Sin embargo, la viuda de Beauharnais no gusta de estos juegos. Ella prefiere llorar su suerte en silencio (y a veces muy ruidosamente). No hay nada que objetar, cada uno se enfrenta a su fin como mejor puede: desolación o dignidad, qué importa la actitud que se elija, las dos conducen hacia la misma cuchilla afilada. Aun así, creo que yo, llegado el momento, elegiré la segunda: la mirada muy alta y dos camisas, para que el frío de la mañana no pueda hacerme temblar. Papá decía siempre que la
petite Thérèse
tenía una vena teatral muy considerable, y papá siempre tenía razón; no le desdigamos por tanto: mi forma de morir se asemejará pues a la de esos que juegan a escenificarla del modo más bello. Y ahora veamos, observemos un poco más para ver cómo se preparan para el postrero viaje mis otros compañeros de suerte. Por allí veo a una muchacha. No puede tener más de quince años. Lleva el pelo cortado a la altura de la nuca para no entorpecer la caída de la Gran Igualadora. Sí, así llamamos aquí a la guillotina. También la llamamos
Louisette
o la
Viuda
o de otras mil maneras. Y a ser guillotinado lo llamamos «mirar por la ventana revolucionaria» o «dejarse rasurar por la navaja nacional». Resulta difícil de creer, lo sé, pero lo cierto es que mucho de lo que se hace o se dice aquí, en la prisión de La Force, se acompaña de una sonrisa. La muchacha, por ejemplo, lleva anudada al cuello una cinta roja; se trata de un guiño, de un pequeño chiste entre nosotros, los prisioneros. A algunos les gusta representar de esta forma y de antemano el tajo de la Gran Igualadora sobre su carne. Más allá, un caballero de unos cuarenta años ensaya junto a una dama pelirroja las reverencias que ambos dedicarán al populacho que asiste a las ejecuciones, a las
tricoteuses
, a los
sans-culottes
. «Los caballeros hacen así, las damas hacen así»; sólo les falta añadir música y con ella el resto de la letra de aquella canción infantil que Mademoiselle nos enseñaba allá en Madrid a mis hermanos y a mí de niños para que aprendiéramos bien el idioma de notre bon papa:
«Sur le pont d'Avignon, on y danse, on y danse… Les beaux messieurs font comme ça, et puis encore comme ça…»
.
Por cierto, aquí en la cárcel también se baila mucho, casi tanto como se ama. No, no es verdad. Se ama aún más de lo que se baila. Es como si la muerte fuera una gran borrachera que incitara a la lascivia. Allá veo entregados a sus juegos, por ejemplo, a una dama con uno de nuestros carceleros; más acá, la bella muchacha de la cinta roja en el cuello lo hace abrazada a un caballero de sesenta y tantos años; un poco más lejos, dos mujeres que se aman, y luego dos hombres, y dos hombres y una mujer, y dos mujeres y dos hombres… El amor aquí, por lo que se ve, se parece mucho a Madame Guillotine: ambos son los grandes, los perfectos igualadores. Porque ¿qué más da a quién se ame mientras se ame? Aún estamos vivos, eso es lo único que importa. Mañana, ya no.
He intentado dormir un poco, pero hace demasiado calor. Aun así, tal vez me haya quedado adormilada, porque he soñado con lo que pasará mañana, el 9 de Thermidor del año II. Es bello este calendario revolucionario que cuenta los años desde el 5 de octubre del mismo año en que mataron a Luis Capeto. Y bellos son también los nombres de los meses que han inventado, todos con reminiscencias agrícolas o meteorológicas: Brumaire, el mes de las brumas; Frimaire, el del frío; Vendémiaire, el de la vendimia; Thermidor, el del calor. Las autoridades revolucionarias decidieron dividir el año en doce meses de treinta días y los cinco días que faltan para completar los trescientos sesenta y cinco se llaman ahora
sans-culottides
y son cinco jornadas que se dedican enteras a fiestas: una glosa las ideas revolucionarias; otra, el talento; otra, el trabajo; otra, la virtud; otra, los hechos heroicos… Lástima que en este glorioso año II los «hechos heroicos» hayan sido tan aterradores. El mes de Nivôse, por ejemplo, puede alardear de que en sus treinta días cayeron doce cabezas cada cinco minutos, y ahora que ha llegado el calor, los vecinos de las calles adyacentes donde está instalada Madame Guillotine se quejan de que la sangre que desborda los desagües que hay debajo del cadalso obstruye las acequias. «¡Libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre!». Eso cuentan que dijo madame de Roland, el alma de los girondinos, pocos minutos antes de subir al patíbulo. ¿Y qué diré yo mañana cuando llegue mi turno? Tengo que idear una bonita frase que sea tan corta y acertada como ésa. Pensemos.
