La cinta roja (5 page)

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Authors: Carmen Posadas

Tags: #Histórico

–Ojalá así fuera, Teresita –me contestó al cabo de unos segundos de grave silencio–. Pero mucho me temo que son pocos los afortunados que no llegan a enamorarse nunca y, por tanto, tampoco a sufrir.

–Yo, desde luego, seré de los que no sufren –repuse muy segura de lo que decía, y él sólo sonrió. A continuación alargó hacia mí una mano huesuda, como si intentara tocarme, pero no llegó a hacerlo. Al cabo de unos segundos dijo:

–No hablemos de amores tristes. Es a otro tipo de forma de ser romántica a la que quiero referirme. Y si prestas atención, comprobarás que te ayudará mucho a comprender cómo son o empiezan a ser las cosas en este viejo país que vamos a visitar. Lo primero que has de tener en cuenta, Teresita, es que lo que la gente piensa o siente en cada momento histórico está directamente relacionado con cosas que ellos ni siquiera sospechan. Tú me has preguntado qué está ocurriendo en Francia y cómo se está pasando de la ostentación y la opulencia que caracterizaba hasta ahora a la corte de Versalles, con sus pelucones y sus trajes recargados, a todo lo contrario, a que los ricos jueguen ahora a pastores y a campesinos. Porque has de saber además, niña, que muchos nobles de la corte, e incluso María Antonieta, se han hecho construir, en sus enormes propiedades, hermosas cabañas rústicas en las que se entretienen ordeñando vacas a las que adornan con sombrerillos de paja. Luego cantan canciones, recogen huevos frescos y se bañan en leche. Y eso, en principio, suena amable, ¿verdad? Se podría pensar que dicha actitud hace que los nobles parezcan menos soberbios, más cercanos al pueblo. Pero el pueblo tiene hambre, Teresita, se muere de hambre, y este juego de que los ricos imiten a los pobres puede ser peligroso. No sé cómo un hombre inteligente como Rousseau no previó lo que podría llegar a pasar andando el tiempo.

–¿Y quién es ese Rousseau? –pregunté yo, consciente de que había oído antes aquel nombre. Incluso estaba segura de haberlo visto escrito en la tapa de un libro que mi madre leía no hacía mucho con arrobo–. ¿Es un escritor?

–Más que eso –respondió el señor Moratín–, es el mayor inspirador de toda una nueva forma de pensar. Para que lo entiendas, te diré que ser como él consiste en tener lo que los franceses llaman
sensibilité
. En otras palabras: significa primar la emoción sobre la razón, el corazón sobre la cabeza, la naturaleza sobre la cultura y la espontaneidad sobre el cálculo. Dicho de otro modo: los seguidores de esta filosofía, tan en boga en Francia, piensan que, para que la emoción y la sensibilidad sean satisfactorias, éstas deben ser directas, violentas y completamente ajenas al pensamiento. Suena bien, ¿verdad? Ir donde el corazón te arrastre, seguir los impulsos de la naturaleza… Pero me temo que, en la práctica, significa lo que ahora sucede en Versalles. Allí puede verse cómo hombres y mujeres que presumen de «sensibles» se conmueven hasta las lágrimas con la idea de una familia campesina, pero ni por un momento se les ocurre hacer algo para mejorar la vida de esa pobre gente. Así las cosas, los cortesanos encuentran encantador jugar a pastores y hacer «vida natural». Ahora todos dicen admirar lo sublime y lo salvaje: los torrentes desbocados, los precipicios sin fin, las tormentas con relámpagos. En otras palabras, admiran lo muy bello, pero también lo violento y lo inútil. Dime una cosa, Teresita: puestos a elegir, ¿qué elegirías tú del reino animal: un gusano o un tigre?

–¡Un tigre! –dije sin dudarlo, y el señor Moratín sonrió.

–Una perfecta mentalidad romántica, querida niña. Un gusano es feo, pero muy útil para el hombre. Un tigre, en cambio, es bellísimo, pero también un peligro y una amenaza. No es, por tanto, el buen gusto de los románticos, que es inmejorable, lo que está en falta, sino su escala de valores. Ahora en Francia se habla de «perder la cabeza», de «privarse», de «trastornarse», y se considera que tener un corazón sensible es sinónimo de moralidad y de bondad. Pero mucho me temo, Teresita, que las injusticias y desigualdades de aquel país son enormes y todas estas bonitas palabras no les llevarán a buen puerto. Desde que el mundo es mundo se sabe que de las mejores intenciones está empedrado el camino del infierno.

Desde luego yo no estaba nada de acuerdo con lo que intentaba explicarme el señor Moratín. Tenía claro que, si me daban a elegir, prefería mil veces a bellas damas jugando a pastorcitas antes que esas modas añosas y opulentas que se podían ver en las revistas de mi madre allá en Carabanchel. También prefería los tigres a los gusanos, ¡de lejos! Y si ser romántica significaba elegir entre razón y pasión, y luego «perder la cabeza» y «trastornarme», yo sabía muy bien qué elegir, daba igual lo que dijera el señor Moratín. Así se lo comenté, y él, entonces, con ese aire triste suyo que no sé si se podía interpretar como la visión de un hombre desdichado en amores o de un hombre de letras conocedor de la naturaleza humana, intentó una nueva vía para hacerme cambiar de parecer.

