Read La chica sobre la nevera Online
Authors: Etgar Keret
Mi novia dice que alguien en Estados Unidos ha inventado un medicamento que hace que no te sientas solo. Lo oyó ayer, en la cuña informativa
Sesenta segundos
de la emisora del ejército, y ya le está enviando una carta urgente a su hermana para que le compre un cargamento y se lo mande por correo. En
Sesenta segundos
dijeron que en la Costa Este lo venden en todos los comercios y que en Nueva York ya ha causado furor. Viene en dos presentaciones: en gotas o en aerosol. Mi novia lo ha pedido en gotas, porque puede que no se quiera sentir sola, pero lo que definitivamente no quiere es dañar el ozono.
Las gotas te las echas en el oído y al cabo de veinte minutos dejas de sentirte solo. Actúan químicamente sobre no sé qué zona del cerebro, habían explicado por la radio, pero mi novia no lo había entendido bien. Porque no es que sea precisamente Madame Curie, mi novia, y yo hasta diría que es un poco boba. Se pasa el día sentada pensando en que le voy a ser infiel, que la voy a dejar, y cosas así. Pero yo la quiero, la quiero con locura. Cuando vuelve de Correos me dice que, ahora, ya puede dejar de vivir conmigo. Porque las gotas, tachán tachán, van a llegar pronto y ya no le va a dar miedo estar sola.
–¿Dejarme? –le digo–. ¿Por unas gotas? ¿Cómo es posible?
Pero si la quiero, la amo con locura.
–Vete, si quieres –le digo–, pero que sepas que ni esas asquerosas gotas para los oídos ni ningunas otras te van a querer como yo te he querido.
Lo que sí es verdad es que las gotas de los oídos no le van a ser infieles. Eso es lo que ella dice y, después, se va. Como si yo sí le fuera a ser infiel.
Ahora ha alquilado una buhardilla en Florentin y todos los días espera al cartero. Yo, por mi parte, no tengo ninguna relación con el correo, no me emociona, y es que no tengo amigos en el extranjero que me manden cosas. Si los tuviera, hace ya tiempo que habría ido a visitarlos. Habría salido a tomar unas copas con ellos y les habría contado mis penas. Los abrazaría mucho y no me avergonzaría de llorar delante de ellos, y todas esas cosas. Podríamos estar juntos años, pasarnos así la vida entera. De la manera más natural, como siempre se ha hecho, muchísimo mejor que con unas gotas.
A las tres volvían de trabajar en la tienda de las provisiones, arrastrando los pies hasta la habitación de Zaafrani que se encontraba justo al lado de la vivienda de las Cucarachas. Caminaban despacio con su paso cansino, frotando las suelas contra el suelo. Una ventisca del sur arremetía contra ellos echándoles arena contra el rostro, pero ellos ni pestañeaban. Ya tenían los ojos entornados desde antes, desde por la mañana. El café de la mañana les abría los párpados hasta la mitad y ahí se les atascaban, como las oxidadas persianas metálicas de un taller de reparaciones. Veinte minutos les llevaba cruzar esos ochocientos metros y, a veces, incluso más. Puede que por la ventisca o puede que por las pesadas botas de trabajo que les calzaban, unas botas que parecían pesar toneladas.
En la habitación de Shimon se dejaban caer sobre unos colchones mugrientos que Ifter había robado de uno de los almacenes viejos, se mojaban con unas cuantas cervezas el polvo que se les había quedado en la garganta hasta que se convertía en barro, y escuchaban música, mucha música, sobre todo a The Doors.
