La caza del meteoro (13 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Ciencia ficción

Zephyrin Xirdal contempló durante algunos momentos aquella ampolla y después, su mirada, siguiendo una dirección paralela al eje del reflector metálico, se perdió en el espacio.

A primera vista no parecía que la acción de la máquina se revelase por ningún signo material; pero observando atentamente, habría podido notarse un fenómeno bastante singular. Las tenues partículas de polvillo en suspensión en la atmósfera se habían puesto en contacto con los bordes del reflector metálico, y giraban con violencia, formando un cono truncado, cuya base se apoyaba sobre la circunferencia del reflector, y a los dos o tres metros de la máquina este cono se convertía en un cilindro de algunos centímetros de diámetro, y ese cilindro de polvo persistía en el exterior, al aire libre, a pesar de una brisa bastante viva, hasta el momento en que desaparecía en las lejanías.

—Tengo el honor, señores, de anunciaros que todo marcha perfectamente —formuló Zephyrin Xirdal, sentándose sobre su única silla y encendiendo una gran pipa.

Media hora más tarde detenía el funcionamiento de la máquina, que volvió a poner en marcha muchas veces en aquel día y en los siguientes, teniendo cuidado de dirigir el reflector en cada una de las experiencias hacia un punto diferente del espacio. Durante diecinueve días procedió de esta suerte con absoluta precisión.

Acababa el día vigésimo de poner su máquina en acción y de encender su fiel pipa, cuando el demonio de las invenciones se apoderó una vez más de su cerebro. Una de las consecuencias de esa teoría de la destrucción perpetua de la materia, que sucintamente había expuesto a Monsieur Robert Lecoeur, se impuso a su espíritu De repente, como le acontecía de ordinario, acababa de concebir el principio de una pila eléctrica capaz de regenerarse a sí misma por virtud de reacciones sucesivas, la última de las cuales reduciría los cuerpos descompuestos a su estado primitivo. Semejante pila funcionaría evidentemente hasta la desaparición total de las sustancias empleadas, y hasta su transformación íntegra en energía. Era prácticamente el movimiento continuo.

—¡Canario...! ¡Pero...! ¡Canario! —balbució Zephyrin Xirdal, presa de gran emoción.

Reflexionó, como él sabía reflexionar, es decir, proyectando sobre un solo punto toda la fuerza vital de su organismo.

—Basta de objeciones —dijo al fin, traduciendo en voz alta el resultado de su esfuerzo interior—. Preciso es ensayar al instante.

Zephyrin Xirdal cogió su sombrero, bajó sus seis pisos y se precipitó en casa de un carpintero, a quien explicó de un modo claro y terminante lo que deseaba.

Dada la explicación con orden de que lo ejecutaran sobre la marcha, fuese a casa de un fabricante de productos químicos, donde era muy conocido; eligió allí veintisiete botecillos, que el empleado envolvió en un paperfuerte, atando el todo con una cuerda resistente.

Terminado el embalaje, disponíase Zephyrin Xirdal a penetrar en su casa, con el paquete en la mano, cuando a la puerta misma de la tienda hallóse frente a frente con uno de sus raros amigos, bacteriólogo de positivo mérito. Xirdal, abstraído en sus sueños, no vio al bacteriólogo, pero éste vio a Xirdal.

—¡Hola, Xirdal! —exclamó, entreabiertos los labios, con una alegre sonrisa—. ¡Vaya un encuentro!

A esta voz bien conocida, el interpelado consintió en abrir los ojos sobre el mundo exterior.

—¡Hola! —repitió como un eco—. ¡Marcel Leroux!

—El mismo, amigo Xirdal.

—¿Y qué tal...? Contentísimo de verle, ya lo sabe.

