La caza del meteoro (14 page)

Read La caza del meteoro Online

Authors: Julio Verne

Tags: #Ciencia ficción

¡He ahí la manera que tienen de entenderse los astrónomos! ¡Qué el público eligiera lo que tuviese por conveniente!

Por el momento el público no pensaba en elegir. Un solo hecho le interesaba, y era que el asteroide caería y con él millones que paseaban en el espacio; esto era lo esencial.

Las consecuencias de semejante acontecimiento eran el tema de todas las conversaciones.

En lo que concierne a Francis, experimentó una verdadera desesperación. ¿Qué le importaban aquellos millones? El único bien que deseaba era a su amada Jenny.

Corrió a la casa de Moriss Street. También allí se conocía la funesta nueva y se comprendían sus lamentables consecuencias. La riña violenta y sin remedio era inevitable entre los dos insensatos que se atribuían derechos sobre un astro del cielo, ahora que al amor propio profesional se unía el interés material.

¡Cuántos suspiros exhaló Francis al estrechar las manos de Mrs. Hudelson y de sus amables hijas! ¡Qué estallidos de cólera se permitió la inquieta Loo! ¡Cuántas lágrimas vertió la encantadora Jenny, lágrimas que ni su madre, ni su hermana, ni su novio, pudieron secar, ni aun habiéndole este último jurado eterna fidelidad y esperar hasta que se gastase el último céntimo de aquellos millones por el propietario definitivo del fabuloso meteoro; juramento imprudente que, según todas las apariencias, le condenaba a un celibato eterno!

Capítulo XII

En el cual se ve a Mrs. Arcadia Stanfort esperar, a su vez, no sin una gran impaciencia; y en el que Mr. John Proth se declara incompetente

El juez John Proth, aquella mañana, estaba asomado a su ventana, mientras que su sirvienta Kate iba y venía por la habitación. Que el bólido pasase o no por encima de Whaston era cosa que le tenía completamente sin cuidado; sin género alguno de preocupaciones, recorría él con la mirada la plaza de la Constitución, sobre la que se abría la puerta de su pacífica morada.

Pero lo que Mr. Proth juzgaba sin interés, no dejaba de tener alguna importancia para Kate.

—Así, pues, señor, ¿sería de oro? —preguntó ella, deteniéndose ante su amo.

—Así parece —contesto el juez.

—No tiene trazas la cosa de producirle gran efecto.

—Exacto.

—Y, sin embargo, si es de oro debe valer muchos millones.

—Millones y millares de millones, Kate... Sí; son unos cuantos millares de millones los que se pasean por encima de nuestra cabeza.

—¡Y que van a caer, señor'

—Así lo dicen, Kate.

—No obstante...

—¿Se imagina usted siquiera, Kate, lo que es un millar de millones?

—Es... Es...

—Mil veces un millón.

—¡Tanto...!

—Sí, Kate, y aunque viviese cien años no tendría tiempo de contarlo, aun cuando emplease en ello diez horas diarias...

—¿Es posible, señor?

—Es cierto.

La sirvienta permaneció como espantada ante el pensamiento de que un siglo no bastaría para contar aquella cantidad. En seguida cogió de nuevo su escoba y su plumero y reanudó su tarea. Pero en cada instante se detenía como sumida en su reflexiones.

—¿Y cuánto tocaría de eso a cada uno?

—¿De qué Kate?

—Del bólido, señor, si se le distribuyese por igual entre todo el mundo.

—Hay que calcularlo, Kate.

El juez cogió un papel y un lápiz.

—Admitiendo —dijo— que la Tierra tenga mil quinientos millones de habitantes, tocaría..., tocaría tres mil ochocientos cincuenta y nueve francos y veinte céntimos por cabeza.

—¿Nada más? —preguntó Kate desilusionada.

—Nada más —afirmó John Proth, mientras Kate miraba el cielo con ojos soñadores.

Cuando descendió de nuevo a la Tierra, percibió a la entrada de Exeter Street un grupo de dos personas, sobre el que llamó la atención de su amo.

