La cinta roja (22 page)

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Authors: Carmen Posadas

Tags: #Histórico

Ahora, el principal problema de los responsables políticos era encauzar la violencia popular y conducirla para que actuara a favor del Estado en lugar de hacerlo en su contra. Pero esto resultaba cada vez más difícil, puesto que los ánimos se exaltaban de día en día con soflamas y discursos como los de Marat, cuyas palabras no hacían más que añadir combustible a las ya de por sí muy encendidas llamas de los patriotas.

Por si esto fuese poco, el 10 de agosto se constituyó la llamada Comuna Insurreccional de París, con sede en la alcaldía, y se hizo como un claro desafío a la autoridad de la Asamblea. Se crearon además diversos comités, como el de Vigilancia (una forma de espionaje policial para salvaguardar los principios de la Revolución), que inmediatamente comenzó a actuar de modo implacable. A partir de entonces toda la prensa afín a la monarquía fue puesta fuera de la ley, y cada día eran más las personas a las que se encarcelaba sin pasar siquiera por un interrogatorio. De todos los que fueron arrestados de la noche a la mañana el caso más notable fue sin duda el de la princesa de Lamballe, íntima amiga de María Antonieta (demasiado íntima según las malas lenguas). En la prisión del Temple, a la que la familia real había sido llevada después de los últimos acontecimientos luctuosos, la
ci-devant
princesa se ocupaba por aquel entonces de atender directamente a la Reina y a sus hijos. Allí la fueron a buscar y, ante el horror de la soberana, se la condujo a la prisión de La Force.

Pero no sólo eran los vivos cercanos a la familia real los que acaparaban las iras del pueblo. Caían también los muertos, incluso los más amados, como la estatua del Rey Sol y la del muy popular Enrique IV, que fueron arrancadas de sus pedestales entre gritos y cánticos, como un claro presagio. Porque todo lo que tenía que ver con el monarca, que tan cobardemente había intentado abandonar a sus súbditos, resultaba ahora odioso, y en las calles de París se oían más que nunca las estrofas de aquella canción nacida dos años atrás y que ya se estaba haciendo realidad:

Ah! Ça ira, ça ira, ça ira!

Les aristocrates á la lanterne.

Ah! Ça ira, ça ira, ça ira!

Les aristocrates on les pendra.

Tengo que salvar a mi hijo

S
i
Ça ira
era la canción que acompañaba nuestras vidas durante esos días, también era la que acompasaba la marcha de multitud de personas camino del exilio a medida que languidecía el verano. Hasta las cerradas puertas de nuestra casa en París llegaba el eco de sus nombres: en el grupo de los primeros en marchar estaba, por ejemplo, el
ci-devant
obispo de Autun, ya despojado definitivamente de sus hábitos. El ahora llamado ciudadano Talleyrand, que siempre fue un maestro en el arte de nadar y guardar la ropa, ya fuera talar o seglar, se había inventado para escapar sin que aquello pareciera una huida, una misión «
diplomatique
» que lo llevase a Londres. Mi amigo y muy admirado La Fayette, por el contrario, fue al exilio de modo más vergonzoso. Acusado de negligencia (o peor aún, de complicidad) al no haber evitado, como jefe de la Guardia Nacional, la fuga del Rey y su familia, tras muchas vicisitudes, decidió pasar la frontera con Austria, donde fue tomado prisionero. De este modo, el que fuera comandante en jefe y héroe del Nuevo Mundo ya nunca cumpliría su sueño de serlo también del Viejo.

Mi amante Alexandre Lameth siguió la misma ruta, y otro tanto, aunque con distinta dirección, hizo Germaine de Staël. Así, todos los días, desde la ventana de mi habitación, podía contemplar el mismo espectáculo. Casas que se cerraban y familias que, tras apilar de cualquier manera sus pertenencias en un carro o carruaje, emprendían la huida. ¿Y nosotros? ¿Qué iba a ser de mi familia, de mi pequeño Théodore y del resto de los habitantes de nuestra casa? Con mi padre aún encarcelado en España, yo no tenía medios propios y mi suerte estaba irremediablemente unida a la de mi marido, de modo que cualquier paso que quisiera dar tendría que ser con su aquiescencia. Todos aseguraban que fuera de París, en cualquiera de las otras ciudades de Francia, había mucho menos peligro y lo sensato, por tanto, era intentar alcanzar alguna de ellas. Ciertos parientes de mi padre vivían en Burdeos y yo les había escrito pidiendo ayuda, pero hasta el momento mis cartas no habían tenido respuesta. En cuando a Fontenay, estaba paralizado por el miedo. Lo único que hacía era pasar horas y horas en la biblioteca encerrado con sus compañeros de tantas soledades: los naipes y el aguardiente.

