Acosado (4 page)

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Authors: Kevin Hearne

Tags: #Infantil y juvenil, #Fantástico

Ésa, más que ninguna otra, era la razón por la que yo seguía con vida. Salvo Morrigan, los Tuatha Dé Danann detestaban verse envueltos en combates físicos, porque eran tan vulnerables como yo a una estocada bien dada. Gracias a la magia, habían prolongado su vida a lo largo de milenios (al igual que yo había evitado los estragos de la edad), pero su final podía producirse violentamente, como les había sucedido a Lugh, Nuada y algunas deidades más. Por eso eran tan proclives a utilizar mercenarios, venenos y otras formas cobardes de atacar cuando su magia no resultaba suficiente, y Aenghus Óg ya había probado prácticamente todas esas cosas contra mí.

—Impresionante —dijo Morrigan, con el amuleto en la mano y sacudiendo la cabeza.

—No es una defensa perfecta —señalé—, pero es bastante buena, aunque no esté bien que yo lo diga.

Levantó la vista hacia mí.

—¿Cómo lo hiciste?

Me encogí de hombros.

—Con paciencia, sobre todo. El hierro puede doblegarse a tu voluntad, si tu voluntad es más fuerte que el hierro. Pero es un proceso lento y laborioso que dura siglos, y se necesita la ayuda de un elemental.

—¿Qué le pasa cuando cambias de forma?

—Se encoge o aumenta en proporción. Fue lo primero que aprendí a hacer con él.

—Nunca había visto nada parecido. —Morrigan arrugó la frente—. ¿Quién te enseñó esta magia?

—Nadie. Es un método mío.

—Entonces me lo enseñarás, druida. —No me lo estaba pidiendo.

No respondí al momento, sino que bajé la vista hacia el collar y cogí uno de los talismanes. Era un cuadrado de plata con una forma en bajorrelieve que recordaba a un salmón, y lo levanté para que Morrigan pudiera estudiarlo.

—Este talismán, cuando se activa, me permite respirar debajo del agua y nadar como si ése fuera mi elemento natural. Funciona junto con el amuleto de hierro que está aquí en el centro, el cual me protege de las tretas de las Selkies, las sirenas y demás. En el mar sólo me supera Manannan Mac Lir. Tardé más de doscientos años en perfeccionarlo, y éste no es más que uno de los muchos valiosísimos talismanes del collar. ¿Qué me ofreces a cambio de tal conocimiento?

—Tu existencia prolongada —masculló Morrigan.

Sabía que me respondería algo por el estilo. Morrigan nunca había destacado por su diplomacia.

—Ése es un buen comienzo para las negociaciones —repuse—. ¿Lo formalizamos? Yo te enseñaré este nuevo druidismo, creado con gran esfuerzo a lo largo de muchos siglos de ensayo y error, a cambio de que olvides mi mortalidad por el resto de los tiempos. En otras palabras, no me llevarás nunca.

—¿Estás pidiéndome la auténtica inmortalidad?

—Y a cambio recibirás una magia que te convertirá en un ser supremo entre todos los Tuatha Dé Danann.

—Ya soy un ser supremo, druida —gruñó.

—Alguno de tus primos querría disentir —contesté, pensando en la diosa Brigid, que en ese momento gobernaba en Tír na nÓg como primera entre los Fae—. De todos modos, sea cual sea tu decisión, te doy mi palabra de que no enseñaré esta magia a ninguno de ellos en ninguna circunstancia.

—Es justo —respondió después de un momento, y volví a respirar tranquilo—. Muy bien. Tú me enseñarás cómo has conseguido cada uno de esos talismanes según las condiciones que has dicho, y cómo ligaste el hierro a tu aura, y yo te permitiré vivir por siempre.

Sonriendo, le dije que encontrara un trozo de hierro frío que pudiera utilizar como su amuleto y entonces podríamos empezar.

—Aun así, deberías desaparecer de aquí ahora mismo —me dijo, una vez cerrado el trato—. El hecho de que yo no vaya a llevarte no significa que estés a salvo de otros dioses de la muerte. Si Aenghus te vence, alguno de ellos acabará viniendo a por ti.

—Deja que me preocupe sólo por Aenghus —contesté.

Preocuparme por él era mi especialidad. Si el amor y el odio eran las dos caras de la misma moneda, Aenghus pasaba un tiempo desproporcionado en el lado del odio para ser un dios del amor, sobre todo en lo que a mí se refería. También tenía que ocuparme de los efectos del envejecimiento, y si perdía una extremidad no iba a crecerme otra vez. Ser inmortal no me hacía invencible. Recordad lo que le hicieron las bacantes a ese pobre Orfeo.

—Bien —acordó Morrigan—. Pero primero ten cuidado con los humanos. Al servicio de Aenghus, uno de ellos te encontró utilizando un tipo de herramienta nueva llamada Internet. ¿Tú la conoces?

—Lo utilizo todos los días —contesté, asintiendo.

Tenía menos de un siglo, así que para Morrigan se consideraba algo nuevo.