Con ánimo, supongo, de que yo adoptara su punto de vista, el señor Moratín decidió contarme entonces la vida de Rousseau, el adalid del pensamiento imperante. Según él, la biografía de aquel caballero era la mejor prueba de la enorme contradicción de los románticos. Para convencerme, y pese a mi corta edad, me contó algunos detalles bastante… curiosos, digamos, de la vida privada de aquel gran hombre.

–Escucha bien, Teresita: por sus hechos los conoceréis –parafraseó don Leandro–. Mira cómo fue la vida de ese romántico empedernido. Primero hay que decir que como Jean-Jacques Rousseau se consideraba «bueno de corazón», no tuvo empacho en dejar escritos sus peores pecados, de modo que los datos que tenemos, hasta los más escabrosos, los contó él mismo. Hijo de un relojero y de una madre que murió cuando él era apenas un niño, tuvo una infancia difícil y al hacerse mayor, después de varios empleos infructuosos, decidió que lo mejor para medrar en la vida era convertirse en lacayo y más tarde en amante no de una, sino de varias damas añosas a las que llamaba «mamá». Todas ellas fueron generosas con él; una incluso lo incorporó a su vida y a la de su marido en un confortable
ménage á trois
para, una vez viuda, nombrarlo su heredero. Por aquel entonces conoció también a una tal Thérèse Le Vasseur, sirvienta de un hotel de París, con la que tuvo nada menos que cinco hijos. Bonita y numerosa familia, dirás tú, perfecto colofón para un romántico. Sin embargo, el bueno de Rousseau nunca vivió con ninguno de sus vástagos; a medida que iban naciendo los fue entregando uno a uno a la beneficencia.

–¿Quiere decir que los abandonó a todos en un orfanato? ¡Dios mío!

–Sí, querida, eso hizo. Pero este hecho singular y «romántico» no fue óbice para que en 1750 diera forma a un postulado que habría de hacerle célebre en el mundo entero. Por aquel entonces, la Academia de Dijon ofrecía un premio a quien mejor contestara a la siguiente pregunta: ¿el arte y las ciencias han beneficiado o perjudicado a la humanidad? Rousseau ganó el premio, argumentando que las ciencias y las artes eran los peores enemigos de la moral porque creaban necesidades, y que precisamente éstas eran el origen del mal. «Ciencia y virtud son incompatibles –escribió–. Por eso, el arte, la educación y todo lo que distingue al hombre civilizado del hombre natural es malvado».

»Surgiría así la llamada teoría del buen salvaje, según la cual, y siempre según sus palabras, «el hombre es naturalmente bueno y son las instituciones las que lo pervierten». A saber qué pensarían de tal asunto sus cinco hijos abandonados precisamente en una «institución», ¿no crees? Pero sea como fuere, la idea del buen salvaje hizo fortuna. Por eso ahora, treinta y tantos años más tarde, tenemos a toda la alta sociedad parisina jugando a emularle. Se visita la tumba de Rousseau como si fuera un lugar de peregrinación; las damas amamantan a sus hijos en público porque es más «natural»; ellos y ellas se disfrazan de campesinos, ordeñan vacas, apacientan ovejas adornadas con lazos rosas o azules y, mientras tanto, los pobres se mueren de hambre.

–Entonces, ¿es verdad, don Leandro, eso que cuentan de que la Reina dijo un día que si los pobres no tenían pan que comieran
brioches
?

–La Reina es muy frívola, Teresita, gasta fortunas en los tapetes de juego y en construir palacetes, por eso es tan odiada; pero no es cierto que haya dicho tal cosa. Cuando llegues a París, comprobarás que en cada esquina de la ciudad se venden libelos contra María Antonieta; la acusan de espía austríaca, de adúltera, de cosas aún más terribles; pero demos al césar sólo lo que es del césar. Yo, que adoro la Historia, la de nuestro país y también la de Francia, puedo asegurarte que esa frase hace más de cien años que corre por los mentideros. Se le atribuyó por primera vez a María Teresa de Austria, esposa de Luis XIV, y se le ha atribuido luego a otras princesas extranjeras a lo largo de este siglo. No es fácil ser mujer y extranjera en los inciertos tiempos que vivimos; ya lo verás, niña.

Tomé buena nota de las palabras del señor Moratín. Al fin y al cabo también yo me disponía a ser mujer y extranjera en París, al menos durante un tiempo. Pero al mismo tiempo me prometí que en cuanto llegase a esa ciudad convencería a mi madre para que fuéramos un día a Versalles. Necesitaba ver, aunque fuese de lejos, cómo era esa sociedad frívola y confiada cuyos miembros, según don Leandro, estaban cavando su propia tumba y hundiéndose entre grandes fiestas y dispendios, pero vestidos de campesinos. Qué extraño es el mundo de los mayores, me decía. ¿Era posible que personas adultas y tan importantes jugaran como yo a disfrazarse, a fingir otras vidas? Sería curioso saber qué iba a encontrarme en aquella ciudad con la que tanto había soñado en mi ya lejana casa de Carabanchel.