Tal era la situación cuando, llegado el mes de septiembre, el levantisco pueblo de París conoció la noticia de que austríacos y prusianos habían cruzado la frontera y Verdún se enfrentaba ahora a un asedio. Por fin se cumplía la tan temida amenaza de invasión del territorio francés, y toda la ciudad se vio convulsa en una mezcla de terror y fiebre bélica mientras que, en la Asamblea, su presidente declaró oficialmente «la patria en peligro». La voz de Danton resonó acto seguido en la Cámara y sus palabras se fueron repitiendo de boca en boca hasta llegar a mi ventana:

–¡Ciudadanos! Ninguna nación en la Historia ha logrado alcanzar la libertad sin lucha. Vosotros tenéis multitud de traidores en vuestro seno, sabed que sin ellos las penurias acabarán mucho antes.

Todos sabíamos entonces a quiénes se referían con la palabra «ellos». A los aristócratas, a los curas refractarios, a los guardias reales y, en resumen, a todos los sospechosos de ser partidarios del Rey que semanas antes habían sido encarcelados y formaban, según Danton, un peligroso ejército de enemigos internos y contrarrevolucionarios dispuestos a reponer en el trono al traidor. De este modo fue cómo por una mezcla a partes iguales de miedo y odio comenzaron las llamadas Masacres de Septiembre.

Tales acontecimientos pasarían a la Historia como una de las páginas más sangrientas de toda la Revolución, en las que el pueblo de París procedió a invadir las cárceles y a pasar a cuchillo tanto a curas refractarios como a cortesanos, pero también a otros prisioneros allí alojados que no tenían nada que ver con los realistas, hasta un total de dos mil almas. ¿Es posible, me preguntaba yo, que tantos y tan amables conciudadanos nuestros a los que conocía y respetaba, tal vez el sastre de mi marido, o el dueño del colmado, o mi modista Yvette, o los mesoneros, herreros, escribientes, hortelanos y tantos otros antes pacíficos habitantes de París formaran ahora parte de ese improvisado y amenazante «ejército» que veía por mi ventana blandiendo picas y hachas? En efecto, lo era. Del 2 al 7 de septiembre y al son de canciones revolucionarias, sin que ninguna autoridad intentara evitarlo, se asedian las cárceles y luego se mata, mutila, tortura. París, la más bella de las ciudades, se convirtió de pronto en una extraña mezcla de monstruo dormido con sus ventanas cerradas y sus puertas tapiadas, pero por cuyas calles, como venas abiertas, corrían ríos de gente que reía cantando:

La patria está en peligro;

afligíos, jovencitas,

la patria está en peligro.

No creáis que el extranjero

viene a deciros piropos,

que viene a degollaros.

Cosamos, hilemos,

cosamos muy bien...

También un mes antes había comenzado a corearse una nueva canción. La trajeron a París los federados de Marsella que habían tomado parte en el asalto a las Tullerías; su autor era un oficial de nombre Rouget de L'lsle y sus primeros versos decían así:

Allons en fants de la patrie

le jour de gloire est arrivé...

La música y las más bellas canciones acompañaban a la muerte. París era sin duda una fiesta, o, mejor aún, una orgía de sangre y fuego.

Los detalles luctuosos y perversos de lo ocurrido durante estas matanzas que ahora me dispongo a contar no los conocí a través de las noticias que llegaban hasta mi ventana; tampoco porque los haya leído más tarde en las crónicas de los historiadores. Si puedo hablar con detalle de los acontecimientos ocurridos durante el verano de 1792 es porque fui testigo del más aterrador de ellos. Sucedió el 3 de septiembre y esa mañana, que amaneció radiante, yo me disponía a pasarla como tantas otras, sola en mi jardín o mirando por la ventana. Mi hijo era un niño triste y arisco, y esto, unido a que guardaba un parecido perturbador con su padre, no acrecentaba, me temo, mi amor por él. Ese día, sin embargo, algo me hizo detenerme ante la puerta de su dormitorio. Ignoro si existe un mecanismo interior que explique cómo una madre, aun una tan frívola como era yo entonces, sabe de antemano que su hijo está en peligro, pero lo cierto es que lo ocurrido ese día sólo se puede entender así. Me acerqué a la puerta de su habitación y la abrí. Un leve olor acre envolvía la estancia y me bastó una mirada para darme cuenta de que algo le sucedía a mi pequeño. Estaba aún más pálido que de costumbre y sus ojos habían perdido incluso ese brillo triste que tanto los caracterizaba.

–¿Estás bien, mi vida? –le dije corriendo hacia él al tiempo que posaba una mano sobre su frente. La tenía ardiendo y, de pronto, pude ver cómo un hilo de baba amarillenta comenzaba a correr desde la comisura de sus labios hasta perderse entre los pliegues de la almohada.

