—El tejo se cruzaba sobre el aliso.
Bueno, eso era bastante esclarecedor. El guerrero iba a morir. Se sorprendería, sentiría auténtico pavor y se resistiría como un loco, pero su muerte era inevitable. Morrigan se dio cuenta de que el pronóstico empezaba a calarme.
—Entonces, ¿adónde vas a ir? —me preguntó.
—Todavía no lo he decidido.
—Hay lugares bastante solitarios en el desierto de Mojave —sugirió, poniendo un ligero énfasis en el topónimo.
Supongo que intentaba impresionarme con sus conocimientos de geografía norteamericana, después de haberse liado con aquello de Irak. Me pregunté si le sonaría de algo la disolución de la antigua Yugoslavia, o si sabría que ahora Transilvania forma parte de Rumanía. Muchas veces, los inmortales no prestan demasiada atención a la actualidad.
—Lo que quiero decir, Morrigan, es que todavía no he decidido marcharme.
El cuervo posado en el busto de Ganesha no dijo nada, pero sus ojos refulgieron en rojo y tengo que admitir que eso hizo que me sintiera un poco incómodo. Ni por asomo era mi amiga. Algún día —y bien podría ser aquél— decidiría que yo ya había vivido más que suficiente y que me había vuelto demasiado arrogante, y eso significaría mi final.
—Dame sólo unos minutos para pensar en el augurio —dije, y al instante me di cuenta de que tendría que haber elegido mejor las palabras.
Allí estaban otra vez los ojos rojos y la voz del cuervo resonó aún más grave que antes, con unos armónicos menores que me pusieron los pelos de punta.
—¿Pretendes comparar tus dotes de adivinación con los míos?
—No, no —me apresuré a asegurarle—. Sólo estoy intentando seguirte, no es más que eso. Ahora voy a pensar en voz alta, ¿vale? El palo del aliso, el guerrero, no tiene por qué referirse a mí, ¿no?
El brillo rojo de los ojos se fue apagando hasta dar paso a un negro más natural, y Morrigan desplazó el peso de una pata a otra, impaciente.
—Por supuesto que no —contestó con su voz normal. Los armónicos habían desaparecido—. En teoría, podría ser cualquiera que se enfrente a ti, si te impones. Pero estaba pensando en ti cuando lancé los palos, por lo que es más probable que el aliso te represente a ti. Se acerca una batalla, quieras o no.
—Pero ésta es mi duda: hace siglos que me permites vivir porque eso saca de quicio a Aenghus Óg. Seguramente, Aenghus y yo estamos relacionados de alguna forma en tu cabeza. Así que, cuando arrojaste los palos, ¿no es posible que Aenghus Óg también estuviera en tus pensamientos?
Morrigan lanzó un graznido y bajó a la trompa de Ganesha de un saltito; después pegó otro salto a la cabeza del busto y estiró un poco las alas. Sabía la respuesta, pero no le gustaba porque adivinaba adónde quería llegar.
—Es posible, sí —reconoció con un hilo de voz—. Pero poco probable.
—Pero tienes que admitir, Morrigan, que también es poco probable que Aenghus Óg salga de Tír na nÓg para darme caza en persona. Es mucho más fácil que envíe a algún esbirro, como lleva haciendo desde hace siglos.
Los puntos fuertes de Aenghus incluían el encanto y los contactos; dicho de otro modo, hacer que la gente lo quisiera tanto que se ofreciera para hacerle cualquier favor, como matar a los druidas díscolos. A lo largo de los años había enviado para que acabaran conmigo a prácticamente todos los matones y asesinos que uno pueda imaginar (mis favoritos siempre fueron los mamelucos egipcios, con sus camellos). Parecía que se había dado cuenta de que perseguirme en persona lo dejaría en mal lugar, dado que siempre me las ingeniaba para seguir con vida. Quizá en mi voz se reflejara cierta suficiencia cuando añadí:
—Puedo ocuparme de cualquier Fae menor que decida mandar a liquidarme, como acabo de demostrar hace solo un momento.
El cuervo saltó del busto de Ganesha y echó a volar directo hacia mi cara. Antes de que tuviera tiempo de taparme los ojos, se desintegró en pleno aire y se transformó en una escultural mujer desnuda, de piel blanca como la leche y cabellos negros como el azabache. Ésa era la versión seductora de Morrigan y me había pillado de improviso. Con sólo olerla mi cuerpo ya reaccionaba, sin necesidad de que llegara a tocarme. Para cuando recorrió la corta distancia que nos separaba, ya estaba más que impaciente por invitarla a mi casa. O allí mismo también me valía, donde estábamos y sin esperar un segundo más, junto al mostrador. Me envolvió los hombros con un brazo y me arañó la nuca con suavidad. Me estremecí de pies a cabeza sin poder evitarlo. Al notarlo, se dibujó una sonrisa en la comisura de sus labios y pegó su cuerpo al mío. Apoyada en mí, me susurró al oído:
—¿Y qué pasa si envía un súcubo para que te asesine, mi viejo y sabio druida? No durarías ni un minuto si conociera esta debilidad tuya.
