mientras el escribano se encaminaba al espacio abierto tras los nobles, Arnau dirigió una cínica sonrisa al carlán, que esperaba respuesta a su compromiso de firmar de derecho—. ¡Yo, Arnau, barón de Granollers, Sant Vicenç y Caldes de Montbui…!

Arnau esperó a que el escribano vocease sus palabras:

—Yo, Arnau —repitió el escribano—, barón de Granollers, Sant Vicenç y Caldes de Montbui…

—… declaro proscritas de mis tierras todas aquellas costumbres conocidas como malos usos…

—… declaro proscritas…

—¡No puedes hacerlo! —gritó uno de los nobles interrumpiendo al escribano.

Ante las palabras de los nobles, Arnau miró a Joan buscando confirmación a sus facultades.

—Sí puedo hacerlo —se limitó a contestar Arnau cuando Joan asintió.

—¡Acudiremos al rey! —gritó otro.

Arnau se encogió de hombros. Joan se acercó a él.

—¿Has pensado lo que les sucederá a estas pobres gentes si les das esperanza y después el rey te quita la razón?

—Joan —respondió Arnau con una seguridad en sí mismo que hasta entonces no había tenido—, es probable que no sepa nada del honor, de la nobleza o de la caballería, pero conozco los apuntes que hay en mis libros en relación con los préstamos a su majestad; por cierto —añadió sonriendo—, considerablemente incrementados para la campaña de Mallorca tras mi matrimonio con su pupila. De eso sí que sé. Te aseguro que el rey no pondrá en entredicho mis palabras.

Arnau miró al escribano y lo instó a continuar:

—… declaro proscritas de mis tierras todas aquellas costumbres conocidas como malos usos… —gritó el escribano.

—Declaro derogado el derecho de intestia, por el que el señor tiene derecho a heredar parte de los bienes de sus vasallos. —Arnau continuó hablando con claridad y lentamente, para que el escribano pudiera repetir sus palabras. El pueblo escuchaba en silencio, incrédulo y esperanzado a la vez—. El de cugutia, por el que los señores se apropian de la mitad o la totalidad de los bienes de la adúltera. El de exorquia, por el que se les otorga una parte de los bienes de los payeses casados que fallezcan sin hijos. El de ius maletractandi, por el que los señores pueden maltratar a su antojo a los payeses y apropiarse de sus cosas. —El silencio acompañaba las palabras de Arnau, tanto que el mismo escribano calló al percatarse de que la multitud allí congregada podía escuchar sin problemas el discurso de su señor. Francesca se agarró al brazo de Aledis—. El de arsia, por el que el payés tiene la obligación de indemnizar al señor por el incendio de sus tierras. El derecho de firma de espoliforzada, por el que el señor puede yacer con la novia en su primera noche…

El hijo no pudo verlo, pero entre aquella multitud que empezaba a revolverse alegremente a medida que se daba cuenta de la seriedad de sus palabras, una anciana, su madre, se desasió de Aledis y se llevó las manos al rostro. Aledis lo comprendió todo al instante. Las lágrimas asomaron en sus pupilas y abrazó a su dueña. Mientras, los nobles y caballeros, al pie de la tarima desde la que Arnau liberaba a sus vasallos, discutían sobre cuál sería la mejor manera de plantear aquel problema al rey.

—Declaro proscritos cualesquiera otros servicios a los que hasta ahora hayan estado obligados los rústicos y que no sean el pago del justo y legítimo canon de sus tierras. Os declaro libres para cocer vuestro propio pan, para herrar vuestros animales y para reparar vuestros aparejos en vuestras propias forjas. A las mujeres, a las madres, os declaro libres para negaros a amamantar gratuitamente a los hijos de vuestros señores. —La anciana, perdida en el recuerdo, ya no podía dejar de llorar—. Así como para negaros a servir gratuitamente en las casas de vuestros señores. Os libero de la obligación de hacer regalos a vuestros señores en Navidad y de trabajar sus tierras gratuitamente.

