La cinta roja (20 page)

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Authors: Carmen Posadas

Tags: #Histórico

Los codnenados a muerte se debatían entre el horror y la dignidad: unos lloraban por su suerte mientras otros se dedicaban a escenificar su subida al patíbulo. En la cárcel ensayaban los discursos y las reverencias que pensaban dedicar al público que asistía a las ejecuciones.

Dos años inciertos

E
l año de 1791 trajo finalmente el destronamiento de Teresa Cabarrús como reina de los salones de París. Mi sustituta era menos bella que yo, pero, mucho me temo, harto más fascinante y sensual para los hombres: me refiero a esa dama exigente y caprichosa a la que llaman… política. Y es que, por aquellas fechas, en los salones mundanos ya no se amaba ni se reía como antaño; tampoco se jugaba a las cartas ni se bailaba; sólo se platicaba, se discutía. Y los temas de conversación no puede decirse que fueran atractivos para una muchacha como yo, que aún no había cumplido los dieciocho años.

Se hablaba mucho, por ejemplo, de lo difícil que estaba siendo vencer la resistencia del pueblo frente al problema religioso. Y de cómo, a pesar de que miles de sacerdotes habían jurado la Constitución, la mayoría de los franceses seguía siendo fiel a los refractarios o partidarios del Papa, creando una suerte de corriente contrarrevolucionaria que muchos tachaban de extremadamente peligrosa. Se hablaba también de la Ley d'Allarde, que abolía el régimen corporativo. Y se hablaba sobre todo de la cada vez más desesperada situación económica del país. Y es que en toda Francia escaseaba el pan y los productos esenciales, lo que hacía crecer día a día la impopularidad del Rey y el odio a
l’autrichienne
.

Aumentaba también de modo notable la lista de aristócratas que optaban por el exilio. Y una vez fuera del país, su mayor empeño era instar a las distintas potencias extranjeras a que invadieran Francia para reinstaurar en la persona del cada vez más debilitado Rey, o si eso no era posible, en la de alguno de sus dos hermanos, una monarquía absolutista como la de antes, lejana a limitaciones constitucionales, escarapelas tricolores y otras zarandajas.

Con todos estos temores, olvidadas quedaron ya para siempre aquellas frívolas meriendas, vestidos unos de pastores y otros de jóvenes revolucionarios, en las que nos dedicábamos a tomar helados en Fontenay-aux-Roses. También desaparecieron las deliciosas veladas en nuestra casa de París, reunidos para hablar del amor y otros demonios. Ahora, el único Luzbel que infestaba los salones mundanos era la fiebre revolucionaria. Mi rival, la política, como
femme fatale
que es, lo devoraba todo, creencias, amores y, por supuesto, devoraba la presa que le es más preciada: la inocencia de aquellos que se consideraban sus amantes.

El espectro político del país se había ido definiendo cada vez más, subdividiéndose en distintas facciones que recelaban unas de otras. Los girondinos, por ejemplo, grupo formado por los representantes de las provincias de la Gironda, como Burdeos y otras cercanas, y que ocupaban el ala derecha de la Convención, miraban con sospecha a los delegados de París y, por supuesto, a los lafayettistas. Dichos girondinos, capitaneados por Brissot, eran partidarios de tomar medidas contra los emigrados realistas y querían declarar la guerra a los países extranjeros como medio de unir a toda Francia tras una causa común: expandir la Revolución. Por su parte, los
feuillants
, club fundado por Mirabeau y al que pertenecía mi amigo Lameth, apoyaban la idea de una monarquía constitucional y por tanto recelaban de los grupos anteriores. Los jacobinos, mientras tanto, con Robespierre a la cabeza, se consideraban los guardianes de los logros de la Revolución frente a los posibles ataques de la aristocracia, de modo que miraban con igual desconfianza a
feuillants
, lafayettistas y girondinos. Otro tanto ocurría con Danton, quien hacía poco había fundado un club llamado Los Cordeliers junto con Camille Desmoulins, aquel joven cuyas bellas palabras yo tanto había admirado en el Palais Royal.

