—Ya, se supone que tengo que estar hastiado y triste porque el sol brilla, ¿no? No te preocupes, me meteré en el papel en cuanto abramos la tienda. Oye, bonita espada.
—Gracias.
Me quedé esperando a que me preguntara algo sobre ella, pero por lo visto Perry ya había dicho todo lo que tenía que decir sobre el tema. Los jóvenes pueden ser muy simples a veces.
Miré de reojo el reloj de detrás del mostrador. Cinco minutos para la hora de apertura.
—Dame un minuto para que prepare un poco de té, después pon música y en marcha. Hoy quiero que estén las dos cajas abiertas.
En una pared tenía el mostrador de la botica y los tés, justo al entrar a la izquierda. En la estantería de madera que había detrás se sucedían los botes y unos cajones pequeñitos donde guardaba las hierbas en bolsas, muchas de las cuales venían del jardín de mi casa. También tenía un par de hornillos para calentar el agua. Había una nevera pequeña donde guardaba la leche, un fregadero y unas cuantas tazas de té que ya estaban lavadas y secas. Además, vendía algún paquete de galletas y muffins, pero la mayor parte de las ganancias de la botica venía de los tés medicinales y las hierbas. Me había ido haciendo una clientela habitual entre los vecinos de más edad, que acudían en busca de la combinación exacta de tés que les aliviaba la artritis y les daba una inyección de energía (yo lo llamaba «Mueve-Té»). Durante las diez horas siguientes a haberlo tomado, se sentían diez años más jóvenes, y así me ganaba sus bendiciones. Se compraban el periódico y se pasaban la mañana discutiendo sobre política y las costumbres de los jóvenes de hoy en día, acomodados en las cinco mesas que yo había puesto delante del mostrador. Una de las cajas estaba allí, y la otra al «fondo» de la tienda, en la pared oeste, para los clientes que sólo querían algo de la librería.
Básicamente, mi catálogo de libros se reducía a una amplia colección de obras de la editorial Barnes & Noble sobre religión y la Nueva Era. Pero también contaba con unos cuantos textos serios sobre magia, detrás de una vitrina colocada en la pared norte. Por las estanterías había repartidas figuras de Buda, incienso y bustos de dioses hindúes. Habría añadido unos cuantos crucifijos si hubiera habido demanda de tal cosa, pero no sé por qué los devotos del cristianismo tendían a evitar mi tienda. En cambio, las cruces celtas sí que eran muy populares, así como diferentes representaciones del Hombre Verde.
Perry enarcó las cejas.
—¿Quieres abrir la segunda caja? ¿Tanta gente crees que va a haber?
Asentí.
—Tengo el presentimiento de que va a ser un día fuera de lo normal. —En realidad, lo único que pasaba era que no quería que Perry anduviera cerca del mostrador de la botica, donde se escondía Oberón—. Si tienes un rato, mira a ver si puedes exponer las cartas de tarot de alguna manera. A lo mejor así vendemos alguna más.
—Pero si las sacamos será muy fácil robarlas.
Me encogí de hombros.
—Eso no me preocupa.
Era cierto. Todo lo que estaba en la tienda tenía el mismo hechizo que había puesto a Fragarach en el patio de mi casa. Nada podía salir por la puerta a no ser que antes pasara por una de las cajas. Más de un ladrón en ciernes no había conseguido salir de la tienda, porque no se lo permitían las cosas que se había metido en el bolsillo.
—Está bien. Voy a poner música. ¿Gaitas celtas?
—No, esta mañana mejor un poco de guitarra. Ese dúo mexicano, Rodrigo y Gabriela.
—Perfecto.
Perry se dirigió al fondo de la tienda, donde estaba el equipo de música, mientras yo llenaba un par de teteras y las ponía al fuego. Un par de clientes fijos entrarían en cuanto abriésemos, así que más valía tener el agua preparada. Miré los revisteros y vi que Perry ya los había preparado.
Empezó a oírse una guitarra española y su rasgueo sugería a los clientes que en ese lugar no sólo podrían refugiarse de las emisoras de radio comerciales, sino de todas las cosas rancias y desprovistas de personalidad y misterio. Perry se acercó a la puerta agitando las llaves.
—¿Abro ya? —preguntó.
Asentí.
La primera persona que cruzó la puerta fue mi abogado diurno, Hallbjörn Hauk, aunque en la Norteamérica moderna se hacía llamar Hal. Vestía un traje de raya diplomática azul oscuro, camisa blanca y una corbata de color amarillo pálido. Iba perfectamente peinado, como siempre, con un corte a lo Joe Buck, y me sonrió con el hoyuelo de su barbilla. Si no hubiera sabido que era un hombre lobo, habría creído que era el marido ideal para mi hija.
—¿Has leído los periódicos, Atticus? —me preguntó sin más preámbulos.
—Todavía no —repuse—. Y buenos días, señor Hauk.