La ventisca llamaba a las ventanas, a veces incluso a la puerta, con el violento nerviosismo típico de los vientos del sur. Pero nadie tenía fuerzas para levantarse y abrirle. Así se quedaban descansando hasta el atardecer. Ése era el momento en el que, aprovechando que la ventisca se había marchado a molestar a otro, salían a dar una vuelta. Iban a Yotvata, iban a ver a las Cucarachas, o simplemente jugaban al
wist
en la barraca que Miglad había improvisado en la azotea de la habitación de Biner. Ahí se pasaban las horas muertas sentados, pasándose todo el rato los cigarrillos que Miglad liaba para ellos con unos movimientos lentos y expertos. El olor de esos cigarrillos se les quedaba impregnado hasta la mañana siguiente, un olor tan denso que se les metía hasta las raíces del pelo y que no se quitaba. Tampoco es que se esforzaran demasiado por eliminarlo, porque, aunque bien era verdad que Jim Morrison había muerto en la bañera, ésa no era razón suficiente para que ellos se tuvieran que bañar. Puede que, en realidad, fuera ese olor lo que les impedía salir volando empujados por la ventisca durante todas esas horas de la mañana, quizá era por eso y no por las botas de veinte toneladas.
Fue la noche de un miércoles cualquiera cuando las cosas empezaron a ir mal. Y todo porque la ventisca regresó esa noche más pronto de lo normal de molestar en otros sitios. Justamente se encontraban entonces en la azotea, pasándose el cigarrillo y escuchando a Strange–Daze, cuando la ventisca pasó entre ellos con ímpetu, les levantó por el aire la baraja entera, les revolvió la larga cabellera a Biner y a Sandra, la novia cucaracha de Ifter, y le robó a Miglad el cigarrilo encendido de la mano. Todos se pusieron a recoger las cosas que volaban por el aire y bajaron de la azotea con cuidado. A medio camino notaron que la ventisca dejaba de molestar y, al mirar hacia arriba, la vieron arrasando el terrado, volcando las cervezas, saltando en círculo como una loca y chupando del cigarrillo que Miglad había liado para ellos. Una calada y otra más, una ventisca joven y loca, y el humo de los cigarrillos mezclándose con el líquido de las cervezas rotas que ella había volcado. La espuma de la cerveza que le asomaba por la comisura de los labios parecía, desde allá abajo, los espumarajos de un loco.
–Esto va a acabar mal –murmuró Miglad como si hablara consigo mismo–, no es bueno mezclar la mercancía con cerveza.
Un par de minutos después la ventisca se cayó de la azotea arrastrando tras de sí la hamaca privada de Biner y haciendo añicos el único equipo de música del grupo. Nadie hizo nada, sino que se limitaron a mirar con sus ojos entornados a la ventisca que yacía en el suelo. Al final Shimon dijo:
–No la podemos dejar ahí, metedla en mi habitación.
La tuvieron que cargar entre tres, de lo que pesaba.
Toda la noche se la pasó la ventisca roncando en los colchones de Shimon, lo mismo que toda la mañana siguiente.
Cuando volvieron de la tienda al mediodía, fuera estaba todo en silencio, excepto por el ruido de los ronquidos que salían de la habitación de Shimon. A pesar de eso, les costó veinte minutos llegar a la habitación. Shimon preparó una cafetera de café bien cargado y se lo dio a la ventisca para que se lo tomara. Ella se había encontrado muy mal durante toda la noche y hasta había vomitado un poco; una especie de pequeños remolinos, de esos de aire comprimido que no hacía falta limpiar. Era la primera vez que fumaba y bebía, y la verdad es que le había sentado de pena. Por eso también se quedó a dormir con Shimon la noche siguiente, en lugar de ir a molestar a otro sitio. Shimon habló mucho con ella durante ese tiempo y podría decirse que trabaron una fuerte amistad a raíz de todo ese asunto. Hasta le enseñó a jugar al
wist,
y ya durante la primera partida que se echó con Biner, con Miglad y con él les dio una paliza de las buenas. Al día siguiente se fue a trabajar con ellos a su sección, después salió con ellos a Yotvata, e incluso lió un cigarrillo con ellos, y Miglad dijo que por la práctica que tenía en todo seguro que había sido una miliciana en una reencarnación anterior. Al cabo de una semana ya nadie se acordaba de que hubo un tiempo en el que no había estado con ellos. Shimon hasta logró alistarla formalmente a la unidad inmediatamente inferior a la de ellos, para que el
kibbutz
no les hiciera problemas, y a cambio de una caja de cervezas le consiguió la inmunidad frente al secretario de la unidad, para que no se la llevaran a otra sección. En menos de un mes todos se acostumbraron ya a la imagen de verla regresar de la tienda a las tres con el resto de la peña, con los ojos entornados y el andar arrastrado. Resultaba gracioso pensar que unas pocas semanas atrás había estado soplando con fuerza y echándoles arena a la cara.
