La cinta roja (31 page)

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Authors: Carmen Posadas

Tags: #Histórico

Así, el 10 de noviembre (o 20 de Brumaire, según el nuevo calendario) se celebró en París, en la iglesia de Notre-Dame, la primera gran fiesta dedicada a nuestra nueva diosa. Una vez despojado el templo de todas sus imágenes y cuadros se procedió a levantar en el centro de la nave una bella montaña artificial con un sendero que serpenteaba hasta la cima y una inscripción en lo alto que rezaba:
A la filosofía
. A media cuesta, sobre un altar de reminiscencias griegas, ardía una gran antorcha de luz azulada, la antorcha de la diosa Razón, naturalmente. La ceremonia fue, según tengo entendido, tan solemne como impresionante. Al son de una música marcial, varias muchachas vestidas de blanco descendieron de la montaña, unas por la derecha, otras por la izquierda, para saludar a la antorcha antes de volver a subir a la cima. En ese momento apareció una bella mujer que encarnaba a la Libertad. Llevaba túnica blanca, manto azul y gorro frigio. En la mano portaba una pica y fue a sentarse en un trono de verde follaje. Después de presenciar cómo un coro de bellísimos adolescentes entonaba un himno patriótico, la diosa se levantó y, con gran majestuosidad, fue a saludar a la Convención, que, muy honrada por ello, procedió a hacerle un sitio entre sus miembros mientras el presidente le daba, en nombre de todos, un beso fraternal.

A partir de ese día, en toda Francia comenzaron a celebrarse ceremonias similares, puesto que, en tiempos de centralismo absoluto, lo que se estilaba en París rápidamente se convertía en moda, cuando no en imposición o tiranía en el resto del país. De ahí que poco después, y para celebrar la gran noticia de la toma de Toulon, nuestra ciudad de Burdeos se llenó de multitud de afiches en los que podía leerse:

AVISO A LOS CIUDADANOS

LIBERTAD, IGUALDAD

Toulon ha sido reconquistado; el inglés es vencido por todas partes y las armas republicanas son vencedoras en todo lugar. Los tiranos tiemblan, los patriotas deben alegrarse.

Conforme al decreto de la Convención Nacional, una fiesta cívica se celebrará el primer décadi (día que sustituye al domingo cristiano) en honor de la victoria obtenida por el ejército francés sobre los feroces ingleses y los pérfidos tuloneses... A mediodía, todo el cortejo se dirigirá al templo de la Razón.

IV

NUESTRA SEÑORA

DEL BUEN SOCORRO

El día en que casi subí a los altares

L
a víspera del primer
décadi
ya todo estaba dispuesto para que la antigua iglesia de Nuestra Señora de los Dominicos de Burdeos se llenara de gente que, con más curiosidad que fervor, deseaba comprobar cómo sería a partir de entonces esa nueva forma de culto religioso, ahora llamado fiesta cívica. Durante los días anteriores, los buenos bordeleses se preguntaban en qué consistiría la ceremonia, a qué tipo de deidades habría que rendir tributo y, sobre todo, quién encarnaría a la diosa Razón. ¿Sería una actriz, una bella hija de la tierra, una campesina tal vez?

–A mí me han dicho que será la
ci-devant
marquesa de Fontenay y ahora amante de Tallien la elegida. ¿Quién mejor que ella? –aventuró alguien, pero de inmediato fue corregido por uno de esos personajes que en toda ciudad se vanaglorian de estar siempre mejor informados que sus vecinos.

–Os equivocáis, ciudadano, no será ella la diosa aunque bien lo merezca por su belleza. Sé de buena tinta que el patriota Tallien la tiene reservada a más altos designios que la simple representación artística. Va a ser la encargada de escribir y leer un bello discurso sobre la educación.

–Vamos –comentaría un tercero con una sonrisa desdeñosa–, ¿qué puede saber esa mujer sobre educación? Lo mismo que yo, es decir, nada. Además, ¿no os resulta extraño cierto detalle? ¿Habéis reparado en que ella aún se hace llamar por su antiguo nombre de casada? Desde luego no creo que lo haga por amor a su ex marido, a quien según cuentan nunca quiso. Para mí que el hecho de que siga figurando como Teresa Cabarrús-Fontenay sólo puede interpretarse como un acto de rebeldía contra su amante. Se diría que quiere de este modo recordar a Tallien que, a pesar del triunfo de nuestra gloriosa Revolución, a ella y a él aún los separan las viejas diferencias sociales hoy abolidas, una chica valiente la
petite espagnole
.