Arnau guardó silencio unos instantes, mientras observaba más allá de los preocupados nobles a la multitud que esperaba oír determinadas palabras. ¡Faltaba uno! La gente lo sabía y esperaba inquieta ante el repentino silencio de Arnau. ¡Faltaba uno!

—¡Os declaro libres! —gritó al fin.

El carlán gritó y levantó el puño hacia Arnau. Los nobles que lo acompañaban gesticularon y gritaron a su vez.

—¡Libres! —sollozó la anciana entre los vítores de la multitud.

—En el día de hoy, en que unos nobles se han negado a prestar homenaje a la pupila del rey, los payeses que trabajan las tierras que componen las baronías de Granollers, Sant Vicenç y Caldes de Montbui serán iguales a los payeses de la Cataluña nueva, iguales a los de las baronías de Entença, de la Conca del Barberá, del campo de Tarragona, del condado de Prades, de la Segarra o la Garriga, del marquesado de Aytona, del territorio de Tortosa o del campo de Urgell…, iguales a los payeses de cualquiera de las diecinueve comarcas de esa Cataluña conquistada con el esfuerzo y la sangre de vuestros padres. ¡Sois libres! ¡Sois payeses pero nunca más, en estas tierras, volveréis a ser siervos de la tierra ni lo serán vuestros hijos o vuestros nietos!

—Tampoco vuestras madres —susurró Francesa para sí—, tampoco vuestras madres —repitió antes de prorrumpir de nuevo en llanto y agarrarse a Aledis, que tenía los sentimientos a flor de piel.

Arnau tuvo que abandonar la tarima para evitar que el pueblo se abalanzara sobre él. Joan ayudó a Elionor, que era incapaz de caminar por sí sola. Tras ellos, Mar trataba de controlar la emoción que parecía a punto de estallar en su pecho.

El llano empezó a vaciarse en cuanto Arnau y su séquito lo abandonaron en dirección al castillo. Los nobles, tras acordar cómo plantearían el asunto al rey, hicieron lo propio a galope tendido, sin respetar a la gente que se agolpaba en los caminos y que tenía que saltar a los campos para no ser arrollados por unos jinetes iracundos. Los payeses iniciaron una lenta marcha de regreso a sus hogares, con una sonrisa en el rostro.

Sólo dos mujeres permanecían quietas en el llano.

—¿Por qué me engañaste? —preguntó Aledis.

En esta ocasión la anciana se volvió hacia ella.

—Porque no lo merecías… y él no debía vivir junto a ti. Tú no estabas llamada a ser su esposa. —Francesca no dudó. Lo dijo fríamente, tan fríamente como se lo permitió su voz ronca.

—¿De verdad piensas que no lo merecía? —preguntó Aledis.

Francesca se enjugó las lágrimas y recuperó de nuevo la energía y la firmeza que le habían permitido llevar su negocio durante años.

—¿Acaso no has visto en lo que se ha convertido? ¿Acaso no has oído lo que ha hecho? ¿Crees que su vida hubiera sido la misma junto a ti?

—Lo de mi marido y el duelo…

—Mentira.

—Lo de que me buscaban…

—También.

Aledis frunció el entrecejo y observó a Francesca.

—También tú me mentiste, ¿recuerdas? —le echó en cara la anciana.

—Yo tenía mis motivos.

—Y yo los míos.

—Captarme para tu negocio… Ahora lo entiendo.

—No fue ése el único, pero reconozco que sí. ¿Tienes alguna queja? ¿A cuántas muchachas ingenuas has engañado tú desde entonces?

—Eso no hubiera sido necesario si tú…

—Te recuerdo que la elección fue tuya —Aledis dudó—. Otras no pudimos elegir.

—Fue muy duro, Francesca. Llegar hasta Figueras, arrastrarme, someterme y ¿para qué?

—Vives bien, mejor que muchos de los nobles que hoy estaban aquí. No te falta de nada.

—Mi honra.

Francesca se irguió cuanto su ajado cuerpo le permitió. Entonces se enfrentó a Aledis.

