—Mañana me traerás un cheque por valor de diez mil dólares.
Casi se le salen los ojos de las órbitas.
—¡Eso es escandaloso! —exclamó enfadada, y tenía razón. Nunca cobraba más de doscientos dólares por mis servicios de botica—. ¡Es imposible que ésa sea tu tarifa habitual!
—Si el Aquelarre de Tempe no quiere encargarse de la libido de tu amante, algo que podría hacer con mucho menos esfuerzo que yo, tiene que pagarme un plus de peligrosidad —repuse.
—Pero ¡no tan alto! —replicó escandalizada, lo cual quería decir que admitía que el peligro era real.
Saqué la nota y se la tendí.
—En ese caso, deseo que pases un buen día.
Emily hundió los hombros.
—Eres un buen negociante —dijo con la mirada clavada en la superficie del mostrador. No hizo amago alguno de coger la nota, pero yo seguía ofreciéndosela.
—Entonces, ¿mañana me traes el cheque? —insistí.
—Sí —contestó, y entonces guardé la nota de nuevo.
—Pues mañana empezamos.
—¿Y por qué no ahora?
—Hasta que no tenga el cheque, nada.
—Entonces, si traigo el cheque hoy, ¿podemos empezar?
—Sí, Emily, ésas son las condiciones que yo mismo he propuesto.
—Y, una vez que hayamos empezado, ¿no incumplirás tu promesa?
No era normal plantear ese tipo de cuestiones de forma tan brusca, pero era una cuestión razonable. Todos los contratos tendrían que garantizar al cliente, en la medida de lo razonable, que iban a cumplirse. Pero la verdad es que parecía bastante complicado lograr que un tipo la tuviera fláccida durante toda una semana.
—Emily, tienes mi palabra de que, una vez que haya recibido el pago, cumpliré el contrato como hemos determinado, siempre y cuando aparezcas por aquí todos los días a la misma hora para beber el té.
Se escupió en la mano y me la tendió.
—¿Trato hecho?
Me quedé mirando la mano y no hice ningún movimiento. Si yo también me escupía y se la estrechaba, ya habría conseguido un poco de mi saliva con la que trabajar. Entregar tus propios fluidos a una bruja es como cortarte una buena tajada del trasero y ofrecérsela a un hombre lobo.
—Trato hecho —contesté, con las manos quietas sobre el mostrador—. Tienes mi palabra.
Me dedicó una sonrisa triunfal, sin ofenderse lo más mínimo, y salió de la tienda sin fingir interés por ninguno de los artículos. Lo que sí hizo fue señalar a Oberón detrás del mostrador y decir «Adiós, perrito», sólo para demostrarme que lo había visto a través del camuflaje. Me pregunté, demasiado tarde, si habría sido sensato llegar a aquel acuerdo. La respuesta más probable era que no. Las brujas tienen métodos mucho mejores para controlar su cuerpo que tomar brebajes de druidas, y si estaban dispuestas a empeñar la magia de todo su aquelarre y, por si eso fuera poco, a pagarme diez mil ducados para librarse de un tío salido, eso quería decir que se trataba de un íncubo o algo todavía peor.
Hoy en día, la magia de la atracción es poco más o menos que ciencia. Le prepararía una mezcla de hierbas que suprimiera sus feromonas naturales, que eran lo que en realidad excitaba a nuestro amigo. Después, haciendo un par de hechizos de amarre especiales, haría que exudara el mismo compuesto químico que emiten las mofetas. A no ser que al tipo le fuera la «mofetofilia» y nadie lo supiera, Emily se pasaría toda la noche con un churro blandengue. Además, me aseguraría de que ella tampoco se excitara, añadiendo un poco de inhibidores de monoaminas naturales. No era la primera vez que preparaba ese tipo de brebaje, pues lo vendía a las hermandades femeninas con el nombre de Humilla-Té. Lo utilizaban con sus ex novios o con acosadores, o cuando querían terminar una relación pero no tenían ningún motivo.
Cuando aprendí a hacer tés como ése, no tenía ningún nombre para todas las reacciones químicas que provocaban las hierbas. Todo lo relacionado con el herbolario me parecía tan mágico como podían parecer mis hechizos a un profano. La ciencia le había quitado un poco de misterio a todo el proceso, pero no esa sensación de poder que me daba el saber que yo podía conseguir compuestos con los que la industria farmacéutica sólo podía soñar.
Pero tampoco voy a fingir que estaba ayudando a Emily para sentirme bien. Había calculado cómo salir bien parado del trato, porque tener a todo un aquelarre en deuda significaba mucho poder mágico y no me vendría nada mal si los augurios de Morrigan se cumplían.
Al final sí que fue una mañana ajetreada, y quedé como todo un genio por haber decidido abrir la segunda caja. Perry no tuvo tiempo para encargarse de las cartas de tarot hasta mucho más tarde, y yo no encontré un momento para leer entero el artículo sobre el guarda del parque. Imaginé que Hal me daría todos los detalles cuando llegase al Rúla Búla.
Vamos, Oberón. Es la hora de comer.