—Mire, señor, las dos señoras que esperan allí.

—Ya las veo, Kate.

—Observe a una de ellas, la mayor... Aquella que da señales de impaciencia.

—Se impacienta, en efecto... Pero yo no sé quién es esa señora.

—¡Cómo, señor! ¡Es aquella que vino a casarse ante usted hace dos meses, sin bajarse del caballo!

—¿Miss Arcadia Walker? —preguntó John Proth.

—Mrs. Stanfort, ahora.

—Ella es, en efecto.

—¿Qué viene a hacer aquí esa señora?

—Lo ignoro en absoluto —respondió Mr. Proth—, y añado que no daría un céntimo por saberlo.

—¿Tendrá nuevamente necesidad de nuestros servicios?

—No es probable, no hallándose como no se halla permitida la bigamia en el territorio de la Unión —dijo el juez, cerrando la ventana—. Por lo demás, y sea de ello lo que quiera, no debo olvidar que es la hora de irme al Palacio de Justicia, donde se ventila hoy un asunto importante, relativo, precisamente, al bólido que tanto alboroto arma. De modo que si esa señora viniera a presentarse en mi casa, dígale usted esto.

Sin dejar de hablar, Mr. John Proth había hecho sus preparativos para la marcha. Con un paso tranquilo bajó la escalera, salió por la puertecilla que daba a Potomac Street y desapareció en el Palacio de Justicia, que se alzaba precisamente enfrente de su casa, al otro lado de la calle.

No se había equivocado la sirvienta; era ella, en efecto, Mrs. Arcadia Stanfort, quien se encontraba aquella mañana en Whaston con Bertha, su doncella. Ambas iban y venían con un paso impaciente, siguiendo con las miradas la pendiente de Exeter Street. Diez golpes sonaron en el reloj municipal. —¡Y decir que no está todavía aquí! —exclamó Mrs. Arcadia.

—Tal vez se haya olvidado del día de la cita —sugirió Bertha.

—¡Olvidado! —dijo la señora con indignado acento. —A menos —repuso Bertha— que no haya reflexionado.

—¡Reflexionado! —repitió por segunda vez su ama, aún más indignada.

La camarera dio algunos pasos por Exeter Street.

—¿No le ves? —preguntó Mrs. Arcadia al cabo de algunos minutos.

—No, señora.

—¡Esto es demasiado fuerte!

Volvióse entonces a mirar del lado de la plaza.

—¡No...! ¡Nadie aún...! ¡Nadie! —repetía—. ¡Hacerme esperar... después de lo convenido entre nosotros...! Y, sin embargo, no me equivoco, es hoy dieciocho de mayo...

—Sí, señora.

—¡Y van a ser las diez y media!

—Dentro de diez minutos.

—Pues bien: que no se figure que va a agotar mi . paciencia... Me estaré aquí todo el día y más aún si es necesario.

Las gentes de la plaza de la Constitución hubieran podido notar las idas y venidas de esta joven señora, como habían notado dos meses antes las impaciencias del caballero que la aguardaba entonces para conducirla ante el magistrado. Pero ahora, todos, hombres, mujeres y niños, pensaban en una cosa muy distinta... Una cosa en la que en toda Whaston era seguramente Mrs. Arcadia la única que no pensaba. Nadie se preocupaba más que del maravilloso meteoro, de su paso por el cielo, de su caída anunciada para días fijos, aun cuando diferentes, por los dos astrónomos de la ciudad. Los grupos reunidos en la plaza de la Constitución, los criados de servicio o a la puerta de los hoteles apenas se inquietaban ante la presencia de Mrs. Stanfort.

Esta tenía indudablemente cuidados distintos de lo del bólido.

—¿No le ves, Bertha? —repetía.

—No, señora.

En ese momento, algunos gritos se alzaron en la extremidad de la plaza; los transeúntes se precipitaron en aquella dirección. Al propio tiempo las ventanas de los hoteles se llenaban de curiosos.

—¡Ahí está...! ¡Ahí está...!