—Pues estoy como un hombre que se halla a punto de tomar el tren. Tal y como usted me ve, con este saquito en bandolera, en el cual llevo tres pañuelos y varios otros artículos por el estilo, corro a la playa a darme un hartazgo de aires puros por ocho días. —¡Muy bien hecho! —exclamó Zephyrin Xirdal.

—De usted depende hacer lo mismo. —Tiene usted razón.

—A menos que no se halle en este momento retenido en París.

—En manera alguna.

—¿No tiene usted nada que hacer? ¿No hay ninguna experiencia pendiente...?

Xirdal buscó con la mejor buena fe en sus recuerdos.

—Nada absolutamente —contestó.

—En ese caso, véngase usted; no le vendrá mal ocho días de vacaciones; ¡qué bien lo pasaríamos!

—Sin contar —interrumpió Xirdal— que podría aprovecharme de ello para dilucidar un punto que me preocupa, a propósito de las mareas. Hállase esto ligado con problemas generales que tengo en estudio. En ello precisamente estaba yo pensando en el momento de encontrarnos —afirmó con la mayor sinceridad. —¿Viene usted entonces? —Sí.

—En marcha, pues... Pero ahora pienso que tendríamos que pasarnos antes por su casa..., y no sé si la hora del tren...

—Es inútil; yo tengo aquí todo lo que me hace falta.

Y el distraído mostraba con la mirada el paquete de los veintisiete botecillos.

—¡Perfectamente! —dijo alegremente Marcel Leroux.

Ambos amigos se pusieron en marcha a grandes pasos, en dirección de la estación del ferrocarril.

—Usted comprende, mi querido Leroux; yo supongo que la tensión superficial...

Unas personas que se cruzaron con ellos obligaron a ambos amigos a separarse uno de otro, y el resto de la frase de Xirdal se perdió en el barullo de los carruajes.

Importábale esto muy poco a Zephiryn Xirdal, que prosiguió imperturbable su explicación, dirigiéndose sucesivamente a una serie de transeúntes, quienes le miraban con gran sorpresa. No se daba de ello cuenta el orador, y persistía en discurrir con elocuencia, sin dejar de hender las olas humanas del océano parisiense.

Y durante este tiempo, mientras que Xirdal, abstraído en su nueva chifladura, se alejaba a grandes pasos hacia el tren, que le llevaría lejos de la ciudad, en la calle Cassette, en una habitación de sexto piso, una caja negruzca, de aspecto inofensivo, continuaba moviéndose discretamente; un reflector metálico continuaba proyectando su luz azulada, y el cilindro de polvillo continuaba arrollándose, tan rígido y tan frágil, en el espacio desconocido.

Abandonada a sí misma la máquina, que Zephiryn Xirdal había olvidado detener, ignorando a la sazón hasta su existencia, proseguía ciegamente su oscuro y misterioso trabajo.

Capítulo XI

En el que Mr. Dean Forsyth y el Doctor Hudelson experimentan una violenta emoción

Ya estaba perfectamente conocido el bólido. Con el pensamiento cuando menos, se le había dado la vuelta. Habíase determinado su órbita, su velocidad, su volumen, su masa, su naturaleza, su valor. Ya ni siquiera causaba inquietud, puesto que, siguiendo su trayectoria con un movimiento uniforme, no se hallaba destinado a tocar nunca sobre la tierra. Nada más natural por consiguiente, que la atención pública dejase de fijarse en aquel meteoro inaccesible, que había perdido todo su misterio.

Sin duda que, en los observatorios, algunos astrónomos lanzaban todavía, de tiempo en tiempo, una mirada rápida sobre la esfera de oro que gravitaba por encima de sus cabezas, pero se apartaban de él en seguida, para fijarse en otros problemas del espacio.

La Tierra poseía un segundo satélite; he ahí todo. Pero que ese satélite fuese de hierro o de oro, ¿qué podía eso importar a los sabios, para quienes el mundo apenas es otra cosa que una abstracción matemática?