Yo, Teresa Cabarrús Galabert, hubiera querido que mis memorias empezaran de la manera que he relatado más arriba, esto es, recordando las últimas horas que pasé en la prisión parisiense de La Force, cuando me faltaban apenas unas horas para morir. Tenía pensado escribir un par de detalles más sobre cómo nos enfrentábamos a la muerte en aquellos días. A continuación contaría también lo sucedido al día siguiente del previsto para mi muerte y el modo en que se puede pasar de la guillotina a la gloria en tan sólo unas horas. Así, relataría cómo el 9 de Thermidor (27 de julio de 1793), en vez de morir Teresa Cabarrús, murió el período histórico llamado Terror. Creo que sería muy interesante para quienes gusten de las ironías y también de las carcajadas de la Historia. Sin embargo, la menor de mis diez hijos, Marie-Louise -que es la que está empeñada en recopilar mis recuerdos antes de que muera o de que sea tan vieja que ya no tenga recuerdos-, dice que no, que las cosas hay que contarlas por orden, empezar por el principio y explicar a todos cómo una niña nacida en el madrileño pueblo de Carabanchel llegó a ser la diosa de París. Una diosa, eso dijo. A mi Marie-Louise -creo que a partir de ahora la voy a llamar María Luisa, que suena más castizo y encaja mejor con el estado de ánimo de una vieja que recuerda su infancia- le gustan mucho las novelas sentimentales. Ella insiste además en que es importante que las cosas se cuenten de forma cronológica. Dice que es fundamental hacerlo así porque han pasado muchos años desde entonces y ya nadie conoce de primera mano los acontecimientos históricos de la Revolución ni tampoco el modo en que llegó luego al poder mi antiguo amigo Napoleón Bonaparte. «Hay que explicar muy bien el marco histórico -me dice-. Son historias viejas, mamá, se han muerto casi todos sus protagonistas, estamos en 1835». Muy bien, así lo haré. Mi viejo amigo Napoleón hace más de diez años que descansa en su tumba y yo también moriré, muy pronto, supongo.
Empecemos entonces por el principio, por mi nacimiento, y contemos a continuación las razones por las que fui a Francia pocos años antes de la toma de la Bastilla. Describamos también, a quien quiera escucharme, cómo era París en la época de María Antonieta; el frívolo París que se divertía en fiestas y en amores prohibidos sin saber que poco tiempo después casi un tercio de sus habitantes habría muerto bajo ese filo implacable que inventó el doctor Guillotin. Sí, así se llamaba el buen doctor a quien los políticos de principios de la Revolución pidieron que ideara, con la ayuda de otras dos personas, una alternativa para evitar las iras del populacho, que, en su fervor revolucionario, pretendía, un día sí y otro también, tomar la justicia por su mano en las calles de toda Francia. Una alternativa «humanitaria», se decía entonces, porque estaba pensada para procurar una muerte indolora; una muerte revolucionaria, ya que -y éstas son también palabras de la época- «el árbol de la libertad se debe regar con sangre». Pero no. Una vez más estoy corriendo demasiado. Es aún muy pronto para explicar cómo el más bello de los sueños se convirtió en pesadilla. Mejor contar las cosas por orden, como dice mi hija. Empecemos, pues, por Carabanchel un muy caluroso día 31 de julio de 1773.
