Con una patada al aire me descalcé las sandalias que llevaba y retrocedí un poco hacia la calle, de forma que las criaturas feéricas quedaran con la pared llena de hierro a su espalda. Además de ser una buena estrategia, me acercaba a una franja estrecha de hierba que había entre la calzada y la acera, de donde podría absorber la fuerza de la tierra para cerrarme la herida y acabar con el dolor. Ya me preocuparía más tarde por coser el tejido muscular. Lo más urgente era detener la hemorragia, pues había demasiadas cosas espeluznantes que un mago enemigo podía hacer con mi sangre.
Al mismo tiempo que pisaba la hierba y absorbía su poder para curarme, envié una llamada —una especie de mensaje instantáneo a través de la tierra— a un elemental de hierro que conocía, informándole que tenía a dos criaturas feéricas ante mis ojos, por si le apetecía un tentempié. No tardaría en responderme, porque la tierra está ligada a mí tal como yo estoy ligada a ella, pero quizá le llevara un momento. Para ganar tiempo, interrogué a mis asaltantes.
—Sólo por curiosidad, chicos, ¿vuestra intención era capturarme o matarme?
El que estaba a la izquierda, con una espada corta en la mano derecha, creyó más apropiado gruñirme una orden que darme una respuesta.
—¡Dinos dónde está la espada!
—¿Qué espada? ¿La que tienes en la mano? Todavía la tienes en la mano, tontorrón.
—¡Ya sabes qué espada! ¡Fragarach, la que responde!
—Ni idea de lo que estás hablando. —Negué con la cabeza—. ¿Quién os envía, chicos? ¿Estáis seguros de que no os habéis equivocado de tipo?
—Segurísimos —contestó en tono sarcástico el de la espada—. Llevas tatuajes druídicos y puedes ver a través de nuestros encantamientos.
—¡Pero si mucha gente metida en la magia puede hacer eso! Y no hace falta ser druida para apreciar un bonito diseño celta. Pensadlo un momento, amigos. Habéis venido a preguntarme por una espada, pero es evidente que no tengo ninguna, porque si no ya la habría utilizado. Lo único que digo es que os paréis a pensar que tal vez os hayan enviado aquí a morir. ¿Estáis seguros de que los motivos de la persona que os envía son completamente puros?
—¿A morir? —El de la espada resopló ante lo ridículo de mi insinuación—. ¿Siendo cinco contra uno?
—Ahora mismo sois dos contra uno, por si te has perdido la parte en que maté a tres de los tuyos. Quizá la persona que os envió ya sabía que iba a ser así.
—¡Aenghus Óg jamás nos haría eso! —exclamó el de la espada, y así se confirmaron mis sospechas. Había conseguido un nombre, y era un nombre que me perseguía desde hacía milenios—. ¡Somos de su misma sangre!
—Aenghus Óg arrebató la casa a su propio padre. ¿Qué importancia tiene el parentesco para alguien como él? Escuchad, yo ya he vivido esta situación, pero para vosotros es la primera vez. El único amor del dios celta del amor es el que se profesa a sí mismo. Nunca pierde el tiempo ni pone en peligro su magnífica figura en una misión de reconocimiento, así que, cada vez que cree que ha dado conmigo, manda a una panda de sus vástagos de usar y tirar. Si vuelven con vida, es la prueba de que en realidad no era yo, ¿lo entendéis?
La expresión de sus rostros reflejaba que sí empezaban a entenderlo. Se agazaparon en actitud defensiva, pero ya era demasiado tarde y ni siquiera estaban mirando a donde tenían que mirar. Los barrotes que recorrían la pared de mi tienda se habían fundido silenciosamente a su espalda y se habían convertido en unas fauces de afilados colmillos de hierro. La enorme boca negra se extendió hacia ellos y se cerró con un chasquido, mascando la carne de las criaturas feéricas como si estuvieran hechas de queso fresco. Después se las tragó cual gelatina, sin darles apenas tiempo para lanzar un último grito de sorpresa. Las armas cayeron al suelo con un repiqueteo metálico, sin hechizo alguno que las ocultara. La boca de hierro volvió a fundirse en los barrotes habituales, después de dedicarme una rápida sonrisa satisfecha.
Recibí un mensaje del elemental de hierro antes de que se desvaneciera, en esos estallidos breves de emociones e imágenes que tienen por lenguaje: Druida llama. Criaturas feéricas esperan. Delicioso. Gratitud.
Miré alrededor para ver si había testigos de la pelea, pero no andaba nadie cerca: era la hora de comer. Mi tienda queda al sur de la universidad, en la avenida Ash, y todos los locales para comer están al norte de las facultades, por las avenidas de Ash y Mill.
Recogí las armas de la acera y abrí la puerta de la tienda, sonriendo para mis adentros al ver el letrero de «salí a comer». Lo giré para que se leyera «abierto»; tal vez pudiera aprovechar y vender algo, ya que iba a tener que quedarme a limpiar. Me dirigí a la zona de tés, llené una jarra de agua y me miré el brazo. Todavía lo tenía rojo e hinchado por el corte, pero estaba curándose bien y había anulado el dolor. De todos modos, no me pareció prudente arriesgarme a que se me desgarrara el músculo por llevar agua, así que tendría que hacer dos viajes. Dejando la jarra sobre el mostrador, cogí un bote de lejía de debajo del fregadero y salí afuera. Eché lejía en cada mancha de sangre y después volví en busca de la jarra, para hacer desaparecer todo rastro de la pelea.