El tiempo, que se mantenía espléndido, favorecía de un modo deplorable su manía, permitiéndoles percibir el astro errante una docena de veces cada veinticuatro horas. Que debiese o no caer sobre la Tierra, las insólitas particularidades del meteoro, que le hacían único y para siempre célebre, aumentaban más todavía su enfermizo deseo de ser declarados cada uno de ellos el único descubridor.

En semejantes condiciones, locura era intentar una reconciliación de ambos rivales, entre los cuales, por el contrario, se alzaba cada día una nueva barrera de odio. Ni Mrs. Hudelson ni Francis Gordon se hacían ilusiones sobre el particular.

Estaba, no obstante, escrito que aquella situación, ya grave, se complicaría más aún.

La tarde del 11 de mayo, Mr. Dean Forsyth, que, como de costumbre, miraba por el telescopio, se apartó bruscamente del instrumento, lanzando una exclamación ahogada, y tomó unas cuantas notas sobre un papel, volviendo luego al aparato y a tomar nuevas notas, continuando en este manejo hasta la desaparición del bólido del horizonte.

En tal momento, tan pálido estaba Mr. Dean Forsyth y con tantos esfuerzos respiraba, que «Omicron», creyendo a su amo enfermo, se precipitó en su socorro. Pero éste le apartó con un gesto y, con el paso incierto de un borracho, refugióse en su gabinete de trabajo, en donde se encerró bajo doble vuelta de llave.

Desde entonces no se había vuelto a ver a Mr. Dean Forsyth; durante más de treinta horas había permanecido sin comer ni beber. Una sola vez había logrado Francis forzar la puerta, permaneciendo en su umbral al observar el deplorable estado en que se encontraba su tío.

—¿Qué me quieres? —había dicho Mr. Dean Forsyth.

—Pero, tío —había dicho Francis— hace ya veinticuatro horas que está usted encerrado... ¡Permítanos, cuando menos, que le traigamos de comer!

—No necesito nada —había respondido Mr. Dean Forsyth—, si no es silencio y tranquilidad, y te suplico, como un verdadero favor, que no turbes mi soledad.

Ante semejante respuesta, formulada con invencible firmeza, y al propio tiempo con una suavidad a la que no estaba acostumbrado Francis, no había tenido este último valor para resistir. Habría sido, por lo demás, bastante difícil lo contrario, ya que con aquellas últimas palabras el astrónomo había vuelto a encerrarse y Francis se había retirado sin saber nada.

En la mañana del 13 de mayo, antevíspera del matrimonio, exponía Francis por la vigésima vez esta nueva causa de cuidados a Mrs. Hudelson, que le escuchaba suspirando.

—No puedo comprender nada de lo que pasa —dijo al fin—. Es de creer que Mr. Forsyth y mi marido se han vuelto locos.

—¡Cómo! —exclamó Francis—. ¿Su marido...? ¿Habíale ocurrido también algo al doctor?

—Sí —dijo Mrs. Hudelson—. Aun cuando se hubieran puesto de acuerdo, no obrarían de otro modo. Para mi marido la crisis ha comenzado más tarde; he ahí todo; sólo desde ayer mañana está encerrado en su despacho. Desde ese momento nadie le ha visto, y puede usted imaginarse nuestras inquietudes.

—Es para volverse loco —exclamó Francis.

—Lo que me dice de Mr. Forsyth —repuso Mrs. Hudelson—, me hace creer que ambos habrán hecho a la vez alguna observación a propósito de su maldito bólido.

—¡Ah, si en mi mano estuviera! —intervino Loo. —¿Qué haría mi querida hermanita? —preguntó Francis Gordon.

—¿Que qué haría...? Pues muy sencillo: enviaría a esa estúpida bola de oro a pasearse tan lejos que ni los mejores anteojos pudieran descubrirla.

