La chica sobre la nevera (8 page)

Subir el listón

Cuando Nandi Schwartz, el saltador de pértiga alemán, pasó en el segundo intento la barrera del seis sesenta, no pensaba en nada. Tenía atascado en la garganta algo del tamaño de una pelota de billar y cuando siguió con los ojos la trayectoria de sus tensadas piernas pasando por encima del listón sin tocarlo, tuvo que hacer un gran esfuerzo para que las lágrimas no se le saltaran. Se hundió en la colchoneta que tenía debajo, sorprendido por las enormes lágrimas que lo ahogaban mientras el comentador comparaba su récord con el del legendario Bob Beamon.

–Todo el que ha estado aquí hoy ha visto un pedazo de historia –proclamaba la megafonía.

Mientras, Nandi Schwartz, el único que no lo había podido ver bien del todo, mantenía el brazo en alto para contentar a las cámaras.

El contestador automático de Nandi no decía nada, sino que se limitaba a pitar con un laconismo que rayaba en la arrogancia. Pero eso no impidió a los representantes de «Kluges» dejar en él tres mensajes. «Subir el listón», ésa era su propuesta para la nueva gira de promoción de Nandi, «¡Ocho vitaminas en lugar de seis!», «Noventa mil dólares en el banco». Nandi no oyó los mensajes porque en ese momento estaba en la ducha. Yacía en posición fetal sobre el suelo de cerámica, dejando que el agua caliente le quemara la espalda. El vapor salía por los poros calcinados de Nandi como de una cafetera oxidada. Y él, con el pulgar en la boca, se estaba meando en el agua mientras veía cómo la orina amarilla desaparecía en forma de remolino por el desagüe. Aquellos noventa mil dólares podían haberle arreglado la vida, sólo que, por desgracia, ya la tenía más que arreglada con su dúplex de cinco habitaciones en la zona norte de Bonn. En un suelo de cerámica se cocía un pedazo de historia, chupándose a través del dedo la memoria de sus muchas hazañas. Además de dinero, honores y salud, tenía sesenta y tres chicas. Cada una con su propia historia, y alguna de ellas con más de una. Si quería subir el listón tendría que encontrar una mayor de cincuenta y tres años y catedrática, y si quería bajarlo tendría que encontrar a una menor de dieciséis años y con un ligero retraso mental.

El verdadero campeón
de los juegos preolímpicos

Para Eyal

Hubo un tiempo en que hablaban mucho de la vida, de cosas en general como: «Estoy bien, estoy mal, echo de menos a ésa, quiero esto, me gustaría tener mayores retos en la vida». Normalmente mentían, inintencionadamente, porque les salía así, hasta que con el tiempo los dos empezaron a cansarse. Entonces lo dejaron y pasaron a hablar de otros temas, sobre todo de deporte y de la bolsa. Hasta que a Uzi se le ocurrió lo de la prueba de las cuatro cervezas. Se trataba de una idea muy simple: cada tres semanas entraban en un pub y pedían cuatro cervezas grandes cada uno. La primera se la terminaban sin decir nada. Después de la segunda ya empezaban a decir cómo se encontraban, lo mismo que tras la tercera y la cuarta. Siempre dejaban una buena propina y a veces vomitaban, pero los dueños del pub ya estaban acostumbrados. Un buen día Eitan se fue a cumplir con su servicio en la reserva por un mes y justo después Uzi tuvo mucho agobio en el trabajo, de manera que resultó que estuvieron mes y medio sin verse. Durante ese mes y medio Eitan se dejó una especie de perilla con mucho estilo, como las de los bohemios, y a Uzi le dio tiempo a dejar de fumar tres veces.

–Hoy tendremos que tomarnos ocho cada uno –dijo Uzi cuando entraron en el pub–, para recuperar el atraso.

Eitan le sonrió. No eran grandes bebedores, y dos litros de cerveza ya eran demasiado para ellos. La tele del pub estaba encendida, pero sin sonido, y en ese momento pasaban un resumen de las primeras eliminatorias de las pruebas preolímpicas.

