La cinta roja (35 page)

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Authors: Carmen Posadas

Tags: #Histórico

El fracaso de Cleopatra

E
l instrumento del que había de valerse el Incorruptible, en otras palabras, el vigilante o espía que envió a Burdeos para controlar qué estaba haciendo yo en ausencia de Tallien tenía un bello rostro infantil. Aún no había cumplido veinte años y, para que todo estuviera de acuerdo con la estética del momento, podía presumir de un nombre de sonoridad romana clásica, puesto que se llamaba Marc-Antoine Jullien. Hay que decir además que, pese a su tierna edad, era tan fiel a los espartanos principios de la Revolución como su amo y por tanto gran devoto de esa religión republicana para la que la virtud no es un desiderátum, sino una ley implacable que hay que imponer, si se puede, con la razón, y si no, con sangre.

Como es natural, lo primero que hice al enterarme de la llegada de tan joven tribuno fue invitarle a cenar. Tallien posiblemente hubiera desaprobado mi hospitalidad alertándome de que no me fiara de nadie que viniera de parte del temido Comité de Salvación Pública, pero Tallien estaba en París y sus cartas, cada vez menos optimistas respecto de lo que allí estaba ocurriendo, me llegaban muy de tarde en tarde. De sobra sabía yo que Jullien era un espía de París del que debía defenderme, pero nunca me resisto, antes de adoptar otras estrategias, a probar los tan eficaces instrumentos con los que la naturaleza nos ha dotado a todas las mujeres; me refiero
naturellement
a eso que los hombres llaman despectivamente «las armas femeninas».

Para la velada íntima con la que me dispuse a agasajarle tuve la precaución de no invitar al ciudadano Ysabeau. Él seguía tan refractario a mis encantos como siempre, y sin embargo, durante la ausencia de Tallien había seguido aplicando la política benevolente de éste. Hasta tal punto se mostraba magnánimo con los buenos ciudadanos de Burdeos, que días atrás, por ejemplo, al asistir el
représentant en mission
a una obra de teatro, había sido ovacionado por todos los concurrentes puestos en pie. Muchos secreteaban que su «transformación» era debida al efecto que sobre él ejercían los encantos de esta
Notre-Dame du Bon Secours
, servidora de todos ustedes, pero a mí jamás me ha gustado adornarme con plumas ajenas. La blanca y frágil mano que guiaba la antes sanguinaria diestra de Ysabeau tenía otro nombre que no era Teresa. Uno masculino que no develaré por prudencia. Y es que las manos de los efebos pueden ser tan bellas y samaritanas como las femeninas, e incluso tanto o más inflexibles que las nuestras en su dulce tiranía.

Yo estaba segura de que si el joven Jullien sospechase siquiera de las inclinaciones de Ysabeau, ése podría ser su fin, por eso preferí convertir la cena de bienvenida del primero en
un tête-a-tête
, en una agradable fiesta
á deux
. Creo que estaba bastante guapa esa noche con mi
tenue
patriótica. Elegí para la velada una túnica blanca, ni demasiado provocativa ni demasiado pacata. «Correcta», según diagnóstico de Frenelle que, como siempre, seguía mostrándose crítica con mis atuendos. Por eso, y siguiendo sus consejos, decidí sustituir la ancha banda tricolor que solía lucir en veladas como ésta por otra más estrecha y discreta. También me esmeré con el peinado y, en vez de lucir el gorro frigio que a mi invitado podría parecerle un intento de impostar un republicanismo poco convencido, preferí no cubrir mi cabello a lo Tito ni adornarlo con aditamento alguno. Ante un adversario tan reputadamente austero, me dije, lo mejor es dar la impresión de que una no se ha arreglado casi, aunque lo cierto fuera que había pasado horas preparando mi aspecto despreocupado y casual. Al pasar frente al espejo del vestíbulo, comprobé el efecto general,
charmant
es la palabra que mejor lo describe y creo, modestia aparte, que en ello hubiera estado de acuerdo cualquier miembro del sexo masculino. Sin embargo, todos estos detalles de mi aspecto, así como otros muy hermosos y sutiles de la decoración de mi casa y de la
mise en scéne
que procuré cuidar con mimo, estaban destinados, me temo, a estrellarse contra la más irritante indiferencia.

Una vez que Frenelle anunciara su llegada, encontré a aquel jovencito repantigado en mi sillón favorito mirando a través a la ventana con expresión aburrida. Ni siquiera se puso en pie al verme entrar, pero naturalmente no me desanimé por tan poca cosa, al contrario, adoro cuando los hombres comienzan una velada a la defensiva. «Espera, querido Marco Antonio –dije para mis adentros mientras le tendía la mano de un modo encantador–, ya veremos quién quema sus naves esta noche».

