Atticus O'Sullivan es uno de los últimos druidas que quedan sobre la tierra. Vive tranquilamente en Arizona donde regenta una librería especializada en ocultismo. Los vecinos y sus clientes creen que este apuesto joven irlandés tiene unos veintiún años, cuando en realidad tiene veintiún siglos. Sus poderes los obtiene de la tierra, posee un acusado ingenio y es el propietario de Fragarach, la que responde, una espada mágica. Pero un enfurecido dios celta perturba la paz que ha hallado. Durante siglos ha intentado hallar a Atticus para hacerse con su espada y ahora, por fin, lo ha hecho. El druida necesitará todos sus poderes y más para enfrentarse a lo que se le viene encima. Un poco de aquella «suerte irlandesa» -ya algo pasada de moda- no le vendrá mal, así como la ayuda de una seductora diosa de la muerte, una vampira y un hombre lobo.
Kevin Hearne
Acosado
Crónicas del druida de hierro - 1
ePUB v1.0
AlexAinhoa06.04.13
Título original:
Hounded
© Kevin Hearne, 2011.
© de la traducción, Rocío Monasterio Briansó, 2011
© de la imagen de la portada, Gene Molllica
Editor original: AlexAinhoa (v1.0)
ePub base v2.1
Vivir veintiún siglos tiene muchas ventajas, y una de las principales es poder ser testigo del raro acontecimiento de la aparición de un genio. Con alguna que otra variación, la cosa siempre funciona así: de pronto alguien desprecia todo el peso de su tradición cultural, pasa por alto las miradas torvas de las autoridades y hace algo que todos sus compatriotas consideran propio de locos. De todos ellos, Galileo siempre ha sido mi favorito. Después vendría Van Gogh, pero ése sí que estaba loco de atar.
Gracias a la Diosa, no tengo pinta de haber conocido a Galileo, ni de haber asistido a los estrenos de Shakespeare, ni de haber cabalgado con las hordas de Gengis Kan. Cuando la gente me pregunta la edad, les respondo sin más que veintiuno. Si dan por hecho que me refiero a años, en vez de a décadas o siglos, no es culpa mía, ¿verdad? De hecho, todavía me piden el carné, algo que, como podría confirmar cualquier persona con cierta edad, resulta bastante halagador.
Esta pinta de jovencito irlandés que tengo no me viene demasiado bien cuando se trata de parecer un erudito en el trabajo —llevo una librería de ocultismo con una minibotica en un rincón—, pero tiene una ventaja que merece la pena destacar. Cuando voy a la carnicería, por poner un ejemplo, y la gente me ve con el pelo rizado y pelirrojo, la piel blanca y la perilla larga, inmediatamente imaginan que juego al fútbol y bebo cerveza Guinness por litros. Si llevo una camiseta sin mangas y ven los tatuajes que me cubren todo el brazo derecho, dan por hecho que toco en un grupo de rock y que fumo maría sin parar. Ni se les pasa por la cabeza que podría ser un anciano druida, y ésa es la principal razón por la que me gusta mi aspecto. Si me dejara una barba blanca y llevara un sombrero puntiagudo, si me envolviera en un aire respetable y sagaz y anduviera por ahí iluminado por una luz beatífica, más de uno podría hacerse una idea equivocada, o no tan equivocada.
A veces se me olvida la pinta que tengo y hago algo que no encaja demasiado con mi personaje, como canturrear una cancioncilla pastoril en arameo mientras hago cola en el Starbucks. Pero lo bonito de vivir en Estados Unidos es que la gente, una de dos, o tiende a hacer caso omiso de los excéntricos o se muda a las afueras para huir de ellos.
Eso habría sido impensable en los viejos tiempos. En aquel entonces, la gente que era diferente acababa en la hoguera o muerta a pedradas. Hoy en día ser diferente también tiene sus inconvenientes, por supuesto, y por eso mismo me esfuerzo tanto en pasar inadvertido. Pero, dado que los inconvenientes suelen limitarse a un poco de acoso y discriminación, se aprecia una gran mejora respecto a morir para procurar entretenimiento al pueblo llano.
