Oberón gimoteó al oír aquello y lo silencié tirándole otro trozo de bacalao al suelo.
—Eso suponiendo que la policía le siga la pista hasta tu casa —añadió Hal—. Todavía no han pasado por ahí, ¿verdad?
Negué con la cabeza.
—Por ahora no. Pero creo que alguien los está dirigiendo, así que no me cabe la menor duda de que acabarán apareciendo. Ahora dime lo que puedo hacer si no quiero mentir.
Hal dejó de masticar y se quedó mirándome varios segundos sin pestañear.
—¿No quieres mentir? —Lo había cogido totalmente por sorpresa.
—¡Claro que quiero! Sólo es que me gustaría saber qué más puedo hacer, algo en lo que todavía no haya pensado. Por eso te pago, Hal, quiero decir, joder, venga ya.
Hal sonrió.
—Hablas como si de verdad fueras uno de esos críos modernos. No tengo ni idea de cómo lo logras.
—Pasar inadvertido es el mejor truco de supervivencia que conozco. En realidad lo único que hay que hacer es escuchar con atención y repetir como un loro. Así que dime qué hacer si me veo obligado a ser sincero.
—¿Sincero como si la policía pudiera ver a través de tu hechizo de camuflaje y supiera que tiene a Oberón delante de sus narices?
—Exacto. Imagina que soy un chico normal y corriente sin magia a su disposición. En ese caso, ¿cómo protejo a Oberón?
El hombre lobo bebió un buen trago de Smithwick y disimuló un eructo mientras pensaba. Por fin, apoyó las manos abiertas sobre la mesa.
—Veamos, la única forma en la que podrían defender el caso sin tener testigos sería con una muestra de ADN. Oberón no tiene derechos, pero, como su dueño, podrías exigir que tuviesen una orden antes de llevar a cabo la búsqueda y tomar la muestra sin motivo. No obstante, si aparecen con la orden, no tendrás más remedio que dejarles hacer lo que quieran. Y, a juzgar por lo que me has contado, si consiguen la muestra de ADN, tienen el caso resuelto.
—Así es —admití, asintiendo.
—Bueno, otra forma de retrasar el proceso es alegar algún tipo de protesta por motivos religiosos.
—¿Cómo funciona eso?
—Protestas contra las pruebas de ADN que quieren hacerle a tu perro, argumentando que eso es contrario a tu religión.
Me quedé mirándolo como si estuviera intentando venderme el Vientre Plano y el Musculator por solo 19,99 dólares, más gastos de envío.
—Mi religión no está en contra de las pruebas de ADN. No teníamos ni idea de lo que era el maldito ADN allá por la Edad de Hierro.
Hal se encogió de hombros.
—Eso ellos no lo saben. —Estaba claro: ninguno de los dos conseguiría nunca un premio a la ética—. Conque la Edad de Hierro, ¿eh?
Hal llevaba mucho tiempo intentando adivinar mi edad y, por un descuido, le había dado otra pista. Hice caso omiso de sus palabras y arrugué la frente con un gesto escéptico.
—¿Ese argumento puede funcionar?
—No, el juez lo echaría abajo alegando que tu perro no comparte tus creencias religiosas o algo así. Pero al menos retrasaría bastante las cosas, lo suficiente para que decidieras dónde esconder a Oberón si (y esto no es más que una hipótesis) no pudieras hacerlo con la ayuda de la magia.
—¡Buen trabajo, amigo! —exclamé con alegría con un acento recién sacado de Piccadilly Circus—. Sabía que escondías un buen abogado en alguna parte.
—Vete a la mierda —me respondió Hal en el mismo tono—. Limítate a camuflarlo, mentir y hacer lo que puedas para que todo sea lo más fácil posible para todo el mundo, ¿de acuerdo?
Sonreí.
—Eso haré. ¿Adónde va a ir la manada a correr con la próxima luna llena?
—A las Montañas Blancas, cerca de Greer. ¿Quieres venir?
De vez en cuando, la manada permitía que Oberón y yo saliéramos a correr con ellos, y siempre lo pasábamos muy bien. El único tema problemático tenía que ver con mi estatus dentro del grupo, porque los hombres lobo están obsesionados con las jerarquías. A Magnusson no le gustaba que los acompañara, porque en teoría él tendría que haberse sometido a mí —si a mí me hubieran importado algo esas cosas—, y los jefes no se sienten demasiado cómodos mostrando sumisión delante de su manada. Por supuesto, yo no podía culparlo por eso, así que llegamos al acuerdo de que yo era un «amigo» de la manada. Era una especie de invitado que estaba a la misma altura que todos sus miembros, pues en esencia quedaba fuera de su jerarquía, y eso dejaba a todo el mundo mucho más tranquilo. Pero eso también significaba que mi abogado tenía que ser Hauk, no Magnusson. Como segundo, ya estaba acostumbrado a la sumisión y no perdía el tiempo debatiendo consigo mismo si podía cubrir mis necesidades legales o no.
—Me encantaría, pero cae cerca de Samhain y tengo que atender a mis propios rituales. De todos modos, muchas gracias por la invitación.
