Como ya expliqué someramente más arriba, por esas fechas todos, hombres y mujeres, vivíamos en lo que se podría llamar un gran escenario, en un magnífico tinglado teatral donde no sólo importaba lo que se hacía o decía, sino, sobre todo,
cómo
se hacía. En ese sentido, el gran maestro, el mejor representante de la estética revolucionaria, fue sin duda mi amigo (¿o debería decir sólo mi «conocido?») el señor Mirabeau. Como he señalado antes, yo no tenía especial simpatía por el gran tribuno debido al modo en que había tratado a mi padre. Fue él quien, en 1785, auspició (algunos dicen financió) la redacción de un demoledor folleto contra Francisco Cabarrús en el que se le acusaba poco menos que de «filibustero económico» por su innovadora idea de crear el Banco de San Carlos. Pero lo más grave para mí fue que, no contento con desprestigiarlo en lo profesional, en el mismo escrito Mirabeau se dedicó a atacarlo también en lo personal, contando las íntimas circunstancias de su apresurada boda con mi madre.
Durante nuestros primeros encuentros en casa de la condesa de Genlis, cuando me dedicaba a bailar el bolero en los salones alegrando los últimos días de lo que más tarde se llamaría el
Ancien Régime
, yo lo había tratado con una deliberada frialdad. Supongo que a él tal actitud por parte de una niña de trece años le debió de resultar graciosa, porque cuando nos volvimos a encontrar un par de años más tarde tras la caída de la Bastilla, me la recordó con una sonrisa: «Veo que los nuevos vientos que se respiran en París sientan a vuestra belleza mucho mejor que aquel aire mohíno que me dispensabais entonces», dijo, y yo no tuve más remedio que sonreír. Jamás he sido amiga de guardar viejas cuitas y tampoco lo era por aquellos tiempos, a pesar de mis cortos años. Además, Mirabeau era un hombre importante, de los más célebres de los nuevos tiempos que ahora alumbraban, y quién sabe, tal vez podría hacerle incluso cambiar de opinión respecto de mi padre. Hay que decir igualmente que por aquel entonces yo estaba descubriendo el gran poder de persuasión de mi mirada y también el de mi sonrisa. Cierto es que estaban de moda las lágrimas, que se consideraban un signo de gran «sensibilidad», pero Teresa Cabarrús fue una excepción a la regla. Mientras otras damas como madame de Staël o mi futura y gran amiga Josefina de Beauharnais ablandaban corazones con el torrente de su llanto, yo elegí hacerlo siempre con el cascabel de mi risa.
–Y dígame, señor Mirabeau, mi marido empieza a estar inquieto con los últimos acontecimientos. Yo, desde luego, no estoy de acuerdo con él, pero lo cierto es que se cuenta que en toda Francia hay disturbios, insurrecciones, y que ya se han quemado varios castillos. Dicen incluso que el hermano del Rey, el conde de Artois, así como el príncipe de Condé y otros muchos aristócratas, han huido de Francia. ¿No teme vuestra excelencia que el Rey haga un día lo mismo?
Este pequeño discurso mío estaba medido pulgada a pulgada. Yo no solía intercambiar con mi señor marido más palabras que las imprescindibles, de modo que sólo tenía una idea somera de cuál era su opinión sobre el momento político. Pero poner en labios de mi esposo cierta inquietud por la situación del país me permitía, por un lado, saber exactamente qué estaba pasando, y, por otro, cultivar una cierta aureola de dama
á la page
interesada por asuntos políticos y afín a los nuevos aires de igualdad. Además, el hecho de haber formulado la pregunta en el salón de casa, delante de mis invitados y durante una de mis cada vez más concurridas veladas, daba la posibilidad a monsieur de Mirabeau de lucirse ante tan selecto público desplegando todas sus artes aprendidas en el teatro, algo que a él siempre le proporcionó gran placer. Agradar a los invitados es sin duda la mejor garantía de que vuelvan, y ya saben ustedes lo útil que es el halago para una buena anfitriona. En cuanto a lo que a mí respecta, el que nuestra casa sirviera de lugar de reunión de todos los talentos emergentes de la época era mi más deseado objetivo.
–¿Verdad, monsieur –dije bajando los ojos con la modestia que tanto place a los hombres–, que muy pronto se tranquilizará la situación puesto que Francia ha logrado, con la caída de la Bastilla, una gran e histórica victoria sobre el despotismo?
Mirabeau echó hacia atrás su formidable cabeza, esa que muchos comparaban con la del Sansón de la Biblia, y comenzó a hablar.