El Día del Holocausto fuimos con la profesora Sara en autobús, en el 57, a la casa de Yehudi Wohlin, y yo me sentí muy importante. Todos los niños de la clase eran iraquíes menos mi primo, otro niño, Drukman, y yo, pero yo era el único de entre todos al que se le había muerto el abuelo en el Holocausto. La casa de Yehudi Wohlin era muy bonita y lujosa, toda hecha del mármol negro de los millonarios. Había allí un montón de fotos en blanco y negro, muy tristes, y listas y más listas de personas, de países y de muertos. Fuimos pasando por delante de todas las fotos por parejas y la profesora dijo que no las tocáramos. Pero yo toqué una, de cartón, con un hombre flaco y pálido que lloraba y que llevaba en la mano un bocadillo. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas como las rayas pintadas en la carretera y mi pareja, Orit Salam, dijo que se iba a chivar a la profesora porque yo había tocado la foto. Pero yo le contesté que por mí se lo podía decir a quien quisiera, hasta a la directora, porque no me importaba. Que era mi abuelo y que pensaba seguir tocando lo que me diera la gana.
Después de las fotos nos metieron en una sala grande y nos pusieron una película que mostraba cómo metían a unos niños pequeños en unos furgones y después los asfixiaban con gases. A continuación subió a la tarima un anciano muy delgado y contó lo bestias y asesinos que eran los nazis, cómo se había vengado de ellos y que había estrangulado a un soldado con sus propias manos hasta matarlo. Yirbi, que estaba sentado a mi lado, dijo que el anciano mentía, que con la pinta que tenía no había soldado en el mundo al que pudiera hacerle nada. Pero yo miré al anciano a los ojos y le creí. Tenía tanta furia en los ojos, que todas las locuras que cometen los matones del barrio lanzando ladrillos y cosas por el estilo me parecieron un juego de niños.
Al final, cuando terminó de contar lo que había hecho durante el Holocausto, el anciano dijo que todo lo que habíamos oído allí era muy importante, no sólo por el pasado sino también por lo que estaba ocurriendo ahora. Porque los alemanes seguían vivos y todavía tenían un país. El anciano dijo que nunca los perdonaría y que esperaba que tampoco lo hiciéramos nosotros y que ni se nos ocurriera ir a visitar ese país. Porque también cuando él y su familia llegaron juntos a Alemania hacía cincuenta años, todo parecía maravilloso y acabó en un infierno. «Las personas tienen muchas veces una memoria muy corta», añadió, «especialmente para las cosas malas. Prefieren olvidarlas. Pero vosotros no lo vais a olvidar. Cada vez que veáis a un alemán os vais a acordar de lo que yo os he contado. Y cada vez que veáis un producto de Alemania, sin que os importe que sea una televisión, porque la mayoría de los fabricantes de teles son de Alemania, o cualquier otra cosa, siempre debéis recordar que debajo del embalaje en inglés de ese producto se ocultan todo tipo de piezas y tubos fluorescentes hechos de los huesos, la piel y la sangre de los judíos muertos».
Cuando salíamos de allí Yirbi volvió a decir que si ese viejo había estrangulado ni que fuera un pepino él era bombero, y yo me quedé pensando en que estaba muy bien eso de que tuviéramos un Amcor
6
en casa porque para qué iba uno a complicarse la vida.