–¿Puedo ofreceros un jerez de mi tierra, ciudadano? –le propuse a continuación mientras me acercaba más a él procurando que la luz de las velas hiciera brillar mis ojos del modo más favorecedor.

–No. Prefiero un buen vino de la mía –respondió él sin una sonrisa.

Me detuve a estudiarlo. Parecía aún más joven que sus diecinueve años, uno menos que yo entonces. En su rostro infantil apenas sombreaba un atisbo de barba, entremezclada con un acné virulento que desfiguraba unos rasgos que, de otro modo, hubieran sido bellos. A pesar de su aspecto indolente se le veía incómodo, por lo que antes de desplegar ciertas armas que considero, modestamente, infalibles, decidí darle una tregua. «Dejemos que el vino de Burdeos y la cena ablanden este corazón tan duro», me dije, y me ocupé de que pasáramos sin más preámbulos a la mesa que se encontraba situada detrás de un discreto biombo. Mi acomodo en el hotel Franklin era modesto, y la misma habitación que de día servía de despacho para Nuestra Señora del Buen Socorro, de noche se convertía en salón y comedor a la vez.

–Ciudadano Jullien –le dije cogiéndole del brazo para dirigirnos a la mesa mientras él no dejaba de observar todo lo que veía a su paso: mi secreter lleno de papeles, los libros, también los instrumentos musicales que mencionó el conde de Paroy en su descripción de mis aposentos–. ¿Os gusta el sonido de la guitarra española? –aventuré –. Tal vez después de la cena me permitiréis que toque y cante para vos.

Él no dijo ni sí ni no. Y, con este poco alentador panorama, nos sentamos a la mesa. Mientras dábamos cuenta de un
pot-au-feau
tan sabroso como humilde me dediqué a llevar la conversación hacia esos temas que los buenos revolucionarios suelen apreciar. Hablé primero de las cosechas de trigo («Cada vez más abundantes, qué gran riqueza para nuestro país, ¿verdad, ciudadano?»). Saqué después el tema de la labor vigilante y maternal de la ciudad de París sobre el resto de Francia («Qué importante es que la capital se ocupe de velar por la ortodoxia y la preservación de nuestra gloriosa República, ¿cierto, ciudadano?»). E intenté por fin hablar de la necesaria educación de los jóvenes («Hace un año tuve la fortuna de dirigir a los bordeleses un magnífico escrito del ciudadano Lacombe sobre el tema. ¿Queréis verlo, ciudadano?»). Pero una y otra vez y a pesar de que con deliberada frecuencia reponía yo la copa de este impertérrito Marco Antonio como la más solícita de las Cleopatras con ánimo de disolver en alcohol tan recalcitrante corazón, todos mis intentos se estrellaron contra un muro de indiferencia. Ni siquiera cuando, una vez acabada la cena, recurrí a mi guitarra y entoné alguna coplilla española, algo que suele deleitar a todo el mundo, conseguí arrancar de aquellos labios la más tenue de las sonrisas. ¡Pero si incluso se permitió bostezar ese muchachito insufrible cuando entoné un tanguillo! Por fin, cansada, exhausta y también medio beoda por todo el vino de Burdeos que había ingerido, esta fracasada Cleopatra decidió replegar sus velas y dar por perdida la noche. «Una retirada a tiempo también es una victoria», me dije mientras aquel lechuguino lleno de granos se despedía de mí con el mismo aire glacial con el que había venido. Nunca en mi vida he tenido tan poco éxito con un hombre, vaya nochecita...

Sin embargo, no soy mujer que se dé fácilmente por vencida y, cuando las armas femeninas fracasan, no me duelen prendas en empuñar las masculinas. Con ello no me refiero a las que hieren y cortan, éstas nunca resultan del todo eficaces en nuestras manos; hablo de las relacionadas con el dinero, unas armas a las que las mujeres lamentablemente no siempre tenemos acceso, pero cuando es el caso de que las poseemos, sin duda hacemos excelente uso de ellas.

Así, un par de semanas más tarde, y aún haciendo esfuerzos (y maldita la gracia que me hacía) para congraciarme con mi joven espía, le envié la siguiente nota:

Al ciudadano Marco Antonio Jullien de la ciudadana Teresa Cabarrús:

Me complace poder informaros de que, con la ayuda de mi tío Dominique, me dispongo a abrir un almacén de producción de salitre. Hago votos por que este deseo mío sea bien recibido por alguien que conoce lo imprescindible que ese ingrediente es para la fabricación de pólvora. Como bien sabéis, ésta es una industria declarada de utilidad pública debido a la gran necesidad que Francia tiene de ella para luchar contra el enemigo extranjero que amenaza nuestra gloriosa Revolución. ¡Viva nuestra República! ¡Vivan todos los valientes soldados que en el frente dan sus vidas por nuestra gloriosa patria!