Ya había acabado de limpiar las manchas de sangre con magnífico resultado, y volvía para guardar la jarra en su sitio, cuando un cuervo gigantesco entró volando en la tienda detrás de mí. Se posó en un busto de Ganesha, extendió las alas y ahuecó las plumas con un agresivo gesto de exhibición. Se trataba de Morrigan, diosa celta de la muerte y la destrucción, y se dirigió a mí con mi nombre irlandés.
—Siodhachan Ó Suileabháin —graznó con aire dramático—, tenemos que hablar.
—¿No puedes adoptar forma humana? —respondí, mientras colocaba la jarra en un estante para que se secase. Al girarme, descubrí una salpicadura de sangre en mi amuleto y me lo quité para limpiarlo—. Me dan escalofríos cuando me hablas así. El pico de las aves no está diseñado para pronunciar fricativas, ¿sabes?
—No he viajado hasta aquí para recibir una lección de lingüística —repuso Morrigan—. Malos augurios me traen. Aenghus Óg sabe que estás aquí.
—Pues vaya noticia, eso ya lo sabía. ¿No acabas de ocuparte de cinco criaturas feéricas muertas? —Dejé el collar en el mostrador y cogí una toalla para secarlo con toquecitos suaves.
—Se las mandé a Manannan Mac Lir —contestó, refiriéndose al dios celta que acompaña a los vivos a la tierra de los muertos—. Pero eso no es todo. Aenghus Óg va a venir en persona, incluso podría estar ya de camino.
Me quedé inmóvil.
—¿Estás segura? —pregunté—. ¿Lo que dices está basado en pruebas sólidas?
El cuervo aleteó con gesto irritado y graznó.
—Si esperas a las pruebas, será demasiado tarde —repuso.
Sentí que me invadía el alivio y me liberé de toda la tensión que me agarrotaba la espalda.
—Ah, o sea que es un augurio vago.
—No, el augurio era muy concreto —me contradijo Morrigan—. Una fatalidad mortal se cierne sobre ti en este lugar y tienes que huir si quieres evitarla.
—¿Ves? Otra vez lo mismo. Todos los años te pones así cuando se acerca Samhain. Si no es Tor que viene por mí, es uno de los olímpicos. ¿Te acuerdas de la historia del año pasado? Que si Apolo se había ofendido porque me había asociado con los equipos universitarios de Sun Devil…
—Esta vez es diferente.
—… sin tener en cuenta que yo ni siquiera voy a la universidad, sólo trabajo cerca. Pero el dios iba a venir en su carro dorado y me iba a dejar hecho un acerico de flechas.
El cuervo se movió pesadamente sobre el busto, con aire incómodo.
—En aquel momento parecía una interpretación razonable.
—¿Que la deidad griega del sol se sintiera ofendida por la relación indirecta de un viejo druida con la mascota de una universidad en el otro lado del planeta parecía razonable?
—Los puntos esenciales eran correctos, Siodhachan. Te dispararon.
—Unos críos me pincharon las ruedas de la bicicleta con unos dardos, Morrigan. Creo que tal vez exageraras un poco la amenaza.
—Da igual. No puedes quedarte aquí. Los presagios son funestos.
—Está bien. —Suspiré, resignado—. Cuéntame lo que viste.
—Hace poco estaba hablando con Aenghus…
—¿Has hablado con él? —Si hubiera estado comiendo, me habría atragantado en ese punto—. Pensaba que os odiabais.
—Y nos odiamos. Pero eso no significa que seamos incapaces de mantener una conversación. Yo estaba descansando en Tír na nÓg, agotada después de un viaje a Mesopotamia. ¿Has pasado por allí hace poco? Es un deporte magnífico.
—Con todos mis respetos, pero ahora los mortales lo llaman Irak, y no, no paso por allí desde hace siglos.
Las ideas de Morrigan y las mías sobre hacer deporte no tenían nada que ver. Como diosa de la destrucción que es, nada le gusta más que una guerra que nunca acaba. Sale por ahí con Kali y las valquirias, y lo pasan de muerte en el campo de batalla. Yo, por mi parte, dejé de pensar que las guerras eran divertidísimas después de las Cruzadas. Últimamente soy más de béisbol. Quise saber más.
—¿Qué te dijo Aenghus?
—Se limitó a sonreír y a decirme que cuidara de mis amigos.
Enarqué las cejas.
—¿Es que tienes amigos?
—Claro que no. —El cuervo erizó las plumas y se mostró ofendido ante la mera sugerencia—. Bueno, Hécate puede ser divertida a veces y últimamente pasamos mucho tiempo juntas. Pero creo que se refería a ti.