—Mira, Aledis, yo no entiendo de honras ni honores. Tú me vendiste la tuya. A mí me la robaron cuando era una muchacha. Nadie me permitió elegir. Hoy he llorado lo que no me había permitido llorar en toda mi vida, y ya es suficiente. Somos lo que somos y de nada nos serviría, ni a ti ni a mí, recordar cómo hemos llegado a serlo. Deja que los demás se peleen por la honra. Hoy los has visto. ¿Quién de los que estaban junto a nosotras puede hablar de honor u honra?

—Quizá ahora, sin malos usos…

—No te engañes, seguirán siendo unos desgraciados sin un lugar donde caerse muertos. Hemos luchado mucho para llegar donde estamos; no pienses en la honra: no está hecha para el pueblo.

Aledis miró a su alrededor y observó al pueblo. Los habían liberado de los malos usos, sí, pero seguían siendo los mismos hombres y las mismas mujeres sin esperanzas, los mismos niños famélicos, descalzos y medio desnudos. Asintió con la cabeza y abrazó a Francesca.

41

—¡No pensarás dejarme aquí!

Elionor bajó la escalera hecha una furia. Arnau estaba en el salón, sentado a la mesa, firmando los documentos con los que derogaba los malos usos de sus tierras. «En cuanto los firme, me iré», le había dicho a Joan. El fraile y Mar, a espaldas de Arnau, observaban la escena.

Arnau terminó de firmar y después se enfrentó a Elionor. Debía de ser la primera vez que hablaban desde que contrajeron matrimonio. Arnau no se levantó.

—¿Qué interés tienes en que me quede aquí?

—¿Cómo quieres que me quede en un lugar donde me han humillado como lo han hecho?

—Lo diré de otra forma entonces: ¿qué interés puedes tener en seguirme?

—¡Eres mi esposo! —Le salió una voz chillona. Le había dado mil vueltas: no podía quedarse, pero tampoco podía volver a la corte del rey. Arnau hizo una mueca de desagrado—. Si te vas, si me dejas —añadió Elionor—, acudiré al rey.

Las palabras resonaron en los oídos de Arnau. «¡Acudiremos al rey!», lo habían amenazado los nobles. Creía poder solucionar el ataque de los nobles, pero… Miró los documentos que acababa de firmar. Si Elionor, su propia esposa, la pupila real, se sumaba a las quejas de los nobles…

—Firma —la instó acercándole los documentos.

—¿Por qué debería hacerlo? Si derogas los malos usos, nos quedaremos sin rentas.

—Firma y vivirás en un palacio en la calle de Monteada de Barcelona. No necesitarás esas rentas. Tendrás el dinero que quieras.

Elionor se acercó a la mesa, cogió la pluma y se inclinó sobre los documentos.

—¿Qué garantías tengo de que cumplirás tu palabra? —preguntó de repente, volviéndose hacia Arnau.

—La de que cuanto más grande sea la casa, menos te veré. Ésa es la garantía. La de que cuanto mejor vivas, menos me molestarás. ¿Te sirven esas garantías? No tengo intención de darte otras.

Elionor miró a los que estaban detrás de Arnau. ¿Sonreía la muchacha?

—¿Vivirán ellos con nosotros? —preguntó señalándolos con la pluma.

—Sí.

—¿Ella también?

Mar y Elionor cruzaron una mirada gélida.

—¿Acaso no he hablado con suficiente claridad, Elionor? ¿Firmas?

Firmó.

Arnau no esperó a que Elionor hiciera sus preparativos y aquel mismo día, al atardecer, para evitar el calor de agosto, partió hacia Barcelona, en un carro alquilado, igual que había llegado hasta allí.

Other books

Zizek's Jokes by Slavoj Zizek, Audun Mortensen
Fire at Midnight by Lisa Marie Wilkinson
Underdog by Marilyn Sachs
Speechless (Pier 70 #3) by Nicole Edwards
On Pointe by Lorie Ann Grover