Una decisión importante

L
a casa en la que teníamos pensado alojarnos en París pertenecía a madame Boisgeloup, viuda reciente de un antiguo socio de mi padre. Poco tardaría yo en descubrir que aquel viaje familiar, que imaginaba como un interesante y corto paseo junto a mi madre y el señor Moratín para que conociera la ciudad, ocultaba un secreto propósito. Sin embargo, al principio de nuestra estancia nada me hizo sospechar que lo hubiera. Durante las primeras semanas, los tres, acompañados por la dueña de la casa, nos dedicamos a visitar los monumentos más famosos y los parques más bellos de la ciudad. Fue pasados unos veinte días y sin previo aviso cuando mamá anunció un inminente regreso a Carabanchel.

–Pero ¿por qué? –porfiaba yo–. Nos queda tanto por ver. No hemos visitado aún los alrededores de Versalles, tampoco el famoso Palais Royal, en donde, según me ha contado el señor Moratín, puede uno encontrar desde artistas de circo a cortesanas o actores. ¡Yo no quiero volver todavía a Madrid!

–Y no volverás, niña –repuso mi madre, siempre aferrada a su pañuelo empapado en
eau de Cologne
–. Bien sabe Dios que no me gusta esta ciudad. Hace un calor pegajoso, del río viene una brisa húmeda y los árboles huelen a cualquier cosa excepto a azahar, como en mi querida Valencia natal. Tampoco me gustan los franceses, ni su comida, ni sus aires de superioridad y su condescendencia para con los extranjeros. Pero por tus venas corre su misma sangre, hija mía: tú eres una de ellos.

Entonces fue cuando supe de labios de mi madre que aquel viaje, lejos de ser de placer, tenía como oculta misión dejarme allí, sola, para terminar mi formación y «pescar» marido. «Pescar»: ésa fue la palabra que utilizó.

–Porque ya vas teniendo edad de pensar en el futuro, niña, y tu padre, que tanto te quiere, cree que sería conveniente para él y también para toda la familia que matrimonies bien. ¡Al fin y al cabo los Cabarrús ya empezamos a ser alguien en la corte de Madrid!

–Entonces, ¿por qué no me puedo casar allá? –exclamé mientras las lágrimas comenzaban a rodar por mis mejillas.

Yo nunca he sido de llanto fácil, aunque en mi nueva vida pronto aprendería a fingirlo muy bellamente porque así lo requería esa actitud «romántica» tan de moda de la que hablaba el señor Moratín. Sin embargo, en aquella ocasión mis lágrimas no podían ser más reales. No volver a mi amada casa de Carabanchel ni ver a mis hermanos, tampoco a papá ni a Mademoiselle… Casarme con alguien que fuera «conveniente», eso había dicho mi madre. ¿Acaso papá y ella se habían casado por «conveniencia»? ¿Acaso el hecho de que la familia Cabarrús comenzara a ser rica e importante significaba que yo era para mi padre otra pieza con la que comerciar, con la que conseguir aún más dinero? Miré a don Leandro. Él había presenciado toda la escena, evitando mi mirada. Yo no podía saberlo entonces, pero ahora pienso que al verme arrasada en lágrimas posiblemente recordase su triste historia de amores contrariados con Sabina Conti, su amada y, andando el tiempo, inspiradora de
El sí de las niñas
.

Y ahora era yo la que debía decir «sí». Sí a quedarme sola, sin familia ni amigos, en aquella oscura casa de una oscura viuda de nombre Boisgeloup. Sí también a una nueva vida desconocida en la que me esperaban, con toda seguridad, otras muchas obligaciones propias de las niñas complacientes y casaderas. Sí por tanto a aprender latín, amén de un poco de literatura y de filosofía, puesto que todas esas disciplinas estaban de moda en París y eran necesarias para mantener una conversación mundana. Además debería aprender algo más de música y, supuestamente, perfeccionar mi francés… Debo decir, ahora que menciono esto, que yo hablaba dicha lengua con total soltura desde niña y sin el menor rastro de acento gracias al buen hacer de Mademoiselle. Aun así, muchos coinciden en apuntar que nunca perdí la entonación española y un delicioso deje madrileño. Falso. No pude perderlo puesto que nunca lo tuve; pero lo cierto es que, ese día en que mi madre me descubrió sus intenciones, decidí impostarlo de ahí en adelante. ¿No estaba acaso en la ciudad de los disfraces y de las mascaradas? ¿En la de las mentiras y los fingimientos? Muy bien: un cierto aire foráneo y racial me pareció una coquetería más que añadir a mi personalidad.

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