La cinta roja (17 page)

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Authors: Carmen Posadas

Tags: #Histórico

Todos estos modos y modas masculinas se veían ahora pasear por el París posterior a la toma de la Bastilla unidos a la costumbre de las damas de imitar a las pescaderas no sólo en su forma de hablar, que se llamaba
poissard
, sino también en su atuendo. Rojo, azul y blanco eran los colores de todas las temporadas, invierno y verano, otoño y primavera, mientras que los vestidos se inspiraban en las anchas y burdas faldas de las mujeres del pueblo. El cabello masculino también seguía la moda de los que a partir de ese momento comenzaron a llamarse
sans-culottes
. Éstos llevaban el pelo largo hasta los hombros y gran bigote. En cuanto a la expresión
sans-culotte
, se refiere al hecho de que los hombres del pueblo no usaban pantalones a la rodilla, sino largos hasta los tobillos, atuendo que solía completarse con una chaqueta corta o
carmagnole
, gorro frigio rojo y zuecos. En cuanto a las tejedoras o tricoteuses, que tan famosas se habrían de hacer en la Revolución, creo que también merecen unas líneas. Desde el principio del nuevo régimen, las sesiones de la Asamblea de Representantes debían ser públicas y, para asegurarse la presencia del pueblo, la Convención pagaba cincuenta sueldos por día a las mujeres para que asistieran a dichas reuniones. Por decreto, a estas mujeres se las autorizaba a tejer durante las sesiones, y de ahí su nombre. Más tarde se harían tristemente famosas porque se les pagaría por insultar a los reos que eran conducidos a la guillotina. También ellas adoptaron muy pronto su particular atuendo revolucionario compuesto de gorro frigio y banda tricolor sobre sus vestidos de tela basta, que algunas damas imitaban en telas finas para «contribuir» así al espíritu igualitario de la época.

Coincidieron todas estas nuevas formas de vestir con otros hechos interesantes que iban a cambiar la forma de relacionarse las personas. Por aquel entonces, además de suprimirse todos los títulos nobiliarios (incluido, huelga decir, nuestro recién adquirido marquesado de Fontenay), desterrados quedaron también los decadentes «madame» y «monsieur». La costumbre era dirigirse los unos a los otros con un simple «ciudadana X» o «ciudadano Z», lo que facilitaba mucho la tan deseada confraternización. Incluso se erradicó el usted. A partir de ese momento todos comenzamos a tutearnos familiarmente para que nuestras vidas respiraran
égalité
y también
fraternité
. De este modo, por la calle la gente se saludaba sin conocerse, todos reíamos y, al menos en apariencia, Francia entera era una fiesta.

Sin embargo, si hubo una celebración en concreto en la que los nuevos modos y modas se pusieron de manifiesto de forma más que evidente, ésta fue la muy célebre fiesta de la Federación Nacional convocada para conmemorar el primer aniversario de la toma de la Bastilla.

–No puedes faltar de ninguna manera, Thérésia –me había dicho unas semanas antes de la fecha Alex Lameth mientras intentaba convencerme de que lo acompañara al Champ de Mars, enclave en el que iba a tener lugar la celebración–. ¡Tienes que ver lo que es aquello! Desde hace días la ciudad entera colabora con los preparativos. Se está construyendo un inmenso anfiteatro, todo muy natural y muy sensible. Lo preside un gran montículo de tierra y césped en el que hombres, mujeres y niños trabajan codo con codo para demostrar su afecto y alegría por tan gran ceremonia de fraternidad nacional. ¡Pero si hasta se ha podido ver por allí al Rey! Imagínate a Su Majestad con una pala en la mano (un poco a desgana, todo hay que decirlo, nunca aprenderá este Luis a ser un buen ciudadano), pero destripando terrones como los demás.

–¿Destripando terrones con una pala? –pregunté verdaderamente sorprendida. Desde la caída de la Bastilla, yo me había sumado de modo entusiasta a la efervescencia y el optimismo reinantes. Acudía todas las semanas a las reuniones del Club de 1789 y colaboraba con otras iniciativas de carácter ciudadano, pero de pronto, por alguna razón que sólo acierto a llamar intuitiva, aquella imagen tan «fraternal» del Rey cavando no acababa de tranquilizarme–. ¿Y qué más se está preparando para tan importante día? –pregunté sin hacer mucho caso a mi intuición y con mi mejor sonrisa.

–Es increíble –respondió Lameth con ojos chispeantes–. Lo nunca visto. La ciudad entera trabaja día y noche: nobles, pescaderas, tenderos, curas, estudiantes, prestamistas, actores, prostitutas, banqueros… El que no tira de la carretilla maneja el pico o la pala o acarrea sacos de arena. Allí estamos todos, Thérésia, los La Fayette, los Mirabeau, los Saint-Fargeau, ¡sólo faltas tú!