QUIEN NO VIVIÓ
ESA ÉPOCA NO CONOCE
LA DULZURA DE VIVIR
M
ienten quienes dicen que yo vine al mundo justo a tiempo para desdecir una calumnia. Ha habido quien, para dar un antecedente familiar a mis futuras correrías amorosas, contó que yo había nacido a los nueve meses menos diez días exactos después del matrimonio de mis padres, celebrado en secreto. Y casarse en secreto, para la mentalidad de aquellos tiempos, equivalía a fugarse juntos, a caer, por tanto, en desgracia, aunque se santificara luego tan dulce pecado con un apresurado paso por la vicaría. En efecto, hubiera quedado bien y adornaría mucho mi historia decir que mi nacimiento fue así. Pero yo me he propuesto contar la verdad en todo momento, de modo que no tendré más remedio que contradecir a los cronistas más sentimentales. Es cierto, sí, que mis padres se casaron en secreto cuando mamá era aún una niña, pero aquello sucedió unos cuantos años antes de que yo viniera al mundo, pues incluso tengo dos hermanos mayores. Sea como fuere, lo que sí es verdad es que mis padres se conocieron de una forma novelesca. Papá, que había nacido en Bayona en una familia de comerciantes, tuvo serias desavenencias con su padre y éste decidió un día mandarlo a Valencia, a casa de don Antonio Galabert, uno de sus corresponsales, para que se abriera camino en la vida. Galabert lo acogió como a un hijo y mi padre –esto dicho de acuerdo con la estricta moral de entonces– se lo «agradeció» enamorando a su hija, es decir, a mi madre.
Cuentan que una noche mi abuela Galabert, que estaba desvelada, oyó unos pasos furtivos que la alarmaron. Avisado mi abuelo, éste se presentó en el descansillo justo a tiempo para sorprender a mi padre con los zapatos en la mano saliendo de la habitación de mamá. La situación era tan evidente que no admitía muchas interpretaciones, pero aun así mi padre explicó, con gran aplomo, que, pese a la juventud de ambos –él tenía apenas dieciocho años y mi madre catorce–, ya estaban casados. Para probarlo, enseñó allí mismo (con mano un tanto temblorosa, todo hay que decirlo) un documento que certificaba que por lo menos no existía deshonra para el buen señor Galabert. Acto seguido, la familia decidió que, para acallar las lenguas de muchos filos que tanto abundan en todas las ciudades, sean grandes o pequeñas, lo mejor era poner tierra de por medio y enviar al jovencísimo matrimonio lejos de Valencia, a Carabanchel de Arriba, donde el abuelo paterno de mi madre tenía una fábrica de jabones. «Que se lave así –cuentan que dijo el señor Galabert con un muy poco original sentido del humor– esta mancha familiar». Y de este modo, al día siguiente, mis padres partieron rumbo a su nueva vida.
Estos pequeños detalles galantes son los que configuran mi prehistoria; pero hay otros igualmente curiosos que tienen que ver con el temperamento de mi padre en sus años mozos y que ya hacían presagiar su espíritu inquieto y emprendedor, anticipando, además, lo mucho que lograría medrar en la vida. Podría yo contar muchas cosas al respecto, pero prefiero que lo haga un cronista de excepción, nada menos que don Gaspar Melchor de Jovellanos, que más tarde se convertiría en amigo y defensor de mi padre en tiempos difíciles. Don Gaspar narra así el motivo por el que papá abandonó Bayona y fue a Valencia:
Francisco Cabarrús estudió en el colegio de los padres del Oratorio en Bayona con gran aprovechamiento en las humanidades y descubrió gran talento para la elocuencia y la poesía. Ya a los diecisiete años aspiraba al uso de la libertad que no podía lograr de la autoridad de su padre. Cierto día deseó que un amigo suyo en cuya tertulia estaba se quedara a cenar, y aunque Francisco lo solicitó, con importunidad de su padre, por recados y personalmente, no pudo conseguirlo. Esta injusta dureza exasperó notablemente el ardiente espíritu de Cabarrús, y desde entonces resolvió tomar para sí la libertad que la sinrazón le negaba: iba a las tertulias liberales, al teatro, entraba y salía cuando le parecía, y esta conducta indómita que su padre no se atrevía a reprimir obligó a mandarle lejos, concretamente a Valencia.