—De nada. —Me tendió la mano por encima de la mesa y se la estreché—. Yo pago esta comida y, cuando se levante por la noche, le diré a Leif que quieres verlo. Llámame si necesitas cualquier otra cosa. Y no te acerques a la camarera pelirroja. Sólo puede traerte problemas.
—Eso es como pedirle a una abeja que no se acerque a las flores. —Le sonreí—. Gracias, Hal. Saluda a la manada de mi parte. Vamos, Oberón.
Nos levantamos y los dos nos dirigimos hacia la puerta. Granuaile me despidió con la mano y me sonrió.
—Ven pronto a verme, Atticus.
—Sin falta —le prometí.
Ni siquiera sabes si de verdad le gustas, comentó Oberón cuando ya habíamos salido y estaba desencadenando la bici. Podría estar dedicándote el mismo trato que a todos los clientes y picarte un poco, con la esperanza de conseguir una buena propina. Entre perros, sólo hace falta acercarte y olerles el culo y ya sabes cuáles son tus posibilidades. Es mucho más sencillo. ¿Por qué no podéis tomar ejemplo los humanos?
Quizá lo haríamos si tuviéramos mejor sentido del olfato. Es evidente que la naturaleza favoreció a los de vuestra especie en ese aspecto.
Cuando volví a la tienda y le dije a Perry que podía salir a comer, Emily la bruja ya estaba esperándome. Bebía una taza de manzanilla que Perry le había preparado. El muchacho no era ningún genio con la tetera, pero se apañaba para hervir un poco de agua y servirla sobre los saquitos que yo preparaba y etiquetaba con cuidado de antemano.
—¿Tan pronto estás de vuelta? —dije al acercarme—. Debes de estar ansiosa por empezar.
—Bastante —repuso ella. Se levantó de la mesa y caminó hacia mí con esos aires de Barbie que se daba. Agitó un cheque delante de mis narices antes de decir en un tono mordaz—: Aquí está tu plus de peligrosidad, aunque no haya mucho peligro en preparar un té. Jamás me habría imaginado que los druidas eran tan avariciosos.
Cogí el cheque e hice todo un teatro, examinándolo con mucho cuidado, porque sabía que eso le molestaría. Ella había intentado provocarme a propósito, y nadie puede hablarme con ese descaro y salir impune. Vi que enrojecía y tuve la certeza de que habría querido decir algo sobre mi gesto, pero tuvo la sensatez de mantener la boca cerrada y contentarse con resoplar.
—Parece que está todo en orden —dije al fin—. Iniciaré tu tratamiento porque tu aquelarre me ha ayudado en el pasado, pero si en el banco me dicen que es un cheque sin fondos, está claro que el contrato quedará anulado.
Es cierto que no hacía falta que dijera eso y que resultaba incluso ofensivo, pero era una malcriada tal que sentí que se lo merecía.
—Bien —gruñó como única respuesta.
Le sonreí y fui detrás del mostrador para empezar a preparar su té. Trabajé un rato en silencio. Éramos las únicas personas en toda la tienda, pero ninguno de los dos estaba de humor para ponerse a charlar. Oberón se dio cuenta.
Gengis Kan jamás habría tolerado esa actitud, me dijo.
Tienes mucha razón, amigo mío. Pero tengo tanta culpa yo como ella. Ninguno de los dos está siendo muy agradable.
De eso ya me he dado cuenta. Pero ¿por qué no? ¿No es el tipo de hembra que de costumbre te parece atractiva?
Si ése fuera su aspecto de verdad, seguro. Pero en realidad está rondando los noventa años y, además, no confío en las brujas.
¿Crees que va a intentar algo? ¿Me pongo detrás de ella?
No, sabe que estás aquí. Puede ver a través del camuflaje. Lo que creo es que me oculta algo y por eso estoy con la mosca detrás de la oreja.
¿Hay una mosca? No la he visto.
Olvídalo. Sólo escucha. En cuanto beba el té, intentará sorprenderme con algo. Está esperando a que el contrato esté cerrado del todo antes de decir nada.
Bueno, ¡pues entonces devuélvele el cheque y échala de aquí! No necesitamos andar metidos en juegos de brujas. Siempre quieren terminar atrapándote a ti y a tu perrito, de paso.
Sabía que no tenía que dejarte ver El mago de Oz.
Toto no se merecía ese trauma. Era tan pequeñito…
Cuando la infusión de Emily ya había adquirido el color adecuado, se la dejé en el mostrador.
—Tómatela tal como está —le indiqué—. Sin edulcorantes, y no tomes nada dulce en tres horas por lo menos. A partir de hoy, ten mucho cuidado y no olvides que tampoco puedes comer nada en las tres horas anteriores. La insulina dificultaría que tu cuerpo metabolizara los compuestos medicinales del té. —Era todo mentira. Sólo me lo inventé para molestarla—. Y tarda un par de horas en hacer efecto, así que no te lances directa a su cama.
—Muy bien —contestó.