–Para mí no es más que una oportunista y una furcia –intervino una ciudadana con aire displicente–. ¿Qué puede esperarse de una mujer que comparte cama con un asesino y un ladrón? Y por cierto –añadiría bajando la voz como era menester cuando se hablaba del todopoderoso representante de París–, ¿qué mosca habrá picado a tamaño sinvergüenza para permitir semejante mascarada? ¡Un discurso sobre la educación en boca de una mujer como Thérésia! ¿A quién pretende Tallien engañar con un acto de esta naturaleza?

–Ay, ciudadana –le contestó entonces otro de los presentes–, qué poco entendéis de política y de la naturaleza humana. El ciudadano Tallien con este acto mata varios pájaros de un tiro. Por un lado, necesita dar al mundo, y más concretamente al muy temido Comité de Salvación Pública de París, una manifestación pública de fervor revolucionario de alguien que comparte su cama. Por otra, sus espías ya le habrán contado sin duda la agria reacción con la que ha sido acogida en París la noticia de sus amores. Y todos sabemos lo peligrosas que son esas «agrias reacciones», en especial por parte del ciudadano Robespierre. Tallien necesita por tanto dar a todos un testimonio de que su amante es una convencida revolucionaria. ¿Y qué mayor prueba de estar de acuerdo con las nuevas ideas que Thérésia hable en público con ocasión de nuestra victoria en Toulon y que lo haga disertando sobre un tema tan trascendental como la educación?

–Qué sabrá esa puta sobre educación –intervino la misma ciudadana de antes y con igual cariño hacia mi persona, pero su comentario no tuvo respuesta. Todos los presentes querían saber qué otros «pájaros» mataba Tallien con mi discurso en la fiesta cívica.

–Muy sencillo –continuó el primer interlocutor–. A pesar de lo que se dice por ahí, el discurso no está escrito por la ciudadana Cabarrús, sino por el presidente de la Comisión Militar, el señor Lacombe, al que también se halaga indirectamente con este gesto, ¿comprendéis? Y por fin está el «pájaro» más importante en los tiempos que corren, el de la estética, amigos míos. ¿Se os ocurre acaso una encarnación más grácil y bella de los valores revolucionarios que la ciudadana Cabarrús?

Estos y otros comentarios similares eran, según me relató puntualmente Frenelle, los que corrían por los mentideros de Burdeos la víspera de la fiesta nacional del primer
décadi
, de modo que al conocerlos me preparé a fondo para no defraudar a mis admiradores (y menos aún a mis detractores). Para complacer a los primeros y escandalizar bien a los segundos elegí para la ceremonia un atuendo muy del gusto de la época, con todos los atributos revolucionarios. Se trataba de un traje de amazona de cachemir grueso de color azul. Tenía grandes botones amarillos y el cuello y los puños de terciopelo rojo. Sobre el pelo, que ahora llevaba corto y rizado a lo Tito (lástima me dio sacrificar mi larga melena de antaño, pero la moda romana era lo que hacía furor entonces), tenía pensado lucir un bello gorro frigio escarlata con borde de piel. En aquellos tiempos teatrales, acertar con el atuendo era ya una pequeña victoria y lo cierto es que, en cuanto hice mi entrada en el templo de los dominicos así ataviada, inmediatamente pude comprobar el impacto que causaba, puesto que se produjo ese tenue murmullo sordo que siempre acompaña a la admiración. Cómo adoraba yo esos pequeños instantes de gloria que a veces era capaz de lograr con mi sola presencia. Frenelle opinaba que no era bueno abusar de ellos, que el ser humano es igual a las urracas, decía, primero se siente atraído por el brillo ajeno pero sólo para, a continuación, robarlo o destruirlo.

–Procura no escandalizarlos demasiado –me había advertido mientras me ayudaba a sujetar el bonete sobre mis cortos cabellos–, aunque si quieres que te diga la verdad, este gorro escarlata y esos botones amarillos de tu casaca son feísimos,
quelle horreur
.