Escuché lo que me decía y en un pequeño rincón de mi cerebro me di cuenta de que podía ser importante, pero la mayor parte de mi cuerpo sólo podía concentrarse en cómo me hacía sentir. Morrigan se apartó de golpe y yo intenté agarrarla, pero me propinó tal bofetada que me desplomé. Sin más miramiento, me dijo que me espabilara.
Me espabilé. El olor que me había embriagado había desaparecido, y el dolor que se extendía desde mi mejilla anulaba todo el deseo que pudiera haber sentido un segundo antes.
—Vaya. Gracias, estaba a punto de ponerme como un mandril en celo.
—Esa vulnerabilidad que tienes es muy grave, Siodhachan. A Aenghus le bastaría con pagar a una mujer mortal para que le hiciera el trabajo sucio.
—Ya lo intentó la última vez que estuve en Italia —repuse, mientras me agarraba a la esquina del fregadero para incorporarme. Morrigan no es de las que te tienden la mano—. Y también tuve que enfrentarme a súcubos. Tengo un amuleto para protegerme de esas cosas.
—Entonces, ¿por qué no lo llevas?
—Me lo acababa de quitar para limpiarlo. Además, en la tienda y en mi casa estoy a salvo de los Fae.
—Es evidente que no, druida, porque aquí me tienes.
Sí, allí la tenía, completamente desnuda. Iba a producirse una situación un poco extraña si alguien entraba en ese momento.
—Disculpa, Morrigan. Estoy a salvo de todo excepto de los Tuatha Dé Danann. Si te fijas con atención, percibirás los amarres que he puesto por toda la tienda. Tendrían que resistir contra los Fae menores y cualquier otra cosa que pueda venir del infierno.
Morrigan echó la cabeza hacia atrás y quedó con la mirada perdida por un momento. Fue justo entonces cuando a un par de universitarios sin suerte les dio por entrar en la tienda. Me di cuenta de que estaban borrachos, a pesar de que era primera hora de la tarde. Tenían el pelo grasiento y vestían camisetas de grupos de música y pantalones vaqueros. Hacía unos cuantos días que no se afeitaban. Ya conocía a los de su calaña: porreros que se preguntaban si escondería algo fumable entre las hierbas medicinales. Esas conversaciones siempre solían empezar con ellos preguntándome si mis hierbas tenían propiedades medicinales. Después de mi respuesta afirmativa, me preguntaban si tenía algo con propiedades alucinógenas. Lo que solía hacer era venderles una bolsa de salvia y tomillo bautizada con algún nombre exótico y los dejaba marcharse tan campante, porque nunca he sentido ningún escrúpulo a la hora de quedarme con el dinero de los imbéciles. Por su parte, se ganaban un buen dolor de cabeza y ya no volvían más. Lo que temía era que aquellos chicos vieran a Morrigan y no vivieran para contarlo.
Y así fue. Uno de ellos, que llevaba una camiseta de Meat Loaf, vio a Morrigan en medio de la tienda, una auténtica diosa con el culo al aire y los brazos en jarras, y la señaló para que la viera su amigo, el de la camiseta de Iron Maiden.
—¡Colega, que esa tía está desnuda! —exclamó el de Meat Loaf.
—¡Uau! —fue la reacción del de Iron Maiden, que se bajó un poco las gafas de sol para poder disfrutar mejor de las vistas—. Y encima está buena.
—Oye, bombón —dijo el de Meat Loaf, avanzando un par de pasos hacia ella—. Si necesitas un poco de ropa, yo estaría encantado de quitarme los pantalones por ti.
El valiente y su amigo se echaron a reír como si aquello fuera lo más gracioso que habían oído jamás y disparaban los «ja, ja, ja» como proyectiles. Sonaban como cabras, pero con menos cerebro.
Los ojos de Morrigan se incendiaron en rojo y yo levanté las manos.
—No, Morrigan, por favor, en mi tienda no. Si tengo que limpiarlo todo después, va a ser un buen lío.
—Deben morir por su impertinencia —repuso ella, y en su voz volvían a resonar esos armónicos que ponían los pelos de punta.
Cualquiera que sepa algo sobre mitología sabe que acosar sexualmente a una diosa equivale a un suicidio. Y, si no, pensad en lo que hizo Artemisa a aquel tipo que sin querer la sorprendió bañándose.
—Entiendo que tal insulto debe ser reparado —reconocí—, pero si te ocuparas de eso en cualquier otro sitio que no me complicara la vida todavía más, apreciaría enormemente el detalle.
—Está bien —me concedió entre dientes—. De todos modos, acabo de comer.
Se volvió hacia los porreros y les ofreció la visión completa de la parte delantera. En un primer momento estaban encantados: miraban más abajo de los ojos de la diosa y no habían descubierto su brillo rojo. Pero, cuando ella les habló, su voz sobrenatural hizo temblar los cristales. Subieron de golpe la mirada hacia su rostro y descubrieron que no estaban ante la típica chica desmadrada.