¿Hamburguesas? Levantó la cabeza, ilusionado.
Pescado. Y vamos a un restaurante, así que tienes que portarte bien y no molestar.
Da igual adónde vayamos, siempre son las mismas normas: pórtate bien y no molestes.
Me despedí de Perry con un gesto y le dije que volvería en una hora, más o menos.
—Quedas a cargo, ¿vale?
—De acuerdo —respondió, diciéndome adiós a su vez.
Abrí la puerta del todo para que Oberón pudiera salir, quité el candado de la bici y me subí a ella de un salto.
No te pares a oler los árboles ni las bocas de incendios. No puedo estar cada dos por tres llamando a un perro invisible para que se dé prisa.
¿Cuándo voy a poder divertirme un poco?, se quejó Oberón.
Después de que cierre la tienda podrás jugar alrededor de la casa de la viuda. ¡Oye, imagínate perseguir a sus gatos con el camuflaje! Seguro que se mueren del susto.
Oberón hizo los ruiditos equivalentes a una carcajada canina.
Vaya, eso sí que suena divertido. Puedo acercarme al atigrado sin que se dé cuenta y después ladrarle cuando esté justo al lado. Va a pegar un buen salto.
Nos reímos al imaginarlo mientras subíamos por la avenida Mill, pasando por delante de los bares, las tiendas y alguna que otra galería. Oberón me siguió contando sus planes, que incluían apoyar la pata sobre la cola del gato persa y ver qué pasaba.
Hal Hauk ya ocupaba una mesa en el Rúla Búla, junto a la ventana, y había pedido una pinta de Smithwick para cada uno. Me sentí halagado y decepcionado al mismo tiempo, porque eso significaba que no iba a poder acercarme a la barra a olfatear a la camarera.
Y no es tan asqueroso como suena.
Granuaile, la preciosa pelirroja que atendía en el Rúla Búla, no era del todo humana, pero todavía no sabía qué era. Su olor constituía la única pista. Representaba todo un misterio, pero de los atractivos. Sobre los hombros le caía una cascada de rizos largos y pelirrojos. Llevaba una camiseta ajustada, pero recatada al mismo tiempo. No se ganaba las propinas a golpe de escote, como hacen otras camareras, sino con sus ojos verdes, sus labios carnosos y las pequitas que le coloreaban las mejillas. Era de tez pálida y suave y tenía los brazos cubiertos por una delicada pelusilla dorada. Se había pintado las uñas de verde, a juego con los ojos.
No era uno de los Fae, porque yo podía ver a través de todos sus encantamientos y, de todos modos, nunca le había prestado atención a mi collar de hierro. Tampoco podía ser una muerta viviente, porque entonces no trabajaría en el turno de día. No era una mujer lobo de ninguna especie, como había sugerido Hal, pues yo ya lo había descartado por mis propios medios. Había llegado a pensar que podría ser una bruja, pero no tenía las marcas típicas en su aura. Si fuera cualquier ser salido del infierno, habría olido a azufre. Sin embargo, desprendía un aroma indescriptible que no llegaba a ser floral, sino más bien pinot gris mezclado con algo que recordaba a la India, como azafrán y amapolas. Sólo me quedaba la conclusión de que era algún tipo de diosa que ocultaba su verdadera naturaleza y vivía, mal que bien, de incógnito. Era lo que hacían muchos miembros de la comunidad sobrenatural, repartidos por todo el mundo. Su aspecto de preciosa muchacha irlandesa era todavía más descarado que el mío, pero dudaba mucho de que tuviera nada irlandés. Debía de provenir de algún panteón extranjero, y yo estaba empeñado en averiguarlo sin preguntarle ni una sola cosa.
Me dedicó una sonrisa cuando entré en el pub y se me aceleró un poco el corazón. ¿Tenía la menor idea de cuál era mi verdadera naturaleza o sólo veía el disfraz tonto de chico universitario?
Le cambió la expresión cuando vio que pasaba de largo ante la barra y me dirigía a la mesa de Hal.
—¿Hoy no te sientas conmigo, Atticus? —dijo poniendo morritos, y a punto estuve de volver sobre mis pasos en ese mismo momento.
Tranquilo, muchacho, me aconsejó Oberón a mis pies, con un deje irónico.
No le presté atención.
—Lo siento, Granuaile. —Era imposible que ése fuera su verdadero nombre; debía de haberlo escogido a propósito para que encajara en un pub irlandés—. Tengo que planear un pequeño golpe con mi amigo —dije, haciendo un gesto hacia Hal.
Sonrió de nuevo.
—Si es una conspiración, quiero participar. Sé guardar un secreto.
—No lo dudo —contesté, y ella enarcó las cejas. Sentí que una sonrisa idiota tomaba posesión de mi cara.
—Ejem. El tiempo es oro, señor O’Sullivan —me llamó Hal.
Volví la cabeza hacia él y de repente me di cuenta de que me había parado en medio del bar y de que ya ni siquiera me acordaba de por qué había ido allí. Para ser exactos, el tiempo de Hal costaba trescientos cincuenta dólares la hora.
