No tenía ni idea del sitio exacto dónde estaba esperando él, claro, pero confiaba en que mis ladridos le fueran indicando hacia dónde nos dirigíamos.
Bajar era mucho más peligroso que subir la colina. Tal como se alargaban las sombras, era difícil determinar si el siguiente paso sería en tierra firme o hacia un precipicio. Por suerte, las manchas oscuras que subían y bajaban delante de mí me iban dando una idea de con qué podía encontrarme. Se estaban desviando hacia el sur, y lo único que se oía era el repiqueteo de sus pezuñas sobre las rocas y mis propios jadeos y ladridos. Si Oberón y Flidais nos esperaban más adelante, habían elegido sus escondites con mucho cuidado.
Yo seguía ladrando, aunque lo hacía más para disimular los ruidos que pudiera hacer Oberón que por el entusiasmo de ver cómo se reducía la distancia entre mis presas y yo. Fui a parar a un precipicio y calculé que tendría que desviarme un poco hacia el oeste antes de encontrar un camino por el que bajar. Con cada segundo que pasaba, los muflones se alejaban más y más. Así que me quedé donde estaba y me limité a observar, pues tenía el convencimiento de que Oberón estaría aguardando detrás de un creosote, cerca del sitio por donde saldrían los muflones. Allí se abría una explanada de unos cincuenta metros antes de que el terreno se elevara en una nueva colina. Lo único que salpicaba el terreno eran unas cuantas plantas del desierto aisladas. Oberón los interceptó antes de que llegaran a la siguiente colina y yo seguía ladrando a su espalda, así que los muflones tuvieron que desviarse hacia el este para pasar entre las montañas. En cuanto su silueta se recortó contra el cielo, una flecha se hundió en uno de los muflones y la presa cayó al suelo. Con un último balido aceptó su destino, mientras sus compañeros seguían huyendo.
Oberón se acercó para rematarlo, pero no era necesario. La flecha de Flidais se había clavado en el corazón del animal, y seguro que la diosa no tardaría en aparecer para reclamar su presa. Empecé a descender la ladera, preguntándome si se daría por satisfecha con eso. La caza no había durado demasiado, pues los habíamos acorralado con mucha facilidad. Quizá fuera porque ya conocíamos muy bien el terreno, gracias a nuestras visitas recientes.
Por desgracia, nuestras últimas apariciones no habían pasado inadvertidas. Cuando llegué junto a la presa caída, a la que Flidais ya estaba destripando mientras Oberón la observaba de cerca, apareció un guardia del parque con una linterna y una pistola. Nos ordenó que nos quedásemos quietos y, al mismo tiempo, nos cegó con la luz.
Nos quedamos desconcertados. Parecía imposible que hubiera podido acercarse sin que ninguno de los tres se percatara. Pero no es sensato sorprender a uno de los Tuatha Dé Danann: Flidais sacó el cuchillo de su funda y lo lanzó hacia la luz antes de que a mí me hubiera dado tiempo siquiera a girar la cabeza. La diosa no había apuntado, ni siquiera había mirado en su dirección, así que el cuchillo no lo mató. Se le clavó en el hombro izquierdo, y el guarda lanzó un grito y dejó caer la linterna. Eso le pondría un poco más difícil apuntar con la pistola, si es que decidía disparar. Resultó que sí que lo decidió y unos cuantos disparos retumbaron en la noche. Sentí que una bala me rozaba el espinazo y oí que otra se incrustaba en un cactus a mi izquierda. Flidais resopló al sentir un impacto en el brazo y, cuando se dio cuenta de que la había alcanzado un proyectil, bramó enfurecida.
—¡Matadlo! —gritó.
Sin pensarlo, di un salto para cumplir la orden. Lo mismo hizo Oberón. La diferencia fue que yo logré pensar por mí mismo cuando sólo había dado un par pasos, y eso me detuvo. Si matábamos a un guarda, toda la policía se nos echaría encima y quizá eso nos obligaría a huir. No quería irme de Arizona. Volví a adoptar forma humana, y en ese mismo instante se despejó mi mente. Flidais me había controlado mientras era un perro, de la misma forma que dominaba a Oberón, al igual que podía dominar a cualquier animal. Oberón no contaba con la protección del hierro frío y por eso no se había detenido. En ese momento tenía al hombre tirado en el suelo, gritando. Intenté llamarlo, pero todo era inútil mientras Flidais lo tuviera ligado a su voluntad. Ni siquiera podía percibir su presencia mental, como siempre hacía.
—¡Flidais! ¡Libera a mi perro ahora mismo! —grité.
Los chillidos del hombre cesaron, pero ya era demasiado tarde. Sin más ceremonias, sin gruñidos dramáticos ni música de violines, mi perro había desgarrado la garganta del pobre hombre.
Volvieron los pensamientos de Oberón y con ellos una lista de preguntas encadenadas:
¿Atticus? ¿qué ha pasado? Tengo sangre en la boca. ¿Quién es este hombre? ¿Dónde estoy? Pensaba que íbamos a cazar muflones. No habré hecho yo eso, ¿verdad?
Apártate de él y te lo explicaré todo en un momento, contesté.