Tal vez, en efecto, la desaparición del bólido habría vuelto la calma a Mr. Forsyth y al doctor Hudelson. ¿Quién sabe si, ausente el bólido para no volver, no se curarían de repente sus absurdos celos?

Pero no parecía que debiera producirse esta eventualidad. El bólido estaría allí el día del matrimonio, lo estaría después y lo estará siempre, hasta la consumación de los siglos, puesto que gravitaba con una regularidad constante sobre su imperturbable órbita.

—En fin —dijo Francis—, ya veremos. Antes de cuarenta y ocho horas habrá que tomar un partido definitivo, y entonces sabremos a qué atenernos.

Al volver a la casa de Elisabeth Street pudo creer, por lo demás, que el nuevo incidente no tendría nuevas consecuencias funestas. Mr. Dean Forsyth había, en efecto, salido de su aislamiento y devorado silenciosamente una copiosa comida y a la sazón dormía a pierna suelta, mientras que «Omicron» desempeñaba en la ciudad una comisión de su amo.

—¿Viste tú a mi tío antes de acostarse? —preguntó Francis a Mitz.

—Como te estoy viendo a ti —respondió ésta—, toda vez que fui yo quien le sirvió la comida.

—¿Tenía hambre?

—Un hambre canina. Nada absolutamente dejó del almuerzo.

—¿Y cómo estaba?

—No del todo mal, salvo que estaba pálido como un espectro y con los ojos enrojecidos. Yo le aconsejé que se los lavase con agua borricada. Pero creo que ni me oyó siquiera.

—¿No dijo nada para mí?

—Ni para ti ni para nadie. Comió sin despegar los labios y marchó a acostarse después de enviar al ami Krone al
Whaston Standard
.

—¡Al
Whaston Standard
! —exclamó Francis—. Apostaría que es para comunicarle el resultado de su trabajo. ¡Otra vez van a comenzar las polémicas de prensa...! ¡No nos faltaba más que eso!

Con desolación leyó Francis al día siguiente la comunicación al periódico, comprendiendo que un nuevo alimento se daba con ella a la funesta rivalidad tan perjudicial para los intereses de su corazón. Y esa desolación aumentó, cuando vio que ambos rivales habían coincidido una vez más en sus juicios, pues mientras el Standard publicaba la nota de Mr. Dean Forsyth, el Whaston Morning publicaba una nota semejante del doctor Hudelson. Seguía, pues, aquella lucha encarnizada, en la que ninguno de los combatientes había conseguido la menor ventaja.

Al mismo tiempo que Francis, todo Whaston, y al mismo tiempo que Whaston, todo el mundo, conocieron la sorprendente nueva dada al público por los astrónomos de Elisabeth Street y de Moriss Street, que fue asunto de los más apasionados comentarios en ambos hemisferios.

Mr. Dean Forsyth y el doctor Sydney Hudelson comenzaban por exponer que sus continuas observaciones les habían permitido notar una incontestable perturbación en la marcha del bólido. Su órbita, hasta entonces exactamente Norte-Sur, había ahora derivado ligeramente hacia Nordeste-Sudoeste. Por otra parte una modificación mucho más importante había sido comprobada en lo relativo a su distancia de la Tierra, distancia que, ligera, pero incontestablemente, se había reducido, sin que se aumentase la velocidad de traslación. De esas observaciones, y de los cálculos que habían sido su consecuencia, inferían ambos astrónomos que el meteoro, en lugar de seguir una órbita eterna, caería forzosamente sobre la Tierra, en un punto y una fecha, que al presente era ya posible precisar.

Si hasta aquí se hallaban de acuerdo Mr. Forsyth y el doctor Hudelson, dejaban de estarlo en lo demás. Mientras que las sabias ecuaciones del uno le llevaban a predecir que el bólido caería el 28 de junio en la extremidad Sur del Japón, las ecuaciones igualmente sabias del otro le obligaban a afirmar que esta caída se produciría el 7 de julio en un punto de la Patagonia.

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