Morrigan y yo tenemos una especie de trato (aunque es demasiado vago para mi gusto): ella no vendrá a buscarme mientras mi existencia siga haciendo que Aenghus Óg se retuerza de furia. No puede decirse que sea una amistad —ella no es el tipo de criatura que permite cosas así—, pero ya nos conocemos desde hace mucho tiempo y de vez en cuando aparece para mantenerme a salvo de problemas. En una ocasión, cuando me sacaba de la batalla de Gabhra, me explicó: «Para mí resultaría un poco embarazoso que te decapitaran y aun así no murieras. Tendría que dar más de una explicación: la negligencia en el cumplimiento del deber es difícil de justificar. Así que, a partir de ahora, no me obligues a llevarme tu vida para guardar las apariencias.» En aquella época, yo todavía tenía sed de sangre y la fuerza palpitaba en mis tatuajes. Por aquel entonces formaba parte de los fianna y no había nada que me apeteciera más que darle una buena lección a ese niñato malcriado del rey Cairbre. Pero Morrigan ya había escogido un bando, y cuando una diosa de la muerte te dice que abandones la batalla, la abandonas. Desde que me gané la enemistad de Aenghus Óg hace tantos siglos, ella siempre ha intentado advertirme de los peligros mortales que se cruzan en mi camino. Aunque de vez en cuando exagera la gravedad de las amenazas, supongo que debería estarle agradecido porque nunca las subestima ni se olvida de avisarme.
—A lo mejor sólo quería jugar contigo, Morrigan. Aenghus es así.
—Lo sé muy bien. Por eso consulté el vuelo de los cuervos y descubrí que no presagiaban nada bueno en relación a tu posición aquí. —Puse una mueca, pero Morrigan continuó antes de que me diera tiempo a decir nada—: Sabía que con ese augurio no te bastaría, así que, para conseguir algo más concreto, lancé los palos.
—Vaya.
Estaba sorprendido. Tenía que reconocer que se había tomado muchas molestias. Hay muchas formas de echar los palos, leer las runas o practicar cualquier otro tipo de adivinación, como diferentes maneras de interpretar el futuro en hechos aleatorios. Por mi parte, prefiero todos esos métodos al estudio del vuelo de los pájaros o el movimiento de las nubes, porque al menos mi implicación en la práctica centra lo aleatorio en mí. Los pájaros vuelan porque quieren comer, o aparearse, o coger una rama para su nido; y no puedo dejar de pensar que es una completa ridiculez buscar una relación entre eso y mi futuro o el de cualquier otra persona. Como es lógico, lanzar unos palitos y hacer una predicción tampoco es que sea mucho mejor, pero al menos sé que mi acción y mi voluntad en el ritual pueden llamar la atención de la Fortuna, para que se detenga y diga: «Aquí está lo que te espera en la próxima escena.»
También había druidas que sacrificaban animales y leían el futuro en sus entrañas. Yo siempre lo consideré demasiado sucio, además de que había que desperdiciar un buen pollo, una ternera o lo que fuera. Hoy en día le gente piensa en esas prácticas y dice: «¡Qué cruel! ¿Por qué no se hacían vegetarianos como yo?» Pero la creencia druídica permite disfrutar de una feliz vida de ultratumba e incluso un viaje, o diez, de vuelta a la tierra. Dado que el alma nunca muere, clavar el cuchillo en un trozo de carne de esto o lo otro no es un asunto de tanta importancia. De todos modos, a mí nunca me convenció eso de los sacrificios. Hay formas mucho más limpias y más fiables de echar un vistazo bajo las faldas de la Fortuna. Los druidas como yo utilizan veinte palos que guardan en una bolsa. Todos tienen tallado un signo Ogham que representa uno de los veinte árboles nativos de Irlanda, y poseen un gran poder profético. Muy parecido a como se hace con el tarot, los palos se interpretan según el sentido en el que caen respecto al adivinador. Hay una serie de significados positivos si caen hacia arriba y otros tantos significados negativos si lo hacen hacia abajo. Sin mirar, el adivinador saca cinco palos de la bolsa y los tira al suelo delante de él. Después, trata de interpretar el mensaje según su posición.
—¿Y cómo cayeron? —pregunté a Morrigan.
—Cuatro estaban talados —respondió Morrigan y esperó a que asimilara la respuesta. No me aguardaban buenos tiempos.
—Entiendo. ¿Y qué árboles fueron los que te hablaron?
Morrigan se quedó mirándome como si, al oír las palabras que estaba a punto de pronunciar, fuera a desmayarme como uno de esos personajes encorsetados de Jane Austen.
—Fearn. Tinne. Ngetal. Ura. Idho.
Aliso, acebo, junco, brezo y tejo. El primero representaba un guerrero y era, al mismo tiempo, el de interpretación más clara y el más vago. Todos los demás sugerían que al guerrero en cuestión, fuera quien fuese, le iban a ocurrir todo tipo de penurias. El acebo anunciaba retos y pruebas más que duras, el junco destilaba miedo, el brezo advertía de sorpresas y el tejo profetizaba la muerte.
—Vaya —repuse, con el tono más despreocupado que pude fingir—. Y, en concreto, ¿cómo cayeron el aliso y el tejo uno respecto al otro?