Y se echó al buche el té como si fuera una pinta irlandesa, sin tener en cuenta que el líquido caliente podía destrozarle la lengua y la garganta. Era evidente que quería terminar con el asunto cuanto antes. Dejó la taza en el mostrador con fuerza, como si fuera un chupito, y me sonrió con expresión malévola.
—Y llegados a este momento, en el que se ha cerrado un contrato que no puedes incumplir sin sufrir graves consecuencias, druida, tengo el placer de informarte que el hombre al que estás dejando impotente con este brebaje no es ni más ni menos que Aenghus Óg.
Vaya, eso sí que era una noticia bomba. Provocaba un sinfín de preguntas, y entre todas se imponía la de «¿Dónde está Aenghus Óg ahora mismo?». Si ya se encontraba en la ciudad y pasaba el tiempo tonteando con las brujas del lugar, mi paranoia estaba más que justificada. Eso significaba que su implicación en el incidente de la noche anterior era mucho más directa de lo que había creído. Y significaba algo más, que sin duda era lo que Emily quería hacerme entender: al ser yo el creador de la herramienta de su humillación, Aenghus Óg se vería obligado a matarme cuanto antes. Ya no podría conformarse con jugar al tiro al blanco conmigo de vez en cuando y desde lejos. Ahora tendría que buscarme de forma más activa y hacérmelas pagar.
Sí, señor, las nubes de tormenta están tres veces malditas. Primero los Fae descubren dónde estoy escondido, después mi perro mata a un humano y por último me gano la enemistad personal de un dios, que durante siglos se había contentado con mandarme algún esbirro para molestarme.
No obstante, no iba a permitir que Emily disfrutara ni con la más mínima expresión de desesperación por mi parte. Quería ver el pavor reflejado en mis ojos, pero reprimí mis sentimientos y fingí que estaba hablando de cualquier cosa inofensiva, como Don Pimpón o el Capitán Kangaroo.
—¿Así que has acudido a mí para dejarlo alicaído como una lechuga? —repuse—. Tú misma podrías haberte encargado de eso: te desprendes de esa piel joven y le muestras tu verdadero aspecto.
Uau. Ni yo mismo podía creer que acabara de decir eso. A la bruja casi se le salen los ojos de las órbitas al escuchar tal ofensa y levantó la mano para propinarme una bofetada. Veamos. Puedo aceptar una bofetada de una mujer normal; es más, hasta reconocería que me la merecía si dijera algo así a una universitaria normal y corriente. Pero que una bruja te dé una bofetada no es admisible, y punto. Tan seguro como que la luna llena sale una vez al mes era que la bruja utilizaría las uñas para arrancarme un poco de piel de las mejillas, incluso un poco de sangre, y entonces me tendría a su merced. Precisamente un amigo mío había sido víctima de ese truco hacía unos cuantos siglos y eso había hecho que yo odiara a las brujas todavía más. Una vez una bruja lo había provocado hasta que le dijo algo grosero y entonces le había dado una bofetada. Le había dejado marcas rojas en la cara y esa misma noche el corazón le explotó en el pecho. No quiero decir que tuvo un ataque al corazón, sino que su corazón explotó literalmente, como si alguien le hubiera puesto explosivos, mucho antes de que se hubiera inventado la pólvora. Junto con unos cuantos druidas, lo llevamos a la tumba y le practicamos una autopsia rudimentaria para intentar descubrir lo que lo había matado tan de repente. Lo que encontramos fue un auténtico cráter en medio de la caja torácica. Entonces me di cuenta de que lo habían matado en el mismo momento en que había recibido la bofetada.
Jamás lo había vengado, porque la bruja voló, y a pesar del paso de los siglos todavía me dolía. Por eso reaccioné con tanta violencia cuando Emily intentó abofetearme. Me protegí la cara con un brazo y con el otro le pegué un golpe, con más fuerza de la que debería haber usado. No tendría que haberla tocado siquiera; habría bastado con retroceder para que no me alcanzara. Pero es que tengo la manía de perder los estribos cuando intentan matarme y eso era lo que ella intentaba, que nadie se lleve a engaño. La bruja gimió y se tambaleó, llevándose las manos a la nariz. Le había roto el tabique y me sentí fatal, a pesar de que lo que ella pretendía era mucho peor. Mientras la bruja se recuperaba de la sorpresa e iba asimilando lo que acababa de suceder, aproveché para intentar quitarle importancia.
—Tú me has atacado con violencia y yo me he defendido. Sé que una bofetada tuya significa el fin de mi vida, o al menos una amenaza seria, y no podía permitirlo. Y si estuvieras pensando en utilizar la magia en mi propia tienda, estaría obligado a recordarte que a veces es mejor ser prudente que audaz.
—Y yo estaría obligada a recordarte que no carezco de poder. ¡Radomila se enterará de lo que ha pasado!
—Ningún problema. Le enseñaré la cinta de mi cámara de seguridad —contesté, haciendo un gesto hacia la cámara que estaba encima de la caja registradora—, en la que se verá que fuiste tú quien atacó primero. Por si eso fuera poco, acabas de darme razones para creer que colaboras con un viejo enemigo mío. Estoy en mi derecho de tratarte como si también fueras mi enemigo.