La chica sobre la nevera (3 page)

Aceras

Como siempre, llegué una semana después. Nunca me aparezco en esa fecha en concreto. Al entierro y al primer aniversario todavía sí fui. Pero todas esas miradas, los enérgicos apretones de manos, la madre que me sonríe con ojos lacrimosos y me pregunta cuándo voy a terminar la carrera, eso es lo que me ha hecho dejar de acudir. Además, a mí esa fecha no me dice nada, a pesar de que es muy fácil de recordar. El doce del doce.

Una de las hermanas de Ronen es médico en el Beilinson y justamente estaba de guardia cuando te dejó de latir el pulso. He oído a Ronen decirle a Yizhar que moriste exactamente, pero que exactamente a las doce en punto. A Ronen eso lo tenía entusiasmadísimo:

–El doce del doce a las doce, ¿te haces idea de la concatenación de casualidades que supone? –susurró en un tono de voz tan alto que todos lo oyeron–. Es como una señal del cielo.

–Realmente impresionante –masculló Yizhar–, pero sólo con que hubiera aguantado otros doce minutos con doce segundos, seguro que hubieran sacado un sello de correos en su honor o algo parecido.

La verdad es que resulta fácil de recordar, la fecha quiero decir, y la señal de tráfico que robamos juntos el día de Kippur. Y el bumerán tan ridículo que te trajeron de Australia, ese que lanzábamos en el parque cuando éramos niños y que nunca volvía. Cada año vengo, me aposto junto a tu tumba y me pongo a recordar cosas, algo nuevo cada vez. Y es que no se me ha olvidado nada, lo recuerdo todo muy bien. Nos habíamos tomado cinco cervezas cada uno y después de eso te pegaste tres latigazos de vodka. Yo me encontraba bien aquella noche, un poco espeso, pero bien. ¿Y tú? Tú estabas completamente bebido. Salimos del pub y nos encaminamos hacia tu casa, que estaba a unos cientos de metros de allí. Llevábamos puestos los impermeables grises que nos habíamos comprado juntos en Najalat Binyamin. Tu andar era bastante poco estable, así que te chocaste contra un poste del teléfono con el hombro, diste un paso atrás y le clavaste una mirada confusa. Cerré los ojos y la negrura de las pestañas cerradas se me mezcló con las oscuras corrientes del alcohol. Intenté pensar que estabas lejos de mí, digamos que en otro país, y ese pensamiento me asustó tanto que al instante abrí los ojos sólo para verte dar otro paso confuso y desplomarte hacia atrás. Te agarré antes de que te golpearas contra el suelo y tú me sonreíste, con la cabeza echada hacia atrás, como un niño que acaba de inventar un juego nuevo.

–Hemos ganado –me dijiste cuando te ayudé a levantarte–. Hemos ganado –volviste a decir.

Yo ni tan siquiera sabía de lo que estabas hablando. Después dimos unos cuantos pasos más y tú te volviste a caer, esta vez a propósito. Simplemente dejaste caer el cuerpo hacia delante y yo te cogí por el cuello del impermeable, una décima de segundo antes de que te dieras de cara contra la acera.

–Dos a cero –dijiste mientras te apoyabas en mí–. Somos tan buenos que las aceras estas no tienen la más mínima posibilidad.

Seguimos andando hacia tu casa, cada tantos metros te lanzabas contra la acera y yo te sujetaba en el último segundo. Por el cinturón, por la cadera, por el pelo. No te dejaba llegar al suelo.

–Seis a cero –dijiste, y después–: nueve a cero.

Nos parecía un juego maravilloso y éramos buenísimos en él. No podíamos perder.

–Venga, vamos a dejarlas a dos velas –te susurré al oído. Y realmente lo conseguimos. Llegamos a tu casa con el sorprendente resultado de veintiuno a cero. Entramos en el portal dejando atrás unas aceras humilladas.

En tu piso nos encontramos con tu compañero viendo la tele.

–¡Las hemos derrotado! –le dijiste al entrar, y él se frotó un ojo tras el cristal de las gafas mientras nos decía que teníamos un aspecto espantoso.

Fui a lavarme la cara, pero antes de llegar al grifo vomité en la bañera. Te oí gritar en el pasillo que así no estabas dispuesto a mear. Salí del cuarto de baño y te vi dando tumbos con los pantalones caídos por debajo de las rodillas.

–No pienso hacer pipí si tú me agarras –le dijiste a tu compañero de piso–. No me fío de ti. Sólo si él me ayuda –añadiste señalándome a mí–, sólo con él.