Tales eran las palabras que corrían de boca en boca. Y de tal modo respondían esas palabras a los deseos de Mrs. Arcadia Stanfort, que ésta dijo: «¡Por fin!», como si se hubiesen dirigido a ella.

—No es por usted, señora, por quien se grita —hubo de decirle su doncella.

Todas las cabezas se alzaban hacia el cielo. ¿Era el famoso bólido, que hacía su aparición por encima de la ciudad?

No; a aquella hora cruzaba el espacio en el otro hemisferio; y aunque así no hubiese sido, no habría podido descubrirse a simple vista en pleno día.

¿A quién, pues, se dirigían las aclamaciones de la muchedumbre?

—¡Señora, es un globo! —exclamó Bertha—. ¡Mírele usted...! Asoma por detrás de la torre de San Andrés.

Descendiendo lentamente de las capas superiores de la atmósfera, un aeróstato aparecía, en efecto, saludado por los acogedores aplausos de la muchedumbre. ¿Por qué esos aplausos? ¿Ofrecía aquella ascensión algún interés particular? ¿Había razones para que el público le hiciese aquel recibimiento?

Sí, en verdad.

La tarde del día anterior habíase elevado el globo de una ciudad próxima, llevando a bordo al célebre aeronauta Walker Vragg, acompañado de un ayudante; y aquella ascensión no tenía otro fin que el de intentar una observación del bólido en condiciones más favorables. Tal era la causa de la emoción de la multitud, ávida de conocer los resultados de esa original tentativa.

Un viento ligero empujaba al aeróstato por encima de Whaston y la población se proponía hacer a sus tripulantes una recepción triunfal.

Continuando el globo su tranquilo descenso, tomó tierra en medio precisamente de la plaza de la Constitución. Cien brazos se cogieron inmediatamente a la navecilla, mientras Walker Vragg y su ayudante echaban pie al suelo.

El ayudante avanzó con un paso rápido hacia la impaciente Mrs. Arcadia Stanfort.

Cuando estuvo cerca de ella:

—Heme aquí, señora —dijo inclinándose.

—A las diez y treinta y cinco —dijo con un tono seco Mrs. Arcadia Stanfort, señalando con el dedo el reloj municipal.

—Y nuestra cita era para las diez y media, ya lo sé —dijo el recién llegado con deferente cortesía—; pero le ruego que me excuse, ya que los aeróstatos no obedecen siempre a nuestra voluntad con la puntualidad que sería de desear.

—¿No me he equivocado, pues...? ¿Era usted realmente quien venía en ese globo con Walker Vragg?

—Yo era, en efecto.

—¿Me explicará usted...?

—Nada más sencillo. Parecióme original, he ahí todo, el llegar de esta manera a nuestra cita. Así, pues, compré, a fuerza de dólares, un sitio en la navecilla, con la promesa de Walker Vragg de dejarme aquí a las diez y media en punto. Creo que bien puede disculpársele el haberse equivocado solamente en cinco minutos.

—Sí —contestó Mrs. Arcadia Stanfort—, puede disculpársele, ya que está usted aquí. ¿No habrán cambiado sus intenciones, creo yo?

—En manera alguna.

—¿Su opinión es que obraremos con gran prudencia renunciando a la vida en común?

—Esa es mi opinión.

—La mía es que no estamos hechos el uno para el otro.

—Soy de la misma opinión.

—Ciertamente, Mr. Stanfort, que yo me hallo muy lejos de desconocer sus excelentes cualidades...

—Las de usted las aprecio yo en su justo valor.

—Puede uno estimarse y no agradarse; la estimación no es el amor. La estimación no sería bastante para hacernos soportar una tan gran incompatibilidad de caracteres.

—Habla usted como un libro.

—Evidente es que si nosotros nos hubiésemos amado...

—Sería todo muy diferente.

—Pero no nos amamos.

—Perfectamente; exacto.