Fracasé por segunda vez. Ni me contestó.

Entonces decidí olvidarme de aquel insolente y envié a la Convención de París algo que demostraba mi fervor revolucionario: un tratado en el que reclamaba para las mujeres un puesto de honor junto a los más desprotegidos de la República: los enfermos, los heridos de guerra.

De nada me valió tampoco. Días más tarde, uno de mis espías vino a secretearme el contenido de una carta que Jullien había dirigido a Robespierre. Según mi informante, en ella se jactaba de cómo había logrado «resistir a los avances eróticos de la ciudadana Cabarrús, a sus melindres de mujer mundana, a sus tontunas indescriptibles». Mi mano temblaba de ira al leer todo esto en el informe de mi asalariado. Pero aún faltaba lo peor. Antes de despedirse aquel jovencito se jactaba en su carta al Incorruptible de «cómo he logrado esquivar las burdas maniobras de una vieja y curtida dama experta en seducciones».

¡Burdas maniobras de vieja! Eso sí que me dolió. ¿Quién y qué se había creído aquel estúpido muchacho apenas un año menor que yo? Desde luego esta «vieja experta en seducciones» aún no había acabado del todo con él. «Espera y verás, Marco Antonio –me dije–, ya veremos quién gana al final, tú no tienes ni idea de quién es esta Cleopatra».

Ya tenía yo planeada mi próxima jugada en el tablero de estrategia militar en que se había convertido mi pulso con Marc-Antoine Jullien cuando Frenelle me hizo entrega de un abultado sobre dirigido a mí con la inconfundible caligrafía de Tallien. Inquieta por su grosor procedí a abrirlo y su contenido me heló la sangre.

Amor mío:

Todo está irremediablemente perdido. Si una vez nos atrevimos a soñar con que el Terror que asola Francia fuera a remitir, los últimos acontecimientos vividos en París hacen que yo pierda toda esperanza. Desde hace unas semanas, la
Louisette
siega cabezas tanto del ala izquierda de la Convención como de la derecha, las de los extremistas y después las de los moderados. Como bien sabes, vida mía, no hace mucho, el antes incendiario Danton decidió ponerse al frente de los denominados «indulgentes» dentro de la Cámara para frenar el horror que estamos viviendo. Esto creó infinitas tensiones entre él y Robespierre, porque los dantonistas cada vez se mostraban más osados en sus críticas a la política de sangre y fuego que propugna el Incorruptible. Así lo proclamó Camille Desmoulins, fiel compañero de Danton, con su elocuencia habitual cuando se interrogó en público diciendo: «¿Queremos acaso eliminar a todos nuestros enemigos por medio de la guillotina? Esto sería sin duda la mayor de las locuras, porque, ¿puede guillotinarse a un individuo sin crear con ello diez nuevos enemigos entre sus amigos y parientes? ¿De veras pensamos que son las mujeres, los ancianos y los débiles los que nos amenazan? De nuestros enemigos no quedan ya sino los débiles y los enfermos».

A partir de ese momento, vida mía, Desmoulins propugnó la creación de un Comité de Clemencia para que revisara cada causa. Naturalmente, él y Danton sabían que esto era tanto como cuestionar la labor del Comité de Salvación Pública y por tanto a Robespierre, pero aun así Camille alzó su voz para concluir su discurso y, parafraseando a Mirabeau, sentenció que en una revolución hay que tener mucho cuidado porque «la libertad es una puta que gusta ser poseída sobre un lecho de cadáveres».

Aunque este discurso era un reto directo a la autoridad de Robespierre, puedo decir que durante un tiempo el Incorruptible pareció inclinarse a favor de los indulgentes. Sin embargo, las cosas cambian demasiado veloces en París, y los últimos días han sido testigos de los siguientes y contradictorios acontecimientos mientras la
Louisette
funcionaba a todas horas segando cabezas. Primero le tocó entregar la suya a Hébert, el editor del extremista y repugnante periodicucho
Le Pére Duchesne
. Cuentan que grandes y bullangueras multitudes se dieron cita ante la guillotina para ver cómo moría un ser cuyas venenosas insidias habían logrado llevar a la cuchilla a tantos infelices. «Murió como un cobarde, sin pelotas», es el comentario más extendido que circula por ahí.

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