—Arreglad vuestros asuntos, mortales —tronó, al mismo tiempo que una ráfaga de viento (sí, el viento soplando dentro de mi tienda) les echaba el pelo hacia atrás—. Esta noche devoraré vuestro corazón por la ofensa que me habéis infligido. Así jura Morrigan. —A mí me sonó un poco melodramático, pero uno no anda criticando la oratoria de una diosa de la muerte.
—Colega, ¿de qué va esto? —chilló el de Iron Maiden, con una voz un par de octavas por encima de su tono anterior.
—No lo sé, tío —contestó el de Meat Loaf—, pero a mí se me ha bajado. Más bien se me está encogiendo.
En su prisa por marcharse, tropezaron entre ellos.
Morrigan los observó irse con la atención de un depredador, y me mantuve en silencio mientras ella seguía la huida con la mirada, incluso a través de las paredes. Por fin se volvió hacia mí.
—Son criaturas corrompidas. Se han envilecido a sí mismos.
Asentí.
—Así es, pero seguramente no te ofrecerán demasiada diversión.
No iba a ponerme a defenderlos o a suplicar por un aplazamiento de su ejecución; lo más que podía hacer era sugerir que no merecían las molestias.
—Eso es verdad —reconoció ella—. No son más que sombras despreciables de auténticos hombres. De todos modos, morirán esta noche. Lo he jurado.
Bueno, estaba bien, pensé suspirando para mis adentros. Al menos lo había intentado.
Morrigan se tranquilizó y volvió a concentrarse en mí.
—Las defensas que tienes aquí sorprenden por su sutileza y su fuerza inusual —declaró, y yo asentí como muestra de agradecimiento—. Pero no te servirán de nada contra los Tuatha Dé Danann. Te aconsejo que partas de inmediato.
Apreté los labios y me tomé un momento para escoger las palabras con cuidado.
—Aprecio tu consejo y estaré eternamente agradecido por tu interés en mi supervivencia, pero no se me ocurre un lugar mejor para defenderme. He corrido durante dos milenios, Morrigan, y estoy cansado. Si Aenghus de verdad tiene la intención de venir por mí, dejemos que venga. Será tan débil aquí como en cualquier otro lugar de la tierra. Ya es hora de que lo solucionemos.
Morrigan ladeó la cabeza.
—¿De verdad te enfrentaría a él en este plano?
—Sí, estoy decidido.
No lo estaba tanto, pero Morrigan no destaca precisamente por su capacidad de descubrir faroles. Es más conocida por sus matanzas caprichosas y sus torturas en nombre de la diversión.
Morrigan suspiró.
—Opino que tal decisión tiene más de inconsciencia que de valentía, pero que así sea. Déjame ver ese amuleto que tú llamas defensa.
—Con mucho gusto. No obstante, ¿te importaría cubrirte, para evitar posibles conmociones a más mortales?
Morrigan se permitió una sonrisita. Parecía una modelo de Victoria’s Secret, y el sol que entraba por la ventana acariciaba y resaltaba su piel suave e inmaculada, tan blanca como si estuviera hecha de azúcar.
—Es sólo esta época de mojigatos la que convierte la desnudez en un vicio. Pero quizá lo más sabio sea doblegarse a las costumbres locales por el momento.
Hizo un gesto, y se materializó una túnica negra que envolvió su cuerpo. Le sonreí agradecido y cogí el amuleto del mostrador.
Tal vez fuera más preciso describirlo como un collar con talismanes, pero no como esos dijes que llevan las pulseritas de Tiffany. Éstos son talismanes que pueden lanzar en un instante un hechizo que, de otra manera, a mí me llevaría mucho tiempo. Tardé 750 años en terminar el collar, porque lo hice a partir de un amuleto de hierro frío diseñado para protegerme contra los Fae y otros practicantes de la magia. Los intentos continuos de Aenghus Óg por matarme lo habían hecho necesario. Había ligado el amuleto a mi aura en un proceso espantoso que yo mismo me inventé. Al final, mereció la pena cada uno de los segundos que le dediqué. Para cualquiera de los Fae menores, me convertía en un ser invencible. Como son seres de magia pura, no pueden soportar el hierro en ninguna de sus formas: el hierro es la antítesis de la magia, una de las principales razones por las que la magia casi desapareció del mundo a partir de la Edad de Hierro. Me había costado 300 años ligar el amuleto a mi aura, lo que me garantizaba una protección excelente y, literalmente, un puño mortal en cuanto entraba en contacto con un Fae. Los 450 años restantes los dediqué a construir los talismanes y a encontrar la forma de que mi magia funcionara tan cerca del hierro y de mi nueva aura contaminada.
Había un problema con los Tuatha Dé Danann: no eran seres de magia pura, como sus descendientes nacidos en la tierra de las criaturas feéricas, sino seres de este mundo que, sencillamente, manejaban la magia mejor que todos los demás y que, mucho tiempo atrás, habían sido elevado al estatus de dioses por los irlandeses. Así que los barrotes de hierro que rodeaban mi tienda no tenían ningún efecto sobre Morrigan ni los de su especie, ni tampoco mi aura lograría dañarlos de forma alguna. Lo único que se lograba con el hierro era equilibrar un poco la balanza, de forma que su magia no me arrollara: tenían que rebajarse al ataque físico si querían infligirme cualquier daño.