–No te creas que tiene nada en contra de ti –le dije a tu compañero sonriéndole–, lo que pasa es que nosotros ya somos unos expertos en esto –y te sujeté por las caderas.

–Estáis completamente mal de la cabeza –comentó tu compañero de piso, expresando un gesto de lástima con la cabeza mientras volvía a sentarse frente al televisor.

Tú, entretanto, habías terminado de mear y yo vomité otra vez. De camino hacia la cama volviste a caerte, pero de milagro te agarré y los dos nos caímos al suelo.

–Sabía que me agarrarías –te reíste–. Mira –intentaste ponerte en pie–. Ya no me da miedo caerme.

Hay dos niños, aquí, junto a tu tumba, que están lanzando una pelota de tenis contra las lápidas. Me parece que he captado las reglas de su juego. Si le dan a la lápida de un oficial, el tanto es de ellos. Pero si le dan a la de un soldado raso, el tanto es del cementerio. Le han dado a tu lápida y la pelota ha rebotado en ella para venir a caer directamente a mis manos. La he atrapado. Uno de los niños se me ha acercado con paso vacilante.

–¿Es usted el guarda? –me ha preguntado, y yo he negado con la cabeza–. ¿Entonces nos va a devolver la pelota? –ha añadido, dando un paso más hacia mí.

Se la he dado. Él se ha acercado a la lápida y ha entrecerrado los ojos forzando la vista.

–¡Subcomandante en jefe! –le ha gritado a su amigo, que estaba un poco más lejos.

–¿Y eso qué es? –ha preguntado este último.

El que ya tenía la pelota se ha encogido de hombros y me ha preguntado:

–¿Subcomandante en jefe es un oficial, verdad?

–Pues claro que es un oficial –le he contestado yo.

–¡Bien! –ha gritado él y ha lanzado la pelota bien alto–. ¡Ocho a siete! –y entonces su compañero ha venido corriendo hacia él gritando–. ¡Hemos ganado a las lápidas! ¡Hemos ganado a las lápidas! –y los dos se han puesto a saltar y a gritar como si por lo menos hubieran ganado el campeonato del mundo.

El campeón del mundo

Por su cincuenta cumpleaños le regalé a mi padre un limpiador de ombligos dorado en cuyo mango pone: «Para el hombre que no necesita nada». Dudé mucho entre eso y el
Tammuz en llamas
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. Mi padre estuvo toda la velada de muy buen humor haciendo el payaso todo lo que quiso. Nos mostró a todos cómo se limpiaba el ombligo con el cepillito limpiador mientras barritaba como un elefante feliz, ante el horror de mi madre, que le dijo:

–Uf, Menahem, déjalo ya –y él lo dejó.

Por el cincuenta cumpleaños de mi padre el inquilino que vive en el piso de abajo decidió que no se iba, aunque le había vencido el contrato de alquiler.

–Mire, señor Polman –le dijo a mi padre mientras se apoyaba en un amplificador adoptando la postura de un carnicero–, en febrero me marcho a Nueva York a abrir con mi cuñado un estudio de sonido. Así es que no existe la más mínima posibilidad de que vaya a trasladar todo lo que tengo aquí sólo por dos meses.

Cuando mi padre le recordó que su contrato terminaba en diciembre, Shlomi-Electrónica siguió con su trabajo como si nada y dijo, en el tono de quien se quita de encima a un inoportuno recaudador de donativos:

–Al carajo con el contrato, porque yo me quedo. ¿Que no le gusta? Pues lléveme a juicio –y después clavó con un golpe seco el destornillador en las tripas del amplificador.

Por el cincuenta cumpleaños de mi padre lo acompañé a su abogado y éste le dijo que no había nada que hacer.

–Lo mejor es que llegue usted a un acuerdo con él –le recomendó, al tiempo que rebuscaba algo en los cajones con verdadera desesperación–. Intente sacarle otros trescientos o cuatrocientos pavos y tengamos la fiesta en paz. Un juicio le va a costar a usted la salud, un sinfín de quebraderos de cabeza y, después de un par de años de carreras, no creo que saque mucho más que eso.

Por el cincuenta cumpleaños de mi padre le propuse que entráramos por la noche en casa de Shlomi-Electrónica, le cambiáramos la cerradura y le tiráramos todas sus pertenencias al patio. Pero mi padre me dijo que eso no era legal y que no me atreviera a hacerlo. Le pregunté si era porque tenía miedo, pero él me dijo que no, que simplemente era realista.