Cuando uno ha sido testigo de tantas muertes como Flidais y yo, no hay expresiones de incredulidad antes el repentino final de una persona. No hay palabras entrecortadas, ni sollozos, ni muestras de desesperación. Todo se limita a una valoración desapasionada de la situación. Ahora bien, si las consecuencias son funestas, se permite la expresión de sentimientos.
—¡No hacía falta que pasara esto! —grité, pero con cuidado de no despegar los ojos del cadáver—. Podríamos haberlo desarmado. Su muerte nos traerá muchos problemas a mí y a mi perro.
—No veo por qué —repuso Flidais—. Podemos ocuparnos del cadáver.
—Eso ya no es tan sencillo como antes. Acabarán por encontrarlo y cuando lo hagan, descubrirán ADN de perro en las heridas.
—¿Hablas de los mortales? —preguntó la cazadora.
¿Qué puedes hacer cuando estás rogando a los dioses que te den paciencia, y al mismo tiempo es un dios quien te exige tanta paciencia?
—¡Sí, los mortales! —respondí con brusquedad.
—¿Qué es eso del ADN?
Apreté los dientes, y el liviano aire del desierto me llevó los hipidos de Coyote. Estaba riéndose de mí.
—Da igual.
—Yo creo que está bien que haya muerto, druida. Me disparó a mí e intentó dispararte a ti. Y además me pilló desprevenida y eso no debería suceder.
Tenía que admitir que eso despertaba mi curiosidad. Me acerqué más al cuerpo y le advertí a Oberón que se mantuviera alejado.
Atticus, ¿estás enfadado conmigo? Casi estaba gimoteando.
No, Oberón. No lo hiciste tú. Fue Flidais. Ella utilizó tus dientes como armas, igual que si hubiera utilizado un cuchillo o el arco.
Se puso a gimotear de verdad.
Me siento muy mal. Enfermo. ¡Aj!
Empezó a toser, como si se ahogara, y acabó vomitando en el suelo pedregoso y seco.
Me agaché para estudiar de cerca al guarda. Era joven, de origen latino, con un bigote poblado sobre la boca carnosa. Su aura ya había desaparecido y su alma estaría viajando hacia algún otro lugar. No obstante, cuando utilicé uno de mis amuletos para comprobar el espectro mágico, encontré restos de druidismo en un pendiente que llevaba en la oreja izquierda. Eso disparó las alarmas.
Me incorporé e hice un gesto hacia el hombre.
—Flidais, el pendiente que lleva es mágico. ¿Puedes descubrir su objetivo, o tal vez su origen?
El origen ya lo tenía bastante claro, pero los nudos de aquel amarre en particular me resultaban desconocidos. Mi petición era una especie de prueba: si Flidais confirmaba el origen druídico e incluso reconocía su propósito, no estaba jugando a dos bandas. Por el contrario, si intentaba decirme que era vudú o cualquier cosa que no tuviera nada que ver, eso significaba que estaba del lado de alguien que no era yo. Las pisadas de Flidais se dirigieron hacia mí, totalmente ajena ya a su trofeo de caza y a la herida que tenía en el brazo. Se acuclilló junto a la cabeza del guarda y estudió el pendiente.
—Ah, sí que reconozco estos amarres. No son del tipo de los que hacen los Fae menores. Este hombre estaba bajo el control de los Tuatha Dé.
—Con eso me vale —respondí, satisfecho de que estuviera diciendo la verdad—. Estoy seguro de que ha sido el mismo Aenghus Óg. Protegió al hombre con un hechizo de manto y después lo deshizo de repente, justo antes de que nos hablara. Eso garantizaba nuestra sorpresa y la muerte del hombre. Es el tipo de manipulación que tanto le gusta a Aenghus.
No quise mencionar que a Flidais también parecía gustarle bastante. Tenía ganas de unirme a Oberón en un bonito vómito purgante. Me repugnaban esos seres que arrebataban la voluntad a las criaturas sin mayores miramientos.
Una vez había buscado a Aenghus Óg en Internet para ver si los mortales tenían la menor idea sobre su verdadera naturaleza. Lo describen como un dios del amor y la belleza, con cuatro aves que lo rodean y que representan sus gracias o no sé qué tontería por el estilo. ¿Quién iba a aguantar a cuatro pájaros volándole alrededor, haciendo sus necesidades cada dos por tres y lanzando sus chillidos todo el día? Estaba claro que el Aenghus Óg que yo conocía no lo soportaría ni loco. Pero en otros sitios se daba una visión más acertada de su carácter y contaban algunas de sus hazañas, como robar la casa a su padre mediante engaños y matar a sus padres adoptivos. O aquella vez que abandonó a una muchacha que estaba perdidamente enamorada de él y que murió de pena pocas semanas después. Ése sí que se parece más al hombre del que estamos hablando aquí.
No, el dios celta del amor no es un bello querubín con alitas, ni tampoco es una sirena nacida en el mar en el seno de una concha gigante. No es benevolente, ni piadoso, ni siquiera resulta agradable en el día a día. Aunque me duela reconocerlo por la imagen que da de mi pueblo, nuestro dios del amor es un personaje despiadado a quien sólo le importa la conquista, un ser egocéntrico y más que propenso a la venganza.