—Según lo que dice ese humano, Aenghus Óg va a enviar unos cuantos Fir Bolg para confirmar que el tal Atticus O’Sullivan es el anciano druida Siodhachan Ó Suileabháin. Tendrías que haber utilizado un nombre diferente.

—Soy un completo idiota, de eso no cabe duda —respondí, meneando la cabeza, mientras encajaba todas las piezas que explicaban cómo debían de haber dado conmigo.

La expresión de Morrigan se suavizó y, cogiéndome por la barbilla, acercó su boca a la mía. Su túnica negra se desvaneció y quedó ante mí como si hubiera salido de un póster de Nagel. El aroma embriagador de todas las cosas deseables para un hombre volvió a invadirme, aunque el efecto quedó mitigado porque en esta ocasión yo llevaba el amuleto. Me besó intensamente y después me apartó con esa sonrisita exasperante, consciente del efecto que producía en mí, con ayuda de la magia o sin ella.

—A partir de ahora lleva el amuleto en todo momento —me dijo—. Y llámame, druida, cuando me necesites. Ahora tengo que ir a dar caza a unos humanos.

Y, con esas palabras, volvió a convertirse en el cuervo del campo de batalla y salió volando por la puerta de mi tienda, que se abrió sola para que pudiera pasar.

Capítulo 3

Llevo el tiempo suficiente en el mundo como para no tener en cuenta la mayoría de las supersticiones, porque yo sé lo que son: al fin y al cabo, ya andaba por aquí cuando se inventaron muchas de ellas. Pero una superstición en la que da la casualidad que sí creo es esa que dice que las cosas malas siempre vienen de tres en tres. En mis tiempos, el dicho era: «Las nubes de tormenta están tres veces malditas.» Pero no puedo andar diciendo eso y confiar en que la gente crea que soy un jovencito norteamericano de veintiún años. Tengo que resignarme a frases del tipo: «La vida es una mierda, tío.»

Por lo tanto, la salida de Morrigan no me dejó tranquilo, pues suponía que a partir de entonces el día no haría más que empeorar. Cerré la tienda un par de horas antes de lo habitual y me fui a casa en la mountain bike con el collar por debajo de la camisa, preocupado por lo que podría encontrar esperándome.

Me dirigí hacia la universidad y giré a la izquierda en Roosevelt, en dirección sur hacia el barrio de Mitchell Park. Antes de que se levantaran los diques en el río Salt, toda esa zona era una planicie de aluvión de tierra muy fértil. Al principio eran tierras de cultivo, pero las parcelas se fueron subdividiendo cada vez más y empezaron a construirse en la década de 1930 hasta los años sesenta, con casas con su porche delantero y su césped bien regado. Solía tomarme el camino con calma y disfrutaba del trayecto: saludaba a los perros que me daban la bienvenida ladrando o me paraba a charlar con la viuda MacDonagh, a quien le gustaba sentarse en la entrada a beber su whisky Tullamore Dew en un vaso perlado de gotitas, mientras se ponía el sol. Hablaba en irlandés conmigo y me decía que era un muchacho muy agradable con un alma muy vieja, y yo disfrutaba de la conversación y de la ironía de ser el joven de los dos. Solía arreglarle el jardín una vez a la semana y a ella le gustaba mirarme mientras lo hacía, para terminar declarando en voz alta: «Si tuviera cincuenta años menos, jovencito, iba a ocuparme yo de ti y no se iba a enterar más que Nuestro Señor, vaya que sí». Pero aquel día iba con prisa, así que me limité a saludar con un gesto hacia el porche de la viuda y seguí pedaleando tan rápido como podía. Giré a la derecha en la calle 11 y bajé un poco el ritmo, con todos los sentidos puestos en descubrir alguna señal que anunciara nuevos problemas. Cuando llegué a mi casa, no entré directamente, sino que me agaché cerca de la calle y hundí la mano derecha tatuada en la hierba del jardín, para comprobar el estado de mis defensas.

La casa era una construcción de los años cincuenta. Orientada hacia el norte, tenía un porche elevado de barandilla blanca con un parterre de flores. En el césped del frente se alzaba un árbol de mezquite enorme, un poco a la derecha respecto al centro, y, más a la derecha, un camino llevaba al garaje. Del camino salía un senderito de piedras que conducía al porche y a la puerta delantera. La ventana de la fachada no me dijo nada, pues estaba envuelta en las sombras del final del día. Pero al estudiar los conjuros a través del césped… Sí. Había alguien. Y, dado que no existía ni mortal ni Fae menor que pudiera romper los conjuros de mi casa, eso me dejaba dos únicas opciones: salir a toda prisa en ese mismo momento o ir a descubrir qué miembro de los Tuatha Dé Danann había deshecho mis nudos y me esperaba dentro.

Podía ser Aenghus Óg. Sólo pensarlo me provocó un escalofrío, a pesar de que estaríamos a casi cuarenta grados (en Arizona no tenemos temperaturas soportables hasta la segunda quincena de octubre, y para eso todavía faltaba una semana, más o menos). No lograba imaginármelo abandonando Tír na nÓg, por mucho que Morrigan insistiera en que estaba de camino. Así que quise comprobarlo con mi mascota, Oberón, a quien me unía un lazo muy especial; tanto que, para ser totalmente sincero, debería llamarlo mi amigo.