En aquellos lejanos tiempos en que la viruela era el mal más temido, todos conocíamos sus síntomas. En los primeros momentos no se presentaba nada más alarmante que un decaimiento general, luego algún síntoma similar al catarro... pero a continuación aparecía la fiebre, cada vez más alta, seguida de delirios, de desvaríos. Muchos eran los que morían a causa de dicho mal y los que lograban sobrevivir lo hacían con secuelas que son harto conocidas: una vez desaparecidos granos y pústulas, el enfermo conservaba ya para siempre el rastro cruel de su dolencia, que se encargaba de desfigurar hasta las facciones más bellas.

En nuestra casa campestre de Fontenay-aux-Roses, durante una de nuestras últimas y alegres reuniones antes de la Revolución, alguien había traído consigo a un médico inglés muy joven, picado él también de viruela. Según nos contó en el curso de la conversación, trabajaba para el doctor Jenner, famoso por haber descubierto una forma de evitar contraer aquella terrible enfermedad. Por lo visto, dicho descubrimiento se debió a una observación casual: las vaqueras que se dedicaban a ordeñar jamás contraían la viruela por estar expuestas a otra forma benigna de la enfermedad que les contagiaban las vacas. A partir de esa observación, Jenner inventó lo que ahora llaman vacuna (en recuerdo, por cierto, del animal que ayudó a su descubrimiento). Aquel joven doctor que nos visitó nos dijo también que los hijos de Luis XVI habían sido en Francia los primeros niños en probar con éxito las bondades de tan curioso hallazgo. Nada de eso importaba ya, naturalmente. De los hijos de Luis XVI uno había muerto y los otros dos estaban prisioneros junto a sus padres en el Temple. Por otro lado, aunque aquel método preventivo estuviera a la venta en alguna parte, el joven médico había dicho que una vez contraída la enfermedad era ya demasiado tarde para procurárselo al enfermo. Y, aunque no lo fuera, la situación que se vivía en París en esos momentos hacía del todo imposible su búsqueda.

Sin embargo, algo tenía que hacer yo por mi pobre y poco agraciado niño, que ahora me miraba con tanto desvalimiento, con tanto dolor. En un instante, toda mi falta de cariño para con aquel cuerpecito enfermo se volvió locura. Debía salvar a Théodore y también salvarme yo: de los remordimientos, del imperdonable pecado de no amar a un hijo porque se pareciera a su padre, de la frivolidad de ser una muchacha que hasta ahora sólo había prestado atención al lado risueño de la vida.

–¡Frenelle! –grité saliendo al pasillo–. ¡Frenelle, date prisa, dile a François que prepare el coche, tengo que salir!

–¿Adónde, madame? –me preguntó, pues a pesar del tuteo imperante y de mi insistencia cada vez mayor para que lo usara, dado el estado de cosas y la animadversión contra los
ci-devant nobles
que invadían las calles, ella me seguía tratando como siempre–. No podéis salir, es una verdadera locura. La ciudad está llena de ciudadanos con picas y hachas que no necesitan de mucha provocación para usarlas contra alguien como vos. ¿Adónde, por amor de Dios, queréis ir?

No me detuve en explicarle a Frenelle mi plan. No habría hecho más que malgastar un tiempo precioso. Mi idea era llevar al niño lo antes posible ante una vieja conocida: la señora Caridad, una gallega que vivía al otro lado del río y a la que la fama atribuía poderes de bruja. Era conocida en todo París, puesto que había labrado su prestigio en los días anteriores a la Revolución gracias a ciertos filtros amorosos y, sobre todo, a ciertas purgas abortistas. También era reputada por otros bebedizos medicinales y ungüentos. Nuestra mutua condición de españolas en tierra extraña había hecho que alguna vez, al ir a recoger sus preparados, entabláramos algo más que una breve charla, y éstas, poco a poco, fueron consolidando una relación si no estrecha más intensa que la meramente profesional.

Una vez que Frenelle se dio cuenta del estado del niño, siguió porfiando:

–No debéis salir, yo puedo moverme con más libertad que vos por las calles. Ninguna dama está a salvo estos días. ¿Queréis que vaya a buscar al médico?, ¿a una curandera, quizá? ¡No estaréis pensando en sacar al niño de su cama en su estado!

Eso era precisamente lo que me proponía hacer. Temía que si enviaba a alguien, aunque fuera mi buena Frenelle, a buscar a Caridad, la espera resultase demasiado larga para el niño en su estado. ¿Y si la detenían por el camino? ¿Y si mi hijo se agravaba aún más y no daba tiempo a que fuera y volviese con la curandera?

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