–Naturalmente, querida niña, y tened por seguro que los disturbios acabarán muy pronto. Al fin y al cabo, todo lo que buscábamos con ellos ya se ha conseguido: la Asamblea Nacional está elaborando ahora la nueva Constitución, el Rey lleva la escarapela tricolor, por toda Francia se están construyendo municipalidades del pueblo, y el pasado 4 de agosto se abolieron por fin los últimos y tan denostados vestigios del feudalismo, así como muchos derechos de los nobles. Por otro lado, el 26 de agosto, es decir, la semana próxima, pensamos alcanzar un nuevo logro trascendental: la proclamación oficial de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Vuestro marido, madame, es un perfecto necio si no se da cuenta de que todo está bajo control.
El resto de los presentes estalló en un cerrado aplauso. Y casi quien más aplaudía era La Fayette. Estaba espléndido esa noche ataviado con su nuevo y revolucionario uniforme. Mi amiga madame de Staël era de la opinión de que un hombre pelirrojo como él no podía llegar nunca a ser realmente apuesto, pero yo no estaba de acuerdo en absoluto. Además, La Fayette, al menos por aquel entonces, no se había sumado aún a la nueva moda de ir sin peluca y llevaba la suya corta, blanca y muy bellamente empolvada. Vestía por lo demás calzón blanco, botas negras hasta por encima de la rodilla y magnífica casaca azul con vueltas en blanco. En el sombrero, como todos por aquellos días, lucía orgulloso la escarapela tricolor.
–Juro que nunca hasta ahora –dijo aquella perfección de hombre– pueblo alguno ha logrado de forma tan poco violenta cambiar tantas cosas en tan poco tiempo. Juro que la historia recordará siempre este año de 1789 como el alumbrar de una nueva era, juro que…
En aquella época, y para completar la estética romana clásica de la que he hablado antes, era de muy buen tono jurar. A cada rato se juraban cosas: fidelidad a la Asamblea, lealtad a los principios, amor a la naturaleza, al cosmos y, sobre todo, fidelidad a la diosa Razón, esa que tanto veneraron Voltaire y Rousseau. También se juraba, y valga el dato, fidelidad a aquello que uno estaba a punto de traicionar, tal como haría, por ejemplo, su eminencia el obispo de Autun, muy pronto convertido en «ciudadano Talleyrand», cuyo curioso caso me apresuro a contar.
Y es que tenía razón La Fayette. El año de 1789 veía alumbrar una nueva era. A todos los cambios antes señalados, súmese además la marcha de los parisinos hambrientos sobre Versalles, que tuvo como consecuencia que el Rey abandonara su emblemático palacio y viniera a vivir a París. También las insurrecciones campesinas, la escasez y las crecientes y enormes dificultades por las que atravesaba el país y que amenazaban con un colapso económico. Y por fin súmese el contraste entre dichas dificultades y la euforia de tantos que creían estar cambiando Francia y por extensión a la humanidad en su conjunto. Fue tal vez la mezcla de euforia con las dificultades que acechaban la que propició que Talleyrand, una mañana de octubre de 1789, sorprendiera a propios y a extraños con una revolucionaria idea expuesta en el curso de un debate sobre la situación financiera. Vestido de seglar y con sólo una elegante y sobria cruz que denotaba su condición de prelado, el gran hombre anunció de pronto que la solución a la situación económica del país era muy sencilla y que estaba al alcance de la mano. Se trataba de hacer uso de una fuente de recursos inmensos, de una riqueza increíble: aquella que dormía en las incontables propiedades de la Iglesia. Con un aire de despreocupada indiferencia que hizo correr un sudor frío por la espalda de la mayoría de sus colegas prelados, Talleyrand sonrió antes de afirmar que «una vez recuperada para la nación tanta y tan baldía riqueza, podría ésta ser usada para paliar las grandes necesidades de nuestra patria». «Además –añadió–, es evidente que el clero no es propietario de aquello que tiene, puesto que lo que posee le ha sido dado, no para su beneficio personal, sino para el ejercicio de su cometido o función».
Así fue cómo activos por un valor de cuatrocientos millones de libras fueron incautados y puestos a disposición del Estado el 2 de noviembre. Una verdadera jugada maestra y –como decía el elegante obispo de Autun– muy sencilla de llevar a cabo. Sin embargo, y lamentablemente, tal como habría de ocurrir con la también esperanzadora supresión de los derechos feudales, la venta de las propiedades eclesiásticas no favoreció a los pobres, sino que vino únicamente a reforzar la preponderancia de las clases ya pudientes.