—Nos casamos sin conocernos y hemos tenido algunas desilusiones recíprocas... ¡Ah, si nosotros nos hubiésemos prestado algún señalado servicio capaz de herir nuestra imaginación, tal vez las cosas no serían lo que actualmente son!

—Desgraciadamente, no ha sucedido así. Usted no ha tenido que sacrificar su fortuna para evitar la ruina.

—Lo habría hecho, Mr. Stanfort. Por su parte, no le ha sido dado el salvarme la vida con riesgo de la suya propia.

—En lo que no habría vacilado un punto, Mrs. Arcadia.

—Estoy convencida de ello, pero no se ha presentado la ocasión.

—Extraños éramos el uno para el otro y extraños hemos continuado siendo.

—Deplorablemente exacto.

—Habíamos creído tener los mismos gustos, en lo que concierne a los viajes, por lo menos...

—Y jamás hemos podido ponernos de acuerdo acerca de la dirección que deberíamos tomar.

—En efecto; cuando yo deseaba que nos dirigiésemos hacia el Sur, el deseo de usted era que nos dirigiésemos hacia el Norte.

—Y cuando mi intención era la de,ir hacia el Oeste, la de usted era la de ir hacia el Este.

—La cuestión del bólido ha hecho desbordar la copa.

—Así es.

—Porque usted continuará decidido, supongo yo, a colocarse al lado de Mr. Dean Forsyth.

—Absolutamente decidido.

—¿Y a marchar al Japón para asistir a la caída del meteoro?

—En efecto.

—Ahora bien; como yo, por mi parte, estoy resuelta a seguir la opinión del doctor Sydney Hudelson...

—Y marchar a la Patagonia...

—No hay reconciliación posible.

—No la hay.

—Sólo, pues, nos queda una cosa que hacer.

—Una sola.

—La de dirigirnos a casa del juez.

—Estoy dispuesto.

Los dos en fila, y a distancia de unos tres pasos, se dirigieron a la casa de Mr. Proth, seguidos a respetuosa distancia por Bertha, la doncella.

La vieja Kate estaba a la puerta.

—¿Mr. Proth? —preguntaron a la vez los Stanfort.

—Está ausente —respondió Kate.

—¿Por mucho tiempo? —preguntó Mrs. Stanfort.

—Hasta la hora de comer.

—¿Y come...?

—A la una.

—Volveremos a la una —dijeron Mr. y Mrs. Stanfort al unísono, alejándose. Llegados al centro de la plaza, hicieron alto un instante en ella.

—Tenemos que perder dos horas —dijo la señora Arcadia Stanfort.

—Dos horas y cuarto —dijo, precisando algo más, Mr. Seth Stanfort.

—¿Le agradaría a usted que pasásemos juntos esas dos horas?

—Si usted consiente en ello...

—¿Qué diría usted de un paseo por las orillas del Potomac?

—Iba a proponérselo.

Marido y mujer comenzaron a alejarse en la dirección de Exeter Street, mas se detuvieron a los tres pasos.

—¿Me permitirá usted una observación? —dijo Mr. Stanfort.

—La permito —respondió Mrs. Arcadia.

—Haré entonces constar que estamos de acuerdo; es la primera vez, Mrs. Arcadia.

—Y la última —respondió ésta reanudando la marcha.

Para llegar al principio de Exeter Street, tuvieron que pasar a través de la muchedumbre, que seguía rodeando el globo aerostático; y si no era más densa esa muchedumbre, si todos los habitantes de Whaston no se hallaban reunidos en la plaza de la Constitución, era porque una atracción más sensacional absorbía entonces a gran parte del público, que desde las primeras horas de la mañana se había situado en el Palacio de Justicia, donde había de discutirse la causa más gigantesca en el pasado y en el porvenir.

Other books

Amber Fire by Lisa Renee Jones
The Last Lovely City by Alice Adams
Callahan's Secret by Spider Robinson
The Habit of Art: A Play by Alan Bennett
Bad Boy's Last Race by Dallas Cole
Grace Grows by Sumners, Shelle
Never Too Far by Christopher, Thomas
The Well-Wishers by Edward Eager