Y por supuesto todos, girondinos,
feuillants
, jacobinos, lafayettistas y cordeleros miraban con enorme recelo a la estrella emergente del momento, Jean-Paul Marat, médico, escritor y editor del influyente
Ami du Peuple
. Él habría de jugar poco tiempo más tarde, junto a su grupo radical llamado Les Montagnards, un papel destacado en la condena a muerte del Rey de la que hablaré más adelante. Pero ya en el año de 1791, su poco agraciada y enfermiza figura se había hecho célebre en todo París no sólo por las soflamas que publicaba en su periódico, sino por sus teatrales actuaciones desde los bancos más altos de la Asamblea, llamados por ello La Montaña.

La primavera del 91 trajo además otras dos convulsiones. La primera tuvo lugar en el mes de abril, cuando un rumor se extendió por todo París: se decía que habían envenenado al hombre más importante de Francia, el
ci-devant
conde de Mirabeau.

–¡Dios mío, nuestro gran Honoré! –exclamó madame Boisgeloup, que, como siempre, era la primera en enterarse de lo que
tout Paris
sabía. Por aquel entonces, madame Boisgeloup no me visitaba con tanta frecuencia como antes. Le desagradaba mi marido y no hacía nada por disimularlo, pero esta vez, dada la magnitud de la noticia y sabiendo que por las tardes él no estaba en casa, vino a verme–. ¡Muerto! –repetía aferrada a su sempiterno pañuelito de puntillas–. Él, el ciudadano Mirabeau, el mayor defensor y soporte de la monarquía constitucional, el tribuno de la voz tronante, el casanova de la cara picada de viruela. ¿Qué será ahora de Francia? Era el único que ponía un poco de cordura en la vida pública.

–¿Qué le ha sucedido? –pregunté yo–. Se le veía tan saludable como siempre. ¿De veras lo han envenenado?

–No lo creo en absoluto, eso sólo lo dicen las malas lenguas. Por lo visto, el problema es otro. Llevaba varios días de juerga,
des femmes et tout ça
–apuntó madame con gran aspaviento de sus regordetes brazos –, y al cabo de ellos comenzó a sentirse mal. Llamaron al médico, pero a pesar de sus cuidados fue de mal en peor; más de diez días ha durado su agonía, imagínate. Según me ha contado un buen amigo que es médico, también se sospecha de que se trata de una inflamación de hígado, una enfermedad muy poco común. Claro que eso, con ser terrible, no es ni mucho menos lo más destacado de toda esta historia,
ma chére
.

–¿Y cuál es entonces? –inquirí muy intrigada porque, por el modo en que madame había bajado el volumen de su voz al pronunciar la palabra «historia», estaba segura de que lo que venía a continuación iba a ser interesante.


Pipismo
[5]
–declaró madame, que, como siempre, tenía su forma personal de reinventar los términos médicos.

–¿Pipismo? –repetí–. ¿Y eso qué es?

–Querida, parece mentira que seas una mujer de mundo. Se llama así a la continua y muy dolorosa erección del «pipí» masculino («o pene», puntualizó madame bajando aún más la voz, como si aquello necesitase más explicación). ¡Figúrate que, según me han contado, una vez muerto, al destapar el cadáver se descubrió que el de nuestro buen amigo estaba erecto como un mástil! Comprenderás que en cuanto se supo tal circunstancia, todas las personas que se habían dado cita desde hacía días a la puerta de su casa para interesarse por la salud del gran hombre olvidaron inmediatamente traiciones, conjuras y envenenamientos. Ya no se hablaba de otra cosa más que del
pipismo
del ciudadano Mirabeau.

»Y de nada sirvió –continuó relatando madame– que, tras conocerse el caso, los allegados del difunto intentaran que se volviera al recogimiento y solemnidad que la situación requería; no, querida, no hubo manera. Y eso que, como buen tribuno romano, Mirabeau había dedicado su larga agonía a escenificar muy bellamente su muerte preparando el lecho mortuorio, la intensidad de la luz que se filtraba por las ventanas y hasta el tipo de flores que debían adornar la estancia. Como era de esperar, también dejó escritas unas palabras para ser leídas póstumamente desde la ventana. Pero todo esto quedó de lo más deslucido,
ma belle
, con el asunto de la grande
érection
. ¡Cuánto lo siento por Honoré, con lo que a él le gustaba una buena mise en
scéne
! Sin embargo, y a pesar de todo, no puede decirse que sea desdeñable su mutis final. No todo el mundo puede presumir de una hazaña post mortem de su «pipí». ¿No crees, querida?