La próxima vez que me lleves al parque de perros y me grites que me aleje de las caniches, voy a recordarte este momento, intervino Oberón.
Avergonzado, corrí rápido a la mesa de Hal y me senté delante de él. Oberón se coló debajo de la mesa y esperó a que la comida le cayera del cielo.
Hal frunció el entrecejo.
—Huelo a tu perro.
—Está debajo de la mesa, camuflado.
Hal abrió los ojos como platos al reparar en la cinta que me cruzaba el pecho y en la empuñadura que sobresalía por mi hombro.
—¿Esa espada es lo que pienso que es?
—Sí —contesté, y eché un buen trago de Smithwick.
—¿Se utilizó en el incidente de anoche?
—No, pero me gusta estar preparado. Hay más problemas en camino. Muchos más.
—¿Debo decírselo a la manada? —quiso saber Hal.
Hombres lobo: siempre pensando en su manada.
—Oye, soy yo el que está a punto de perder los huevos, no la manada. No hace falta que le digas nada a nadie sobre este asunto, excepto a Leif. De hecho, quiero verlo en cuanto se levante esta noche. Mándamelo a casa.
Hal me miró como si acabara de pedirle que limpiara mi vómito con la lengua.
—¿Vas a pagar tú al bufete por su tiempo, o lo hará él?
Se refería al acuerdo comercial que yo tenía con el vampiro. Leif y yo teníamos un trato especial: a veces pagaba sus servicios con dinero, y otras veces pagaba en especies, es decir, con mi sangre. (Había tenido mucho cuidado en pasar por alto ese dato con Flidais.) La sangre de un humano de 2.100 años de edad, y además druida, era un añejo embriagador, con cuerpo y muy difícil de encontrar. Me hacía un corte en el brazo, le llenaba una copa y después me curaba. Eso era equivalente a una factura por doce horas de sus servicios. Al terminar, fregaba la copa y me aseguraba de que Leif no hubiera derramado ni una sola gota, porque estaba realmente paranoico con la idea de que mi sangre llegara a manos de las brujas. Él mismo pagaba al bufete por el preciado líquido, y gracias a aquellos brindis se había ido haciendo cada vez más poderoso. Nunca lo vi utilizar ese poder, porque nada por aquella zona se habría atrevido a enfrentarse a él, pero creo que lo que Leif pretendía era hacerse tan fuerte que, algún día, pudiera acabar con Tor.
—¿Acaso importa? Sea como sea, el bufete siempre cobra.
Llegó nuestra camarera e interrumpimos la conversación para pedirle tres platos de pescado con patatas. El tercero era para Oberón, que estaba cumpliendo muy bien eso de permanecer invisible. Cuando se fue la camarera, Hal extendió las manos encima de la mesa.
—Está bien, cuéntamelo todo —me dijo.
Así que le hablé de Flidais, pero me callé la parte de Morrigan. No era todo, todo, pero se le acercaba mucho.
—O sea que una diosa de tu panteón ha venido y se ha ido —resumió cuando terminé de hablar—, y podrías recibir la visita de otros dos dioses irlandeses antes de que todo esto haya acabado.
—Eso es. Aenghus Óg y Bres. Además de los Fir Bolg.
—Además de ésos. Nunca he visto ninguno. ¿Cómo son?
—Para ti, parecerán una panda de motoristas o algo así, pero con un olor horrible.
—El olor de los motoristas muchas veces es horrible.
—Pues entonces eso hace el disfraz mucho mejor. Lo importante es que no los verás tal como son en realidad, porque se cubren con encantamientos cuando andan por el mundo mortal. Al natural, son gigantes con una pésima higiene bucal y gran afición a llevar lanzas. En los viejos tiempos eran un pueblo independiente, pero los Tuatha Dé Danann los han convertido en sus matones particulares.
—¿Hasta qué punto suponen una amenaza?
—¿Para mi vida? No me preocupan demasiado. Me preocupan más los daños colaterales que cualquier otra cosa.
—Porque atraerían a la policía.
—Que estoy seguro de que es la razón por la que los envían. Los Fir Bolg no destacan por su discreción.
Llegaron los platos de pescado con patatas y suspiré contento. Son esos pequeños placeres sencillos de la vida los que hacen que merezca la pena vivir más de un siglo o dos. Dejé caer un trozo de bacalao para Oberón y traté de disimular los ruidos que hacía al masticar, haciendo yo mismo más ruidos.
—¿Qué puedo hacer para librarme de la brigada de control de animales? —pregunté, con la boca llena de patatas y de cerveza.
Hal se encogió de hombros.
—Lo más sencillo es hacer lo que estás haciendo y mentir. Mantenlo escondido y, siempre que te pregunten, di que se ha escapado y que no sabes dónde está. En un mes, o incluso menos, estarán tan ocupados con otros casos que no podrán controlar si tienes el perro o no. Entonces les cuentas a tus vecinos que ya has perdido la esperanza de que vuelva y que vas a conseguir otro perro y, aquí está, Oberón reaparece. Ah, y yo no volvería a cazar por las colinas de Papago durante un año, más o menos.