Confieso que no fui a los preparativos –la albañilería y la horticultura, aunque sean patrióticas, nunca fueron lo mío–, pero desde luego sí estuve en la fiesta. Y acudí vestida «a la ciudadana», con la amplia falda a la moda y plumas blancas y azules adornando mi sombrero. La ocasión sin duda lo valía. Allí estaba
tout Paris
, como hubiera dicho madame Boisgeloup, desde el aprendiz más humilde hasta el más noble caballero. Me agradó comprobar además, al echar un vistazo al palco real situado a mi izquierda, que la Reina había elegido para la ceremonia un atavío casi idéntico al mío. Su traje era de un, quizá, demasiado aristocrático color burdeos, pero las plumas de su cabeza, en cambio, eran tricolores y tan revolucionarias como las mías.

El día había amanecido gris y amenazaba lluvia, pero nada pareció deslucir el gran acontecimiento, al menos al principio. Trescientas mil personas (quinientas mil según otros cálculos más optimistas) se dieron cita en el Champ de Mars, que lucía espléndido después de tantos preparativos. Reparé en que la mayoría de los presentes llevaba el llamado gorro frigio, que, según me explicó alegremente Blondinet, comenzaba a hacerse muy popular porque estaba inspirado en los bonetes que usaran antaño los esclavos romanos que lograban alcanzar su libertad. Vale la pena señalar además que dieciocho mil guardias nacionales, con mi amigo La Fayette al frente, tomaron parte en un gran desfile patriótico que dio paso más tarde a la celebración de una misa. Arriba, en el altar, tan bizarro como siempre y arrastrando con gran majestad su pierna tullida, pude ver a Talleyrand presto a oficiar misa acompañado en esta ocasión por sesenta capellanes, todos ellos sacerdotes constitucionales, naturalmente. El gesto de elevar los brazos durante la consagración me permitió percatarme por primera vez de que, en efecto, tal como se contaba por ahí, el jurado obispo de Autun no lucía bajo la casulla el alba blanca, como es habitual, sino una tricolor a juego con las escarapelas que campeaban en los sombreros o en las solapas de todos los presentes.

Fue más o menos hacia la comunión cuando empezaron a caer las primeras gotas. Algunos criados de la familia real intentaron entonces desplegar sus paraguas para proteger a los reyes, pero la muchedumbre protestó airadamente: «¡Nada de paraguas! ¡Queremos verles la cara!».

Me volví para mirar a los soberanos. El Rey estaba serio, con una gran escarapela tricolor posada en su sombrero como una incongruencia. Su cara era la de alguien que no sabe bien qué hacer o a quién mirar. Su ojos iban del pueblo llano engalanado a los
ci-devant nobles
(o, lo que es lo mismo, «los ex nobles»), que vestían de negro y parecían una procesión funeraria. Por fin, algo distrajo la atención del Rey y también la de todos los presentes.

Era La Fayette en su caballo blanco que se acercaba caracoleando hasta llegar al estrado. El llamado héroe del Nuevo Mundo no miró al Rey, tampoco a ninguno de nosotros; estaba demasiado inmerso en la representación de su papel de gran figura aclamada por la multitud. Descabalgó, subió las escaleras del escenario bellamente construido días atrás por los ciudadanos, incluido el Rey, y se dispuso a jurar fidelidad a la Nación, y a la Ley; juramento que fue coreado con júbilo por todos los presentes. Empezaba ahora a arreciar la lluvia, pero a nadie pareció importarle. En ese momento, La Fayette se acercó al Rey para ofrecerle que jurara también. Luis XVI miró primero al cielo y luego a María Antonieta, que tenía una gélida sonrisa en sus labios. Todos lo vimos vacilar e incluso llevarse la mano a la escarapela tricolor, como si aquello le estorbara o le ahogase. Por fin logró trocar el gesto en una especie de saludo tímido a la concurrencia y la muchedumbre prorrumpió en aplausos. Extendió entonces la mano. «Yo juro…», dijo, y a continuación sus palabras quedaron silenciadas por un gran trueno seguido de varios relámpagos.

Ahora sí que llovía a mares. Las bellas terrazas de tierra, tan naturales y bucólicas, empezaron a deshacerse como azucarillos en el agua. Las plumas de mi tocado hacía rato que se habían desmayado sobre mi cabeza, la gente corría en desbandada buscando cobijo y hasta Talleyrand, con sus albas tricolores, intentaba sin mucho éxito mantener cierta compostura, si no eclesiástica, al menos revolucionaria, a la hora de sortear los charcos.