Yo asentí muy formalmente con la cabeza, pero como por aquel entonces estaba muy influenciada por la moda de los grandes gestos y de las grandes palabras, sobre todo si eran póstumas, pasé por alto los comentarios escandalosos de madame y me interesé más por conocer cuáles habían sido aquellas palabras póstumas dejadas por Mirabeau.

–Sí, querida, muy sensato por tu parte preguntar por ellas –respondió madame al tiempo que abandonaba el tono bajo de las confidencias indiscretas para adoptar otro mucho más rotundo y acorde con lo que iba a decir–. Helas aquí: «Me voy –dejó dicho el ciudadano Mirabeau– y llevo conmigo la muerte de la monarquía. Ahora las facciones se disputarán mis despojos».

Estas últimas palabras del mayor defensor de la monarquía constitucional estaban destinadas a ser proféticas, puesto que la primavera de 1791 traería consigo el principio del fin de dicha institución. Ocurrió que la noche del 20 de junio la familia real, con la gallarda ayuda del amante de la Reina, el conde Fersen, intentó la huida y al día siguiente fue arrestada en Varennes, gracias a un maestro de postas llamado Jean-Baptiste Drouet, que desde entonces pasaría a la historia por su perspicacia. Al detenerse el coche para cambiar los caballos, Drouet comenzó a desconfiar, según dijo, de «un cierto criado grueso que iba en el carruaje y que guardaba un gran parecido con Luis XVI, cuya cara conocía por las monedas de curso legal». Otros sostienen, por el contrario, que Drouet reconoció al Rey porque había sido soldado raso y alguna vez había tenido oportunidad de verlo de lejos. Sea como fuere y gracias a aquellas dotes de buen fisonomista, en Varennes acabó la esperanza de la familia real, que fue obligada a regresar a París, donde sería recibida por una muchedumbre mortalmente silenciosa. Más tarde, alguien escribiría que tanto silencio anunciaba ya «el ceremonial funerario de la monarquía».

A partir de ahí muchos acontecimientos se precipitaron de forma vertiginosa. En agosto, Leopoldo II de Austria y Guillermo II de Prusia firmaron la Declaración de Pillnitz por la que amenazaban a la nación revolucionaria con intervenir militarmente, y la confrontación se hizo inevitable. «En vez de una guerra interna habrá una guerra con el exterior», escribió por esos días un esperanzado Luis XVI a su agente el barón de Breteuil. «Entonces –añadía en su carta–, seguro que las cosas mejoran sensiblemente para Francia y también para nosotros». Tampoco como profeta se distinguiría el buen rey Luis. Si bien al principio la amenaza exterior logró distraer la atención de los franceses de sus acuciantes problemas internos, sólo fue un respiro momentáneo, puesto que el próximo año que ahora comenzaba iba a ser particularmente trágico.

Noticia de todos estos acontecimientos llegaban hasta nuestra casa en el centro de París con toda su carga de dramatismo e incertidumbre. A partir de entonces procuramos salir lo menos posible y también mantener las cortinas cerradas para no ver qué pasaba en la calle. Y es que lo que se veía no podía ser más desolador. Recuerdo que unos meses antes a los hechos narrados, un grupo de ciudadanos entusiastas y alegres había hecho levantar cerca de nuestra vivienda un árbol patriótico de los muchos que se veneraban en toda Francia como símbolo de la nueva savia de nuestra Revolución. Sin embargo, al llegar la Navidad, del árbol no quedaba más que un esqueleto gris y raquítico. Allí solían reunirse ahora ciudadanos de aspecto tan depauperado como fiero para bailar alrededor de su tronco. Todos llevaban armas. Unos, navajas; otros, hoces; hasta las mujeres lucían cuchillos a la cintura.
Ça ira, ça ira, ça ira
…, cantaban dando vueltas y vueltas a aquel palo seco como en una extraña y premonitoria ceremonia que helaba el alma.

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