—Muy bien. Pues entonces sería mejor que les echases un vistazo. —Agarró un ejemplar de Te Arizona Republic y me lo tiró al mostrador, señalando el titular de la columna de la derecha—. Ahora cuéntame, amigo —dijo con su mejor imitación del acento irlandés, aunque no lograba desprenderse de los toques del antiguo islandés—, ¿no sabrás nada de este augurio de problemas que aparece aquí?
El titular decía: «GUARDIA MUERTO EN PAPAGO PARK.»
Olvidándome de mi acento inglés de Estados Unidos, le contesté en el mismo estilo:
—Sé más de lo que es recomendable, si hablamos como abogado y cliente.
—Ya me lo imaginaba. Anoche oí reír a Coyote, y lo que le hace gracia al dios no suele ser lo más inofensivo, ¿verdad?
—No suele serlo, no, señor. Lo más probable es que necesite tu ayuda dentro de poco.
—Está bien. Entonces, ¿comemos juntos en el Rúla Búla? —Se refería al pub irlandés que estaba al norte de la avenida Mill y que era mi local favorito—. Me da la impresión de que vamos a mantener una buena charla, y no hay ninguna razón para que no la tengamos delante del mejor pescado con patatas de treinta estados.
Asentí.
—Al mediodía, señor.
No tenía la menor idea de dónde había sacado eso de los treinta estados. ¿Cuáles eran los veinte estados que tenían un pescado con patatas mejor que el Rúla Búla? Estaba claro que le había dedicado más tiempo que yo a las especialidades de pescado con patatas, y he de admitir que eso me provocó un pinchazo de culpabilidad. Para mí, encontrar el mejor pescado con patatas de todo el país no era un mero entretenimiento y hacía ya tiempo que no me dedicaba a ello, más del que me gustaría reconocer. La mayoría de los sitios destacaba en uno de los dos elementos del plato, pero eran pocos los locales que prestaban la misma atención a ambos componentes culinarios. El Rúla Búla se contaba entre los pocos pubs irlandeses que trataban con igual mimo las patatas y el pescado, y su existencia había sido uno de los factores determinantes a la hora de instalarme en Tempe.
—Perfecto. Entonces, nos vemos —se despidió Hal, y salió sin decir nada más.
Llegaron mis clientes de la tercera edad: Sophie, Arnie, Joshua y Penelope. Joshua cogió un periódico y señaló el mismo artículo que me había enseñado Hal.
—Por Dios, ¿habéis visto esto? —dijo, agitando el diario—. Es como si estuviéramos otra vez en Nueva York. —Todos los días decía más o menos lo mismo sobre algún artículo, así que sentí un extraño alivio.
Apareció un buscador solitario tras algo que no fuera judeocristiano y compró unos manuales sobre budismo, hinduismo y Wicca.
—Que la armonía sea contigo —le dije cuando ya se iba, y él me hizo un gesto con la cabeza.
Tenía todo mi respeto: al menos no se contentaba con tragarse lo que daban en televisión. Y entonces cruzó la puerta algo que se salía de lo normal.
Era una bruja. Sus conjuros personales irradiaban señales de advertencia. A pesar de que yo no era lo bastante experto para saber qué hacían o de qué la protegían, sí que podía adivinar qué era ella a través de su aura. Sin perder un segundo, murmuré un hechizo que ligara mi cabello con mi cuerpo. Las brujas hacen auténticas atrocidades con el pelo, la sangre e incluso las uñas cortadas, y yo todavía no sabía si aquélla venía como amiga o enemiga. Por su aspecto, no era más que una universitaria a la última: nada de túnicas negras ni sombreros puntiagudos, ni rastro de granos peludos en la punta de una nariz enorme. Llevaba la melena castaña recogida en una cola de caballo y daba la impresión de que aquel peinado lo había escogido con tanto cuidado como el maquillaje del rostro y el brillo rosa de los labios.
Vestía una camiseta de tirantes blanca y unas gafas de sol enormes, de montura también blanca. En una mano llevaba un móvil rosa y un llavero que tintineaba cada vez que se movía. Un diminuto pantalón de algodón color turquesa, que habría suspendido un examen de recato, daba paso a las piernas bronceadas y sedosas. Calzaba chanclas rosas y llevaba las uñas de los pies pintadas en ese mismo color, con un brillo dorado.
Se tomó un momento para mirar alrededor, observando lo invisible más que lo visible, antes de dirigirse directamente al mostrador de la botica. Aparentaba mi supuesta edad, unos veintiuno, pero yo sabía lo engañosas que pueden llegar a ser las apariencias. No podía calcular su verdadera edad sin más información, pero los ojos que se ocultaban tras las gafas de sol eran mucho mayores que veintiún años: habían visto cosas que no le permitían seguir siendo ni joven ni estúpida. No obstante, no había cumplido el siglo, a juzgar por su aura, pues todavía la tenía fluida y no se distinguían esas marcas tan reveladoras de los realmente viejos. Si podía percibir los hechizos que había en el interior de la tienda y alrededor, se daría cuenta de que yo también era mucho mayor de lo que aparentaba.
—¿Eres el dueño de la tienda? —me preguntó, mientras se acercaba al mostrador.
—Sí. ¿En qué puedo ayudarte?