Entonces fue cuando una voz a mi derecha dijo algo que me hizo girarme. Se trataba de un anciano caballero con peluca y librea, debía de tener lo menos setenta años y se resguardaba del viento y la lluvia con un gran paraguas verde, el denostado color de los nobles. «¿Ve usted, madame? –dijo señalando las nubes con un gesto burlón y sabio–.
On dirait que le ciel est aristocratique
».

Cuando por fin Alex, Félix y yo pudimos llegar, calados hasta los huesos, a nuestro carruaje y ya estábamos a buen recaudo, intenté comentar con ellos lo que había dicho el anciano. «¡En verdad se diría que el cielo es aristocrático!», dije, pero ninguno de los dos pareció ver gracia alguna en aquella ironía. Tanto Alex como Blondinet, con sus bellos rizos rubios chorreando agua, se robaban la palabra para admirarse de lo magnífico que estaba el Champ de Mars a pesar del diluvio, de la majestuosa entrada de La Fayette en su caballo blanco y de lo vistosa que había resultado la misa de Talleyrand, concelebrada con tantos sacerdotes jurados. Yo asentía a todo con la cabeza, pero lo cierto es que la forma en que aquel alarde de triunfo revolucionario había sido disuelto por una tormenta no podía por menos que hacerme cavilar. Mis amigos parisinos decían siempre que yo tenía algo de gitana y de adivina, que mi sangre española me permitía anticipar cosas que otros no veían. Los franceses siempre exageran el exotismo de los extranjeros: haber nacido en Carabanchel no aporta, desde luego, tantos poderes enigmáticos como nacer en el Sacromonte, que yo sepa, pero aun así debo decir que una cierta inquietud se había despertado en mi interior. Miré por la ventanilla intentando distraerme. Remontábamos ahora lentamente la Rue Saint-Honoré con nuestro carruaje rodeado de patriotas de toda edad y condición que, llenos de alegría, celebraban su nacimiento civil. Los gritos eran de júbilo, de entusiasmo en el futuro, de amor a la naturaleza y, sin embargo, entre sus voces fueron colándose poco a poco otras que coreaban una canción que nació esa misma tarde y que estaba destinada a ser, junto a La Marsellesa, un himno de la Revolución. Su nombre es
Ça ira
y dice así:

Ah! ça ira, ça ira, ça ira!

En dépit des aristocrates et de la pluie,

ah! ça ira, ça ira, ça ira!

Nous nous mouillerons, mais ça finira.

Aquella noche al llegar a casa abracé a Devin de Fontenay, mi marido, como no lo había hecho desde los primeros días de nuestro noviazgo.

–¿Estás bien, Thérésia? –me preguntó con la frialdad que acompañaba siempre nuestras conversaciones, pero también con no poca extrañeza.

–Abrázame –le dije–. Abrázame fuerte, te lo ruego.

Él me miró con esos ojos suyos azules y helados en los que no brillaba hacia mí más afecto que el que se le tiene a un objeto propio y muy bello pero que ya no despierta emoción alguna.

–He intentado decírtelo muchas veces, pero tú preferías aceptar la visión ingenua de esos pisaverdes que te rodean y que se dicen tan «avanzados». De esos aprendices de brujo que coquetean con la libertad hasta que ésta se desata y lo arrasa todo. Lo que está ocurriendo en París… –dijo. Y a continuación dio rienda suelta a toda una serie de temores propios de la clase que él representaba, la de quien ha sido consejero real y, a pesar de un cierto coqueteo con los jacobinos, tiembla al oír hablar de patriotas y de escarapelas tricolores y de explosiones de júbilo. Habló de lo que estaba pasando en la calle. De la peligrosa contradicción que existía entre un pueblo que por mucha fiesta y mucha algarabía que hubiera, lo cierto es que no tenía pan que dar a sus hijos cuando llegaba a casa cansado de cantar
Ça ira
. También de lo fácil que era para las clases acomodadas dejarse engañar por las situaciones de euforia y del peligro de coquetear con las pasiones más sensibles del ser humano. Nuestra conversación de aquella noche fue paradigmática de lo que nos ocurría a todos por aquellos tiempos. Nos debatíamos entre la esperanza y la desazón, la euforia y el temor, mientras que el pueblo lo hacía entre la quimera y la desconfianza, la ilusión y el hambre. Un día todos pensábamos que, en efecto,
Ça ira
; es decir, que todo iría bien. Al siguiente no podíamos por menos que temer que la ilusión y el deseo de cambio de todos los franceses hubiera despertado a un monstruo cuya cara nadie conocía aún. ¿Sería verdad aquello que decía el señor Moratín de que el camino del infierno está siempre empedrado de buenas intenciones? ¿Y qué habría sido, por cierto, de mi buen amigo, el de los amores tristes, el de los buenos consejos?

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