¿Cómo va todo, amigo?

¿Atticus? Hay alguien, respondió Oberón desde el patio trasero.

No percibí tensión en sus pensamientos. Más bien me dio la impresión de que meneaba la cola. El hecho de que tampoco me lo hubiera encontrado ladrando era señal de que pensaba que todo estaba en orden.

Ya lo sé. ¿Quién es?

No lo sé. Sin embargo, me gusta. Ella dijo que quizá podríamos ir a cazar más tarde.

¿Te habló? ¿En la mente, como yo?

Resultaba un poco difícil hacer entender a un animal el lenguaje humano; no era una magia sencilla y no todos los Tuatha Dé Danann se tomarían la molestia de hacerla. Lo más normal era que se limitaran a transmitir emociones e imágenes, como cuando se habla con un elemental.

Sí, y me dijo que le recordaba a mis antepasados.

Buen piropo.

Era cierto que Oberón era un magnífico ejemplar de lebrel irlandés, con abundante pelaje gris oscuro y de constitución robusta. Sus antepasados se llamaban perros de guerra, no lebrel, y acompañaban a los irlandeses a la batalla. Se utilizaban para derribar del caballo a los guerreros y atacar los carros. Los perros de guerra de mi juventud eran animales mucho menos amistosos que los lebreles modernos de hoy en día. De hecho, ahora la mayoría son medio mansos, porque hace siglos que los crían para que sean tranquilos y no conciben siquiera la posibilidad de atacar otra cosa que no sea su cuenco de pienso seco. Por el contrario, en Oberón se conjugaba la mejor combinación de características: podía manifestar o no su ferocidad ancestral según las exigencias de cada ocasión. Lo había encontrado por Internet en una casa de acogida de Massachusetts, después de acabar harto de los criadores de Arizona, que no tenían más que animales demasiado domesticados. Cuando fui a conocer a Oberón, vi que era prácticamente salvaje desde el punto de vista moderno, pero no había duda de que lo que hacía falta era hablar con él. Lo único que quería era salir a cazar de vez en cuando: concédele eso y se convierte en un perfecto caballero.

No es de extrañar que te gustara. ¿Te hizo alguna pregunta?

Sólo quiso saber cuándo llegarías.

Eso era tranquilizador. Era evidente que no iba detrás de ninguno de mis tesoros, y eso significaba que no estaba al servicio de Aenghus Óg.

Entiendo. ¿Y hace cuánto tiempo que está aquí?

Llegó hace poco.

A los perros no se les da demasiado bien medir el tiempo. Diferencian el día de la noche, pero aparte de eso se muestran bastante indiferentes al discurrir de las manecillas del reloj. Así que «hace poco» podía significar cualquier cosa entre un minuto y varias horas.

¿Te has echado una siesta desde que llegó?

No. Justo acabábamos de hablar cuando tú llegaste.

Gracias, Oberón.

¿Vamos a ir de caza dentro de poco?

Eso depende de nuestra visitante. Sea quien sea, yo no la he invitado.

Oh. En los pensamientos de Oberón se coló la incertidumbre. ¿No te he protegido bien?

No te preocupes, Oberón. No estoy enfadado contigo. Pero voy a ir a la parte de atrás a atarte y después vamos a entrar juntos en casa. Quiero que me defiendas en caso de que la visita no resulte tan amistosa como aparenta.

¿Y si ataca?

Mátala.

Uno no va regalando segundas oportunidades a los Tuatha Dé Danann.

Pensaba que me habías dicho que nunca atacara a humanos.

Ella hace mucho tiempo que no es humana.

Está bien. De todos modos, no creo que ataque. Es una inhumana muy simpática.

Quieres decir «no humana». Inhumana significa «cruel», le expliqué, mientras me incorporaba y rodeaba la casa con sigilo, en dirección al patio trasero.

Oye, que ésta no es mi lengua materna. No me atosigues.

Dejé la bicicleta en la calle, con la esperanza de que no me la robaran en esos pocos minutos. Cuando abrí la verja, Oberón me estaba esperando con la lengua fuera y meneando la cola. Lo rasqué un momento detrás de las orejas y nos dirigimos juntos a la puerta trasera.

Los muebles del patio tenían el mismo aspecto de siempre. Mi herbario seguía tranquilamente plantado en jardineras, dispuestas en hileras a lo largo de la valla del fondo y en gran parte de la zona que suele ocupar el césped.

Encontré a la visitante en la cocina, intentando hacerse un batido de fresa.

—¡Que Manannan Mac Lir se lleve este cacharro maldito a la tierra de las sombras! —gritaba, mientras daba puñetazos a los botones de mi batidora—. Los mortales siempre aprietan aquí y el maldito aparato funciona. ¿Por qué el tuyo no hace nada? —me preguntó, lanzándome una mirada irritada.

—Porque hay que enchufarlo —expliqué.

—¿Qué es eso de enchufar?

—Introducir en las ranuras que hay en esa pared el dispositivo con dos salientes que cuelga del extremo de esa cuerda. Eso da a la batidora… su fuerza motriz.

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