—¿Tú eres Atticus O’Sullivan?
—Ajá —asentí.
Alguien le había dicho por quién tenía que preguntar, porque no tengo puesto el nombre en el escaparate.
—He oído que sabes preparar unos tés increíbles.
—Bueno, sí. Puedo hacerte un poco de oolong de origen chino con un antioxidante que es impresionante. ¿Quieres una taza?
—Suena muy bien, pero ése no es el tipo de té al que me refiero.
—Vaya. ¿Qué andas buscando?
—Necesito un té que… que dé una lección de humildad a un hombre que se siente atraído por mí. Que deje de verme atractiva.
—¿Qué? Espera. ¿Quieres dejar de ser atractiva?
—Para ese hombre en concreto, sí. ¿Sabes hacer un té para eso?
—Si lo he entendido bien, quieres una especie de antiviagra.
—Lo has entendido perfectamente.
Me encogí de hombros.
—Podría ser. —Sonrió. Sus dientes eran tan blancos y perfectos que parecía un anuncio de pasta dentífrica—. Pero ¿cómo supiste de mí? —añadí.
—Pertenezco al aquelarre de Radomila —contestó tendiéndome la mano—. El miembro más joven, para ser exactos. Me llamo Emilia, pero en Estados Unidos me he cambiado a Emily.
Me relajé un poco. Radomila y yo manteníamos una relación cordial y, además, profesional. Ella era la dirigente del Aquelarre de Tempe, formado por trece brujas que sabían muy bien lo que se hacían. Tenían un nombre mucho más atractivo que ése, pero preferían mantenerlo en secreto. Radomila era bastante poderosa y yo prefería no tener problemas con ella. Es decir, frente a frente lo más probable es que pudiera acabar con ella, pero entonces todo el aquelarre se me echaría encima, me machacaría y luego avisaría a Morrigan para que viniera a recogerme, porque seguro que tenían a su propia diosa de su lado.
—¿Por qué me necesitas a mí, Emily? —quise saber, mientras le estrechaba la mano.
Sabía que estaba intentando calcular mi poder a través del contacto físico, pero ese truco no sirve de mucho con los druidas. Absorbemos nuestra fuerza de la tierra cuando la necesitamos, así que lo único que sentiría sería el nivel mínimo de poder que estaba utilizando para mantener el camuflaje de Oberón. Gracias a eso, más de un enemigo me había infravalorado, así que por mí no había ningún problema. No soy de los que andan por ahí pavoneándose con todo lo que pueden hacer.
—¿Acaso Radomila ya no puede ocuparse ella misma de su aquelarre? —proseguí—. En un caso así, vosotras mismas os podrías hacer cargo. No me necesitáis para nada.
—Eso es cierto. Pero Radomila no quiere tener nada que ver con la elaboración de esta poción en concreto, y yo tampoco. Necesitamos… ayuda externa.
—¿Y por eso has venido aquí? Yo no soy más que un boticario amable que sabe que las brujas existen.
—Te ruego que no te andes con encubrimientos conmigo. Sé muy bien lo que eres: un druida.
Perfecto. Eso es lo que se llama poner las cartas sobre la mesa. Eché otro vistazo a su aura, que estaba bastante roja y se agitaba por su deseo de poder. Tal vez fuera mayor de un siglo. Los universitarios de hoy en día no empiezan las frases con «te ruego» y seguro que creen que un encubrimiento es una postura sexual.
—Yo también sé qué eres tú, Emily de las Hermanas de las Tres Auroras. —Frunció los labios, sorprendida al oírme utilizar el verdadero nombre de su aquelarre—. Si no quieres dar una lección de humildad a ese tipo tú misma, entonces seguro que yo tampoco quiero.
—Si aceptaras hacerlo, Radomila y su aquelarre estarían en deuda contigo.
Enarqué una ceja.
—¿Estás autorizada a comprometer a Radomila de esa forma?
—Sí —repuso, pasándome una nota por encima del mostrador.
Era la letra de Radomila. Y la mancha que había debajo era la sangre de Radomila (incluso seca podía sentir su poder). Vaya que si tenía autorización.
Cogí rápidamente la nota y me la metí en el bolsillo.
—Está bien —accedí—. Acepto preparar el té a cambio de la promesa de vuestro aquelarre de que me ayudará en el futuro, siempre que tú en persona jures seguir mis instrucciones al pie de la letra y pagues mis tarifas habituales.
Se puso un poco rígida, pues seguro que esperaba que con la nota estuviera todo resuelto, pero al final hizo un brusco gesto de asentimiento.
—Lo juro.
—Muy bien. —Sonreí—. ¿Cuánto tiempo deseas anular tu atractivo para ese hombre?
—Una semana debería ser suficiente.
—Entonces, mañana vendrás aquí a la misma hora, y harás lo mismo todos los días durante una semana, para tomar el té que yo te prepararé. En caso de que no te presentes, nuestro contrato quedará cancelado y no tendrás derecho a la devolución del dinero.
—Estoy de acuerdo y acepto las condiciones.