Como broche final a mis pensamientos, empezaron a sonar sirenas en la noche.
—Ése es el sonido que utilizan los agentes de la ley de los mortales, ¿no? —preguntó Flidais.
—Eso es.
—¿Crees que vienen hacia aquí?
—Por supuesto. Aenghus envió a este hombre a la muerte —respondí, haciendo un gesto hacia el guarda—, y quiere que tengamos todos los problemas posibles.
La probabilidad de que la policía no supiera el lugar exacto del parque en el que nos encontrábamos estaba tan cerca de cero que no tenía sentido considerarla siquiera.
—Y supongo —añadió con aspereza la diosa— que no querrás que me encargue de las autoridades mortales de forma que gane algo de tiempo para disfrutar de mi trofeo.
No bromeaba. De verdad estaba dispuesta a matarlos sin ningún reparo. Por su tono de voz, quedaba claro que debía sentirme agradecido con ella por tener en cuenta que tal vez mis prioridades fueran otras.
—Supones bien, Flidais. Ya que yo vivo entre los mortales, estoy sujeto a sus leyes y no quiero atraer una atención indeseada hacia mi persona.
La cazadora suspiró exasperada.
—En ese caso, debemos darnos prisa. Lo máximo que puedo hacer es que la tierra se lo trague —repuso, arrancando el cuchillo del hombro del muerto.
Sacudí la cabeza.
—La policía lo sacará en cuanto nos vayamos. Pero hazlo, ya que es nuestra mejor opción. Al menos podrían contaminarse las pruebas, con un poco de suerte.
Flidais pronunció unas palabras en la lengua de los antiguos, y la piel alrededor de su tatuaje palideció un momento, pues estaba absorbiendo el poder de la tierra. Frunció un poco el entrecejo: allí no había tanta fuerza como en el Viejo Mundo y le costó más esfuerzo de lo que habría debido. Pero agitó los dedos, dijo «¡Oscail!» y la tierra sobre la que descansaba el guarda obedeció. Primero empezaron a rodar las piedrecitas, alejándose de él. Después, la superficie dura empezó a resquebrajarse, se abrió un agujero y el cadáver desapareció en él. Cuando apenas se había hundido unos tres palmos, Flidais agitó los dedos en el sentido contrario y murmuró «Dún». La tierra volvió a cerrarse. Era magia y yo mismo podría haberla hecho, pero no tan rápido. No se trataba de un truco sutil, precisamente: toda la tierra había quedado revuelta, y la policía no tendría que pensar demasiado para decidir por dónde empezar a buscar un cadáver fresco. Las sirenas ya estaban cerca.
—Volvamos al carro —dijo Flidais.
Yo asentí y empecé a caminar con paso vivo. Le dije a Oberón que me siguiera. Flidais sólo se detuvo para recoger el arco y arrancar la flecha del muflón. Después nos alcanzó y corrió con nosotros.
Las sirenas se silenciaron y oímos el sordo ruido de las puertas de los coches al sur, cuando ya llegábamos al carro. Si tenían un guía, y no me cabía la menor duda de que lo tendrían, los policías darían con el cuerpo en cuestión de minutos.
¿Por qué no estás meneando la cola, cachorrito?, preguntó uno de los venados.
¿Has sido un perrito malo?, azuzó el otro.
Antes de que a mí me diera tiempo, Flidais les ordenó que se callaran y, por suerte, Oberón se tragó las respuestas que, sin duda, le habría apetecido dar. Flidais nos ocultó con un hechizo de invisibilidad —ése sí que es un truco magnífico— y salimos de allí por piernas, sin más dilación.
La diosa de la caza estaba furiosa.
—Mi primera caza de algo nuevo en la era del hombre —dijo entre dientes—, y Aenghus Óg la ha echado a perder. Tendré mi venganza. La cazadora sabe ser paciente.
—Al menos tu actitud es mejor que la mía —dije, aunque la consideraba una psicópata peligrosa—. Yo ya estoy a punto de perder la paciencia.
Cuando volví a casa, y entre un sinfín de disculpas y agradecimientos por el honor de disfrutar de su compañía, le dejé caer a Flidais que a partir de ese momento tendría muchas cosas que hacer, dado que esperaba el ataque de un grupo de Fir Bolg. Se mostró más que dispuesta a entender la indirecta y despedirse de mí.
—Si sobrevives, druida, quizá podamos cazar tranquilamente en un futuro cercano. Te doy mi bendición.
Dio un golpecito cariñoso a Oberón en la cabeza, aunque él intentó esquivarlo, nos hizo un adiós a los dos con la mano y desapareció, de vuelta a su carro. Tal vez tuviéramos su bendición, pero no contábamos con su arco cubriéndonos las espaldas. No podía permitirse que la vieran tomar partido contra los Tuatha Dé Danann.
Dejé escapar un suspiro profundo, con el que se me fue un poco la tensión que su mera presencia causaba, y me derrumbé en una silla de la cocina. Se me acercó Oberón, con la cabeza gacha y la cola entre las patas.