–Mira a ese inglés, lo contento que está –se rió Uzi, señalando a un tipo escuálido que daba saltos de alegría en la pantalla–. ¿Por qué estará tan contento? Al fin y al cabo lo único que ha hecho es llegar el primero de su grupo en las preliminares de las preliminares de una competición de cuarta, la preselección de la Eurovisión del atletismo ligero. Por los saltos que da cualquiera diría que se ha hecho por lo menos con tres medallas de platino en las olimpiadas.

–Los europeos no tienen ninguna posibilidad en las olimpiadas en las carreras de fondo, porque los africanos sencillamente se los meriendan –dijo Eitan–, así es que lo que les queda es la Comunidad de Estados Independientes.

–Vale, estoy de acuerdo –insistió Uzi–, pero el hecho de que no tenga ninguna posibilidad de ganar en las olimpiadas no es razón para estar contento. Además, todavía no ha ganado nada, porque eso no es más que la preselección eliminatoria.

Se terminaron una cerveza y después la segunda. Uzi le preguntó qué tal le había ido en la reserva y Eitan le dijo que, dentro de lo que cabía, bastante bien. Eitan, a su vez, le preguntó cómo iba el proyecto.

–Bien –contestó Uzi–, la verdad es que muy bien. Aunque llevo un par de meses asqueado del trabajo, voy sin ganas, trabajo sin ganas, vuelvo a casa sin ganas, ya sabes.

Se tomaron la tercera cerveza y Eitan dijo que suele pasar, que hay temporadas así, pero que lo mismo que vienen luego se van. Él aguantaba la bebida mucho mejor que Uzi. Cuando vomitaban, normalmente era este último el que lo hacía. Según el protocolo, ahora era Uzi el que debía decir algo, pero no lo hizo, sino que le gorreó un cigarrillo a la camarera, lo encendió y se quedó mirando fijamente la pantalla. Ahora aparecía en ella un programa de humor, algo con Dolly Parton y Kenny Rogers. Eitan le dijo en broma que si quería le podía pedir al barman que pusiera el sonido. Pero Uzi ni reaccionó.

–Creí que habías dicho que la acupuntura sí te había servido –dijo Eitan, y observó cómo Uzi se liquidaba el cigarrillo hasta el final y sujetaba con la punta de los dedos lo que quedaba de él cuidándose de no quemarse.

–Un charlatán, es lo que es ese Weiss –masculló Uzi–, su acupuntura vale una mierda.

Se trataba de un cigarrillo barato, de esos que no tienen filtro. Uzi le dio una última y gigantesca calada y aquél desapareció de sus dedos como por encanto. No tuvo que apagarlo ni nada parecido, porque simplemente no quedó rastro de él. Se fueron bajando la cuarta cerveza, aunque Eitan a duras penas consiguió terminarla, porque le venían unas enormes arcadas, mientras que justamente a Uzi se le veía tan campante, tanto que hasta le pidió a la camarera otro cigarrillo.

–Si quieres que te diga la verdad –dijo Uzi, después de haber hecho desaparecer también ese segundo cigarrillo–, es que estoy bastante harto.

–¿De los cigarrillos?

–De todo –le contestó Uzi, presionando el dedo contra el fondo del cenicero como si quisiera apagar un cigarrillo que ya no existía–. De todo. Las cosas ya no tienen ningún sentido, pero que ninguno. ¿Conoces la sensación esa de que estés donde estés siempre te preguntas qué es lo que estás haciendo allí? Pues así es como yo me siento, constantemente. Me muero por marcharme. De donde esté, a otro lugar. Sin fin, te lo juro, hace tiempo que me hubiera suicidado, pero soy demasiado cobarde.

–Anda, déjalo –intentó convencerlo Eitan–, no eres tú el que habla, es la cerveza. Mañana por la mañana te despertarás con un dolor de cabeza de la hostia y pensarás que todo lo que has dicho hoy no son más que estupideces. ¿Quién sabe? Hasta puede que decidas dejar de fumar.

Uzi no se rió.

–Ya lo sé –masculló Uzi–, ya sé que es la cerveza la que habla por mí y que mañana diré otra cosa. Pero de eso precisamente es de lo que se trata.