Febrero del año 1790, por su parte, vería además la abolición de todas las órdenes religiosas y la reorganización del resto del clero, que, a partir del mes de julio, pasaba a regirse a través de un nuevo sistema: obispos y párrocos debían ser elegidos como otros funcionarios públicos. De este modo, la Iglesia de Francia, la
fille aînée de l'Église
, se convirtió de la noche a la mañana en Iglesia nacional, desligándose de la autoridad del Papa. Todos los curas, a partir de ese momento, debían jurar lealtad a la llamada Constitución Civil del Clero, pero, a pesar de que la medida fue bien recibida en principio, sólo siete obispos, entre los que naturalmente se encontraba Talleyrand, se prestaron a dicho juramento. Nacían así dos tipos de curas: los constitucionales por un lado, y los refractarios o no jurados, que deseaban permanecer fieles a Roma, por otro. Lamentablemente, Francia, a pesar de los vientos revolucionarios, seguía siendo muy católica y muchos no entendieron la medida de Talleyrand, quien, dicho sea de paso, continuaba oficiando misa y bendiciendo a los fieles, pero ataviado ahora con albas tricolores blancas, rojas y azules confeccionadas, por cierto, en uno de los talleres de sastrería más selectos de todo París.
Han pasado desde este hecho que narro muchos años y, visto con la perspectiva que dan el tiempo y la vejez, puedo afirmar que tal vez fuera generosa e incluso cristiana en el más liberal sentido de la palabra su idea de incautar los bienes de la Iglesia y convertir a los sacerdotes en funcionarios, pero, como se verá más adelante, ambas decisiones tendrían graves consecuencias sociales en la Francia revolucionaria.
M
uchos autores, tan sesudos ellos, desdeñan hablar en sus libros de modas, peinados u otras fruslerías que consideran frívolas o demasiado «mujeriles». Yo, por mi parte, siempre he reivindicado la frivolidad, que me parece el mejor antídoto contra los rigores y desdichas de este valle de lágrimas; y, en cuanto a lo mujeril, qué quieren que les diga, soy mujer y me encanta serlo. Por eso, si unas páginas más atrás, al hablar de la toma de la Bastilla lo hice valiéndome del orinal del marqués de Sade, ahora, para narrar los muy serios acontecimientos posteriores a la toma de la prisión me dispongo a disertar sobre pelucas y libreas. Y es que, como se verá muy pronto, ambas prendas simbolizaban algo muy denostado y también contrario a los nuevos e imperantes aires de renovación; representaban los modos y modas del
Ancien Régime
, cuya ostentación e hipocresía decadente todo el mundo estaba de acuerdo en enterrar.
Como ya he señalado al principio de estas memorias, aun antes de los estallidos que habrían de cambiar Francia ya los fabricantes de pelucas se habían quejado al Rey de su situación: «Algunos caballeros, sire, empiezan a ir ahora con la cabeza descubierta y ello es un signo de indecoro manifiesto y una afrenta a Su Majestad», escribieron en una carta conjunta enviada a Luis XVI. Y en efecto lo era, puesto que el buen rey Luis siguió usando peluca y empolvando su cabeza hasta poco antes de que ésta rodara bajo la cuchilla de la
Louisette
. Por eso, y en contraste, en la Francia revolucionaria todos (excepto, curiosamente, el señor Robespierre, que siguió empolvando su cabellera hasta el día en que subió al patíbulo) comenzaron, de un día para otro, a ir con la cabeza descubierta. Y es que si, por un lado, prescindir de la peluca significaba una ruptura con el pasado y con la monarquía, por otro simbolizaba algo igualmente deseable: los aires de fraternidad y el deseo de asemejarse (aunque sólo fuera en la estética) al pueblo llano.
También la librea, prenda por excelencia de la clase alta, fue arrinconada por aquel entonces y debido a las mismas razones. La palabra librea en sí ya es reveladora: viene de
livrée
, es decir, «cosa librada o entregada al criado». Y es interesante señalar que estas casacas confeccionadas en seda o terciopelo eran usadas por los caballeros, pero también por los criados, hasta el estallido de la Revolución. A partir de ese momento, los caballeros la sustituyeron por otras chaquetas más simples y de tela oscura, como las que usaba el Tercer Estado. Prendas negras o gris oscuro que se acompañaban de calzón del mismo color y medias negras, lo que confería a sus portadores un severo (y en mi opinión inquietante) aspecto de aves de mal agüero. Tal indumentaria se completaba además con el uso en la mano derecha de un bastón que el caballero solía descargar en no pocas ocasiones, y «fraternalmente», sobre las costillas del obtuso criado para hacerle comprender que ahora era un ciudadano libre por lo que no debía seguir llevando la tan denostada y abolida librea.