Por suerte no todos eran de la opinión de Frenelle, y mucho me alegró, al entrar en el templo, comprobar en los rostros de los presentes que la primera impresión era positiva. Ahora sólo faltaba que mi «actuación», es decir, la lectura de aquel discurso que Lacombe, presidente de la Comisión Militar y represor de la ciudad de Burdeos, había preparado para mí, fuera lo más convincente posible para tapar la boca de los malpensantes.

Lo primero que debo decir de aquel día es que la antigua iglesia, ahora convertida en un templo pagano, bien podía competir con cualquier basílica parisina en fervor y también en
mise en scéne
. Los representantes en misión se habían esmerado en su tarea de reacondicionamiento eliminando todos los símbolos religiosos, cruces, cuadros y por supuesto cada una de sus imágenes. En el altar mayor, por ejemplo, podía verse ahora un gran montículo de tierra cuajado de flores, mientras que las capillas laterales estaban dedicadas a las dos estaciones del año que se consideraban más patrióticas, esto es, la primavera y el verano. Hermosas muchachas con túnicas blancas deambulaban entre los invitados haciéndoles entrega, con movimientos lentos y lánguidos, ora espigas de trigo, ora ramos de laurel, mientras que otras, vestidas de rojo y azul, les ayudaban a encontrar sus asientos. Toda aquella cuidada escenografía se completaba además con el efecto visual de multitud de guirnaldas de flores que colgaban de lado a lado, iluminadas por innumerables bujías que brillaban hasta casi emular la luz del día. «Quieran los cielos –pensé dirigiéndome mentalmente no a la diosa Razón, a la que consideraba novata en estas lides, sino al ahora proscrito Dios de los cristianos– que tanta guirnalda junto a tanta bujía no acabe convirtiéndonos a todos en una gran hoguera revolucionaria».

La ceremonia comenzó con cánticos y una pequeña coreografía a cargo de aquellas muchachas de túnicas blancas. Después vinieron un par de discursos de distintas autoridades y por fin, una hora y media más tarde, llegó mi turno, de modo que me dispuse a oficiar en misa tan pagana. Me habían sentado en el extremo norte de la iglesia, muy lejos del estrado de los oradores, de manera que para llegar hasta allí tenía que hacer, dicho en términos taurinos, un largo «paseíllo». Me puse en pie. Erguí espalda y cuello al tiempo que hundía levemente la barbilla en el pecho y, tal como hacen los toreros, comencé a andar mirando al frente por encima de mis cejas. Lo hice instintivamente, pero me dio confianza. En España sabemos que caminar de este modo indica gallardía cuando uno en realidad está muerto de miedo; en Francia, ni siquiera conocen el truco (pero funciona, lo puedo asegurar).

Para llegar al estrado tenía que pasar por delante de toda la concurrencia y, al espiar de reojo la cara de muchos, no pude por menos que estremecerme al recordar los comentarios de Frenelle: «Puta», «oportunista», «sabe tanto como yo de educación...». ¿Qué más habrían dicho de mí aquellas almas caritativas? Sin duda, la mayoría de ellas estaba esperando que me equivocara en mi discurso y presta para censurar con su silencio (o peor aún, con su risa) mi osadía.

Ya que estamos metidos en símiles taurinos, diré que mi padre, que a pesar de ser francés era gran aficionado a los toros, decía que hay dos tipos de personas: las que se vienen abajo cuando se abre la puerta de chiqueros y aquéllas a quienes les ocurre todo lo, contrario. Ese día descubrí que yo soy de las segundas, porque en cuanto terminé de recorrer el pasillo central y subí los tres peldaños del antiguo altar mayor, todos los temores que pudiera tener se desvanecieron como por ensalmo. Puse a continuación sobre el estrado los papeles con el discurso que Lacombe había escrito para mí, tomé aire y con mi más bello acento español comencé diciendo:

–Sin pretender llevar a cabo con gloria la ardua tarea que hoy me impongo y contando más con la indulgencia de mi auditorio que con mis pobres medios, voy a intentar trazar un esquema rápido de un plan de educación para la juventud...

Estas palabras iniciales no figuraban en el texto que me habían escrito, sino que eran de mi propia cosecha, pero me pareció oportuno pronunciarlas. Una vez más actuaba por instinto y me detuve unos segundos para comprobar su efecto. Afortunadamente, es fácil darse cuenta de cuándo uno cae en gracia, y en esta ocasión así estaba ocurriendo, de modo que, sin perder tiempo, comencé a desgranar las palabras de Lacombe:

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