Y es que vivir en el mundo moderno está lleno de ventajas de ese tipo. Muchas de las almas más veteranas que conozco piensan que el gran atractivo de la modernidad reside en sus buenos inventos, como las tuberías que van por dentro de las paredes o las gafas de sol. Sin embargo, para mí, el verdadero atractivo de Estados Unidos consiste en que, en general, es un país impío. Cuando era más joven y andaba huyendo de los romanos, era imposible dar un solo paso por Europa sin tropezarse con una piedra consagrada al dios tal o cual. Pero aquí, en Arizona, de lo único que tengo que preocuparme es de algún encuentro aislado con Coyote, y la verdad es que hasta me cae bien. (No tiene nada que ver con Tor, para empezar, y eso solo ya es motivo para llevarse bien con él. Los universitarios de por aquí describirían a Tor como un «auténtico mamón» si tuvieran la mala suerte de cruzarse con él.)
Todavía mejor que la baja densidad de dioses en Arizona es la ausencia casi total de hados. Y no me refiero a esas criaturitas aladas tan monas que Disney presenta como «hadas». De lo que yo estoy hablando es de los Fae, los Sidhe, las criaturas feéricas, los verdaderos descendientes de los Tuatha Dé Danann, nacidos en Tír na nÓg, la tierra de la eterna juventud, todos los cuales se muestran tan dispuestos a descuartizarte como a abrazarte. No me gustan demasiado, así que intento instalarme en lugares a los que les cueste llegar. En el Viejo Mundo cuentan con todo tipo de entradas a la tierra, pero en el Nuevo Mundo necesitan roble, fresno y espino para hacer el viaje, y en Arizona ésos no son árboles demasiado comunes. He encontrado un par de sitios donde los hay, como las Montañas Blancas, cerca de la frontera con Nuevo Méjico, y en una zona ribereña próxima a Tucson, pero están a más de ciento cincuenta kilómetros de mi asfaltado vecindario cercano a la universidad de Tempe. Calculé las probabilidades de que los Fae entraran en el mundo por ahí y luego cruzaran un desierto pelado con el único fin de encontrar a un druida solitario. Como me parecieron bastante pequeñas, cuando encontré este lugar a finales de los noventa decidí quedarme hasta que empezara a despertar las sospechas de los vecinos.
Durante más de una década resultó ser una decisión buenísima. Me creé una nueva identidad, alquilé un local, colgué un cartel que decía «El Tercer Ojo. Libros y hierbas» (en alusión a las creencias védicas y budistas, porque pensé que un nombre celta sería como hacer señales luminosas a quien me buscara) y compré una casita en el vecindario, a la que podía ir en bicicleta.
Vendía cristales de adivinación y cartas de tarot a los universitarios que querían escandalizar a sus padres protestantes, un montón de libros ridículos con «hechizos» para los cursis aficionados a la Wicca, y unas cuantas hierbas medicinales para aquellos que intentaban librarse de ir al médico. Incluso tenía en catálogo exhaustivas obras sobre la magia druida, todas ellas basadas en reinterpretaciones victorianas, todas ellas una auténtica basura y fuente de gran diversión para mí cada vez que vendía alguna. Algo así como una vez al mes tenía un cliente que buscaba magia seria, interesado en algún grimorio fidedigno, cosas en las que uno no se mete o ni siquiera sabe que existen a no ser que ya tenga ciertos conocimientos. La mayoría de los libros raros los vendía por Internet, otra de las mejoras importantes de los tiempos modernos.
Pero, cuando creé mi identidad y establecí mi negocio, no me di cuenta de lo fácil que sería encontrarme haciendo una simple búsqueda en los archivos públicos de la red. Ni siquiera se me pasó por la cabeza que alguno de los antiguos lo intentara —pensé que me buscarían con una bola de cristal o algún otro método de adivinación, pero jamás utilizando Internet—, así que no fui todo lo cuidadoso que debería haber sido al elegir mi nombre. Tendría que haberme bautizado John Smith o algo así, triste y anodino al mismo tiempo, pero mi orgullo no me permitía usar un nombre cristiano. Así que opté por O’Sullivan, la versión inglesa de mi verdadero apellido, y para el día a día me decanté por Atticus, de origen claramente griego. Así y todo, un supuesto veinteañero apellidado O’Sullivan, que tenía una librería sobre ocultismo y vendía obras especialmente raras de las que no tenía por qué saber nada, fue suficiente información para que los Fae me encontraran.