–¿Para qué hacer eso? –me preguntó mientras se tocaba la calva–, dímelo, ¿para qué? ¿Por tres meses más? Déjalo, que no merece el esfuerzo.

Por su cincuenta cumpleaños me acordé de cómo era mi padre cuando yo era niño. Así, tan alto, y yendo a trabajar a Tel Aviv. Me llevaba de paseo y me subía a hombros como si fuera un saco de harina. Yo le gritaba «¡Arre!», y él subía y bajaba las escaleras conmigo como un loco. Entonces todavía no era un hombre realista, era el campeón del mundo.

Por su cincuenta cumpleaños me quedé mirándolo en las escaleras. Estaba calvo, tenía un poco de barriga y odiaba a su mujer, que era mi madre. La gente lo pisoteaba constantemente y él se limitaba a decirse que nada merecía el esfuerzo. Me quedé pensando en el inquilino hijoputa que en ese momento se encontraba en el piso de mi abuelo muerto ensañándose con los amplificadores y sabiendo que mi padre no iba a hacer nada, sencillamente porque estaba cansado y se le encogía el ombligo. Y que ni tan siquiera su hijo, que sólo tenía veintitrés años, iba a hacer nada.

Por el cincuenta cumpleaños de mi padre me puse a pensar por un momento en la vida. En cómo nos dejamos mear en la sopa. Cómo les dejamos pasar absolutamente todo a los más grandísimos mierdas, porque nada merece la pena ni el esfuerzo. Me quedé pensando en mí, en mi novia, Tali, a la que no quiero del todo, en la calva incipiente que llevo oculta bajo el pelo, en esa especie de vaguería que por algún motivo me impide siempre decirle a una chica desconocida en el autobús que es muy guapa, que me impide bajar en su misma parada y comprarle unas flores. Mi padre ya había entrado en casa, así que me quedé solo en la escalera. La luz se apagó y ni siquiera fui a encenderla. Noté como si algo me asfixiara en la garganta, me sentía desmoralizado. Pensé en mis hijos, que de aquí a treinta años corretearían como unos ratones por el laberinto del centro comercial para volver luego a mí con el
Tammuz en llamas.

Por el cincuenta cumpleaños de mi padre le di a su inquilino en toda la cara con una llave inglesa.

–¡Me has roto la nariz! –aullaba Shlomi–, ¡me has roto la nariz! –gritaba, revolcándose en el suelo.

–Ay, la nariz, qué infeliz –me burlé, mientras cogía de su mesa de trabajo el destornillador de estrella–. ¿No te ha gustado? ¡Pues llévame a juicio!

Pensé en mi padre, que con toda seguridad estaría en el dormitorio limpiándose el ombligo con el cepillito del mango dorado. Eso me puso furioso, muy furioso. Dejé el destornillador donde lo había encontrado y volví a darle al inquilino, esta vez una patada en la cabeza.

Un cuadro

Supongamos que alguien promete pintarte un cuadro. Cualquier cuadro, nada en especial. Tú le prestas tu piso por un mes y, a cambio, él te hace un cuadro. No firmáis ningún contrato ni nada parecido, pero aun así se trata de un acuerdo como cualquier otro. Mirado con objetividad, todo son ventajas. Las dos partes deberían quedar satisfechas. Tú te aprovechas de sus inigualables dotes de pintor y él de tu tan apreciable capacidad para desaparecer intermitentemente del país por temporadas; en una ocasión a Tailandia, en otra a Japón y, esta vez, digamos que a un lugar bien consolidado. A Francia, por ejemplo, ¿sabes qué? A París.

La principal pregunta que ahora cabe plantearse es: ¿se trata realmente de un negocio justo? Legal sí lo es, porque se está llevando a cabo de acuerdo mutuo. ¿Pero será justo? Para ser sinceros, resulta difícil de decir: tú estás sentado en los Campos Elíseos, tomándote un cafetito y, mientras, él te tiene que pintar un cuadro, como si fuera tu esclavo. Aunque por otro lado, el alquiler que hubiera tenido que pagar por un sitio parecido, si lo hubiera alquilado por un mes, sería mucho más elevado que la cantidad que habría podido obtener por un cuadro que hubiera pintado. Además, de cualquier modo, el tío caga en tu váter, duerme en tu cama, se tapa con tu colcha, y no sólo él, puede que también todo tipo de gente que lleva a casa. Porque la verdad es que no tienes ni idea de lo que ahí está pasando. Y mientras, tú te encuentras atrapado en un hotel francés de medio pelo con una recepcionista antipatiquísima que no entiende ni una sola palabra de inglés. Además, los Campos Elíseos esos tampoco es que sean ningún chollo, con ese sol de julio jodiéndote la cabeza y un millón de turistas japoneses a tu alrededor. Cómo vas a conseguir quedarte ahí todo un mes dando vueltas, sólo Dios lo sabe. Un Dios hipotético, claro está, porque todo eso no está sucediendo de verdad.