Para marcharse a casa cogieron un taxi. Éste fue primero a casa de Uzi.

–Cuídate, ¿eh? –dijo Eitan, dándole un abrazo a Uzi antes de que éste se bajara del taxi–, y no hagas ninguna bobada.

–No te preocupes –le sonrió Uzi–, que no me voy a suicidar ni nada parecido, no tengo valor para eso. Si lo tuviera, hace ya tiempo que lo hubiera hecho.

A continuación el taxi se dirigió a casa de Eitan, y éste subió a su piso. Tenía una pistola en el cajón. Cuando era oficial la había comprado con los cupones reunidos para la sección de deportes. No es que le volvieran loco las armas ni nada parecido, pero era o eso o tener que cargar con un fusil de asalto M-16 y responsabilizarse de él cada vez que salía para casa. Eitan sacó la pistola del cajón de los calzoncillos y la montó. Se la acercó a la mandíbula por debajo, porque alguien le había explicado una vez que si te disparas desde abajo te revientas el hipotálamo. En cambio, si te disparas en la sien el proyectil puede atravesar el cerebro dejándote en estado vegetativo. Ahora liberó el seguro.

–En este momento, si quiero, disparo –se dijo en voz alta.

Trasladó al cerebro la orden de apretar el gatillo. El dedo respondió, pero a mitad de camino Eitan decidió detenerse. Podía, no tenía miedo, ahora sólo tenía que averiguar si quería. Se quedó pensando unos segundos; puede que, en general, no le encontrara ningún sentido a la vida, pero con las pequeñas cosas del día a día estaba contento, no siempre, pero muchas veces sí. Quería vivir, realmente eso es lo que quería, y ya está. Eitan le dio la contraorden al dedo, para asegurarse de que no se iba calentando. El dedo volvió a responder con presteza, de manera que desmontó el arma. Nunca habría hecho todo aquello si antes no se hubiera tomado cuatro tanques de cerveza, seguro que se habría inventado cualquier excusa, que habría sostenido que se trataba de un prueba muy infantil, que eso no quería decir nada, pero tal y como había dicho Uzi, de eso era precisamente de lo que se trataba. Volvió a dejar la pistola en el cajón y se fue al váter a vomitar. Después se lavó la cara y la cabeza en el lavabo del cuarto de baño. Antes de secarse se miró al espejo. Delgado, con el pelo mojado, ligeramente pálido de cara, como el velocista aquel de la tele. No daba saltos o gritos de alegría, ni nada parecido, pero nunca se había sentido mejor.

Lengua extranjera

Cuando mi padre cumplió cincuenta y un años le compramos una pipa. Él nos dio las gracias, comió una porción de la tarta que mamá había hecho y nos besó a todos. Después se metió en el cuarto de baño a afeitarse. Era uno de esos fanáticos del afeitado, de esos que se pasa la cuchilla tres veces por cada zona y que luego salen completamente lampiños y sin un solo corte. En toda mi vida no vi que mi padre se cortara ni una sola vez.

Hay quienes saben francés, italiano, o todo tipo de lenguas. Que las han estudiado carteándose con nativos o en los cursos de un consulado. El mayor de mis hermanos, por ejemplo, estudió una vez alemán en el Instituto Goethe. Porque nunca sabes cuándo una lengua extranjera va a poder resultarte útil. Y no sólo en un viaje al extranjero, sino que en ocasiones puede llegar realmente a salvarte la vida. Mi madre durante el Holocausto y la lengua alemana, por ejemplo, son un caso estupendo.

Cuando mi padre hubo terminado de emplearse bien con todas las zonas de la cara tres veces, la emprendió con la nuca. La maquinilla no estaba hecha para eso, así que la mitad del tiempo lo perdía sacándole los gruesos pelos que se quedaban entre las cuchillas. Era un trabajo arduo e ingrato, y lo que él más deseaba era llamarme al cuarto de baño y contarme algo acerca de cómo si no se hubiera casado con mi madre lo más seguro es que se habría marchado a Escandinavia, se habría construido una cabaña en un bosque dejado de la mano de Dios y se sentaría al atardecer a fumar en pipa.