Un viernes, tres semanas antes de Samhain, me atacaron delante de mi tienda cuando salía para ir a comer. El silbido de una espada cortando el aire a la altura de mis rodillas y un «¡Ahí te va eso!»: así empezó todo. Su propio impulso hizo trastabillar al Fae cuando salté por encima de la espada. Sin perder un segundo, le estampé el codo izquierdo en plena cara cuando intentaba recuperarse. El resultado fue un Fae menos, pero quedaban cuatro más en la cola.
Gracias a los dioses de las tinieblas por bendecirme con esta paranoia. Yo prefería considerarla un hábito de supervivencia que una enfermedad neurótica; era la hoja cortante de un cuchillo, afilada durante siglos en la muela de Aquellos que Quieren Verme Muerto. Gracias a ella llevaba un amuleto de hierro frío al cuello, y rodeaba mi tienda no sólo con barrotes de hierro, sino también con conjuros mágicos diseñados para mantener a raya a los Fae y otros indeseables por el estilo. Gracias a ella me entrené en las técnicas del combate sin armas y puse a prueba mi velocidad con vampiros. Fue la paranoia lo que en más de una ocasión me salvó de matones como los que me atacaban en ese momento.
Quizá la palabra «matón» les quede un poco grande, pues denota abundancia de tejido muscular y notable carencia de intelecto. Estos tipos no tenían pinta de haber pisado un gimnasio en su vida ni de haber oído hablar de esteroides anabólicos. Eran flacos y enclenques, y habían decidido disfrazarse de corredores de cross, con el pecho descubierto y vestidos únicamente con un pantalón corto granate y zapatillas deportivas de las caras. Si alguien hubiera pasado por allí en ese momento, le habría parecido que intentaban golpearme con unas escobas, pero eso no era más que el encantamiento con el que habían disimulado sus armas. Las partes afiladas se ocultaban entre las cerdas, así que, si yo no hubiera podido ver a través de sus ilusiones ópticas, cuál no habría sido mi mortal sorpresa cuando las inofensivas escobas me hubieran desgarrado los órganos vitales. Dado que sí podía ver a través de los encantamientos de las criaturas feéricas, me di cuenta de que dos de mis cuatro enemigos restantes llevaban lanzas, y uno de ellos se me acercaba por la derecha. Debajo de su apariencia humana, eran como cualquier otra criatura feérica del montón; es decir, sin alas, ligeras de ropa y con ese tipo de belleza andrógina, como Orlando Bloom haciendo de Legolas o esos modelos que salen en los anuncios de productos de belleza. Los dos que llevaban las lanzas me atacaron por los dos costados al mismo tiempo, pero desvié las puntas con las manos y las lanzas me pasaron por delante y por detrás. Entonces me lancé hacia el de la derecha y le pegué en la nuez con el antebrazo. Con la tráquea rota, respirar se convierte en una acción complicada. Dos menos. Pero eran rápidos y ágiles, y sus ojos oscuros distaban de mostrar clemencia.
Al atacar al Fae me había quedado con la espalda al descubierto, así que me volví de un salto y levanté el brazo para bloquear el golpe que sabía que estaba a punto de caerme por la izquierda. No me equivocaba; una espada bajaba hacia mi cráneo y la paré en lo alto. El metal se hundió hasta el hueso y puedo decir que aquello dolía, pero ni comparación con lo que me podría haber dolido. Con una mueca de sufrimiento, me adelanté para propinar a la criatura feérica un buen golpe en todo el plexo solar con la mano abierta. Cayó contra la pared de la tienda, la que estaba protegida por los barrotes de hierro. Tres menos. Dediqué una sonrisa a los dos restantes, que ya no mostraban tanto entusiasmo por atacarme. Tres de sus compinches habían acabado envenenados al entrar en contacto con mi magia, aparte de físicamente machacados. Mi amuleto de hierro frío estaba ligado a mi aura, y seguro que para entonces ya se habían dado cuenta: yo era una especie de druida del hierro, la peor de sus pesadillas hecha carne y hueso. Mi primera víctima ya se había desintegrado en ceniza, y las otras dos no tardarían mucho en comprobar que no somos más que polvo.