Supongamos que pasadas dos semanas te ves obligado a volver. Te han robado la cartera, o crees que te la han robado aunque, en realidad, la has perdido. Se te cayó, o la tiraste tú, ¿qué más da? Se te ha terminado el dinero y te vuelves. El trato estaba fijado en «un mes», de manera que surge la siguiente pregunta: ¿Te está permitido volver antes de tiempo al piso? Según parece, sí, aunque quizá la respuesta debiera ser no. Pero supongamos el caso contrario; que la otra parte del trato hubiera perdido sus utensilios de pintura. No, eso no es un buen ejemplo. Que hubiera perdido la inspiración. ¿Resultaría entonces lógico, por tu parte, exigirle que acabara la obra? La comparación, en este caso, no es exacta, porque la inspiración es un concepto muy, pero que muy resbaladizo con el que resulta difícil tratar íntimamente, mientras que un piso es algo que consta en el registro de la propiedad y la moneda francesa es algo que sin mayores problemas te pueden dar tus padres. De cualquier modo, has vuelto a Israel y ahora los dos estáis en el piso. Esta habitación es la tuya y aquélla la de la otra parte del contrato. A veces, por la noche, os encontráis a la puerta del cuarto de baño.

La otra parte es muy bien parecido y además tiene un cuerpo que te excita. Supongamos que te sientes muy atraído por él. Estás sudando. ¿Sabes qué? Vamos a ponértelo más fácil: supongamos que la otra parte es una chica. Una chica con una cara preciosa y un cuerpazo que te atrae muchísimo. Ven, que te abro la ventana. ¿Estás mejor ahora?

Como en el chiste del pepino, la otra parte es más guapa. Mucho más bonita que los cuadros que pinta. Porque siempre es guapa, mientras que pintar sólo lo hace cuando no duerme, o come o folla con hombres que tú no conoces en las sábanas que te regalaron tus padres por tu cumpleaños. ¿Sabes qué? Digamos que en otras sábanas, pero con unos hombres que tú sí conoces. No, no voy a decirte quiénes son, pero los conoces de sobra.

¿Pero dónde estábamos? Ah, sí, en los Campos Elíseos. Que habías tirado la cartera en cualquier lugar y te volvías para Israel. Y que os habíais apañado. Cada uno tiene ya su habitación. Sólo que en este caso en concreto, la habitación de ella también es tuya. ¿Y el cuadro? No le ha salido del pepe ponerse a pintar. O sí, pero de cualquier modo no te ha parecido oportuno preguntárselo. Pero todos esos hombres que vienen y se van en medio de la noche la hacen gritar. Cosa que a ti te parece que es de muy poca delicadeza. Porque si consiguieras quedarte dormido, seguro que te despertarían. Pero por favor, ¿esto qué es? Unos hombres que tú conoces, y no voy a decirte quiénes son, la hacen gritar en plena noche, y después, por la mañana, no le quedan fuerzas para pintar el cuadro que te debe legal y moralmente según el trato establecido.

Por tu parte, todo está muy claro, ¿pero qué puedes decirle? ¿Anda a dormir para que luego puedas pintarme el cuadro que me debes? Jamás tendrás valor para eso, especialmente después de haber llegado con dos semanas de antelación. Además, puede que sí lo esté pintando, que pinte con modelos, que son los hombres que tú conoces. Por ejemplo, que esté pintando a tu hermano mayor. En medio de la noche. Y cuando él se mueve un poco, ella le grita, de puro desespero. ¿Qué estará pintando? Habrá que averiguarlo, y cuanto antes. Debes saber que de ese cuadro puede llegar a obtenerse muchísima información acerca de la relación que ella tiene establecida contigo. ¿Y si estuviera enamorada de ti? ¿Y si todo este negocio del piso no ha sido más que una treta con el fin de poderse acercar a ti? En cualquier caso, ¿podrías aflojarle un poco el cuello a tu hermano? Es que se está poniendo un poco azul.

Pero ¿dónde estábamos? Azul. Al final ha resultado que te está pintando un mar. No, un cielo. Ay, perdón, es que acabas de asfixiar a tu hermano. Ah, sí, precisamente estábamos hablando de que por un cuadro se puede saber mucho del carácter de una persona.

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