Mi novia me pidió una vez que le dijera que la quería en otro idioma, uno exótico. Y por mucho que me esforcé y me esforcé, pensé y pensé, no conseguía acordarme de nada.

–¿Es que el hebreo no es lo suficientemente bueno para ti? –probé a persuadirla–. ¿Y el idioma de las
bes
? ¿Nuezbuez? ¿Y si lo digo dos veces? ¿Y si lo digo asegurándote que es de verdad de verdad?

Pero todo eso seguía sin parecerle lo suficientemente bueno, de manera que no se quedó tranquila y no hacía más que gritar y gritar. A veces podía llegar a comportarse así. Al final me tiró a la cabeza un pesado cenicero con el logotipo de una aseguradora y la frente me empezó a sangrar.

–¡Quiéreme, quiéreme! –se desgañitaba ella, mientras yo hacía mis mayores esfuerzos por acordarme de las cosas que mis compañeros de trabajo rusos me habían enseñado, pero todo lo que se me venía a la cabeza no eran más que palabrotas.

La nuca se la repasó mi padre cinco veces. Cuando terminó y se pasó la mano por ella, la encontró por lo menos tan lisa como el cuello y las mejillas. La razón por la que se quería construir esa cabaña en un bosque de Escandinavia era, sobre todo, por el silencio. Cuando mi hermano y yo llorábamos de bebés, le fastidiaba tanto que, a veces, sencillamente, hubiera querido estrangularnos. Mi padre cogió del armarito de debajo del lavabo una caja de un pegamento especial y un palito plano, como el de los polos. Sumergió el palo en la caja de latón y se puso a untarse la nuca. Era una tarea complicada, porque no podía ver absolutamente nada de la superficie que se estaba embadurnando, ya que era más o menos como untar de mantequilla una rebanada, pero boca abajo. Aunque mi padre no se inmutaba, y seguía untándose las rebanadas de nuca con una paciencia y una precisión extremas. Mientras lo hacía canturreaba para sí una canción húngara que sonaba aproximadamente así: «¿Ozosep? ¿Ozo-sep? Okinki smet lep. O-kinki, smet fakta».

(«¿Quién es el más guapo? ¿Quién es el más guapo? El de los ojos negros. Ése es el más guapo.»)

Después de lo del cenicero en la cabeza mi novia me dejó. Hasta el día de hoy no he entendido por qué. Aunque no siempre hay que entender para aprender. Para aprender que algo es importante. Mi madre, por ejemplo, le dijo a un oficial alemán que no la matara. Que le convenía no hacerlo, porque si no la mataba se acostaría con él de mil amores. Y eso, en aquel tiempo, era mucho menos corriente que la violación. Así que mientras lo estaban haciendo, mi madre se sacó un cuchillo del cinto y le abrió el pecho. Exactamente igual a como le abre la pechuga a los pollos que rellena de arroz para nosotros para celebrar el sábado.

Mi padre puso el tapón de la bañera y abrió el grifo, del que empezó a brotar un agua ni demasiado caliente ni demasiado templada. Un agua calentita. A continuación se tendió en el fondo de la bañera mientras mantenía el cuello en el aire e intentaba llegar con la mano a los grifos, así, echado de espaldas. Los grifos estaban demasiado altos. Mi padre relajó los músculos del cuello y dejó que la nuca se pegara al fondo. Ahora intentaba levantar la cabeza con todas sus fuerzas, pero sin conseguirlo. El prospecto que venía con el pegamento aseguraba que no existía cantidad de agua suficiente en el mundo que pudiera disolver ese pegamento. Y el tapón: mi padre se había metido con zapatos. Ya me gustaría veros a vosotros quitar el tapón de la bañera con los zapatos acordonados. Mientras tanto, en mi habitación, mi hermano y yo nos habíamos enzarzado en una discusión. Yo decía que a papá le había gustado mucho el regalo, y mi hermano decía que no. No podíamos llegar a una conclusión incuestionable, porque con mi padre nunca se podía saber. Glu-glu-glu, farfullaba el agua en escandinavo brotando de los grifos de la bañera.


Nur Gott weiss
5
–se pavoneó mi hermano en su alemán–,
nur Gott weiss
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