Dos semanas después de eso mis padres volvieron del extranjero y me trajeron unas zapatillas de deporte. Mi hermano mayor le había contado a mi madre que eso era lo que yo quería, y ella me escogió las más guays. Al entregármelas como regalo mi madre sonreía, porque estaba segura de que yo no sabía lo que había dentro. Pero yo lo supe al instante, por el logotipo de Adidas que había en la bolsa. Saqué la caja de las zapatillas de la bolsa y di las gracias. La caja tenía una forma rectangular, así como de ataúd. Y dentro yacían dos zapatillas de deporte blancas con tres rayas azules en cada una y en un costado, grabado,
Adidas Rom
. No me habría hecho falta abrir la caja para saberlo.
–Venga, vamos a ponérnoslas –dijo mi madre, al tiempo que les sacaba los papeles que tenían dentro–, vamos a ver si te están bien.
No dejaba de sonreír, sin entender lo que estaba pasando.
–Esto es de Alemania, ¿lo sabes? –le dije, y le abracé la mano con fuerza.
–Pues claro que lo sé –me sonrió ella–, Adidas es la mejor marca del mundo.
–También el abuelo era de Alemania –me esforcé por darle una pista.
–El abuelo era de Polonia –me corrigió mi madre, y se puso triste por un momento, pero enseguida se le pasó, me calzó una de las zapatillas y se puso a atarme los cordones.
Yo permanecía en silencio. Había comprendido que de nada serviría intentar algo. Mi madre no tenía ni idea de esas cosas porque ella nunca había estado en la casa de Yehudi Wohlin. Nunca se lo habían explicado. Así que para ella aquellas zapatillas de deporte no eran más que eso, unas zapatillas de deporte, y Alemania resulta que era Polonia. De manera que dejé que me las pusiera y me quedé callado. No tenía ningún sentido contárselo y ponerla todavía más triste.
Después de decir gracias otra vez y de darle un beso en la mejilla, le dije que me iba a jugar.
–¡Pero con mucho cuidado, eh! –se rió mi padre desde su sillón del salón–. No acabes con las suelas de una sola vez.
Volví a mirar las pálidas zapatillas de deporte que llevaba en los pies. Las miré y recordé todo lo que el anciano que había llegado a estrangular a un soldado alemán nos dijo que debíamos recordar. Volví a tocar las rayas de las Adidas y me acordé de mi abuelo, allí, en el cartón.
–¿Te están cómodas? –me preguntó mi madre.
–Pues claro que le están cómodas –le respondió mi hermano en mi lugar –, estas zapatillas no son unas Hamegaper cualquiera, son idénticas a las zapatillas de Cruyff.
Me dirigí muy despacio hacia la puerta, de puntillas, procurando poner el mínimo de peso sobre las zapatillas. Así fui andando, con mucho cuidado, hasta el parque Kofim. Fuera, los niños del Borochov habían hecho tres equipos: Holanda, Argentina y Brasil. Precisamente en el de Holanda les faltaba un jugador, así que me dejaron entrar a mí, y eso que nunca dejan jugar a ningún niño que no sea del Borochov.
Al principio del partido todavía me acordé de tener cuidado y no chutar con la puntera, para no hacerle daño al abuelo, pero cuando pasó un poco de tiempo se me olvidó, exactamente igual a como el viejo de la casa de Yehudi Wohlin dijo que a uno se le olvida, y hasta metí un gol de bolea en el aire. Sólo que después del partido volví a acordarme y me quedé mirándolas. De repente se habían vuelto muy cómodas y como más flexibles, mucho más de lo que parecían en la caja.
–Qué bolea les he hecho, ¿eh? –le recordé al abuelo de camino para casa–, el portero no ha sabido ni de dónde le ha venido.
El abuelo no dijo nada, pero por cómo pisaba pude notar que él también estaba contento.