La cinta roja (45 page)

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Authors: Carmen Posadas

Tags: #Histórico

En cuanto a los caballeros que frecuentaban mi casa de La Chaumiére, además de los aristócratas y
émigrés
, el elemento masculino se completaba con otros tipos de hombres a los que podemos dividir en dos grupos: uno, el de los artistas, como los afamados compositores Auber y Cherubini; y dos, el de los políticos. Curiosamente, uno de los
hommes politiques
más astutos e inteligentes de todos los tiempos, el maestro de títeres experto en mover los hilos desde la sombra y que, junto a Tallien, había propiciado la caída del Incorruptible, estaba fuera de escena en ese momento. Me refiero a Joseph Fouché, antiguo carnicero de Lyon. Pero es que se da la circunstancia de que el futuro duque de Otranto había intentado por aquel entonces conspirar contra Tallien y el resto de los termidorianos y le salió mal la jugada. Por eso, y de momento, tras su desliz y como buen topo o hurón que era, Fouché hibernaba a la espera de que luciese de nuevo un sol más propicio.

En su ausencia, los que por entonces dominaban la escena política eran el resto de los termidorianos. Junto a Tallien, este grupo estaba formado por personajes tan dispares como el girondino Louvet, el escurridizo Siéyes, el imprevisible Fréron o el distinguido Barras. Juntos capitaneaban lo que se dio en llamar la
jeunesse dorée
. Y quien mejor encarnaba a estos jóvenes dorados era, curiosamente, alguien, que ya había traspasado la barrera de los cuarenta años. Me refiero a Barras, quien poco a poco se iba convirtiendo en una estrella emergente mientras menguaba, mucho me temo, la de Tallien.

Sin embargo, hasta que esta estrella de la que mucho habremos de hablar estuvo un poco más alta en el firmamento, lo que predominaba en la Convención era la misma falta de rumbo que caracterizaba a Tallien. Y ésta se reflejaba en las decisiones que tomaban los diputados, ora de un signo, ora de otro. Para demostrar que no eran derechistas, por ejemplo, Tallien y sus amigos decidieron llevar con gran pompa al Panteón los restos de Marat, exponente máximo de los extremistas de la Montaña y asesinado un año antes por Charlotte Corday. Sin embargo, apenas cuatro meses más tarde los retiraron mientras la
jeunesse dorée
, inspirada directamente por Fréron, se dedicaba a derribar todos los bustos de Marat que encontraba por ahí. Con cada uno de estos actos contradictorios y erráticos se hacía más y más evidente que el nuevo régimen adolecía de equilibrio y también de autoridad, y muy pronto comenzó a decirse que toda esta falta de rumbo se debía a que eran hombres mediocres como Tallien quienes detentaban el poder.

Aun así, y a pesar de tan agoreros nubarrones, en la calle lo único que preocupaba realmente a las gentes era divertirse y
vivre
, como se decía entonces. La multitud de salas nuevas abiertas en París día y noche daban cabida a una nueva fiebre, la del baile, cuanto más desenfrenado, cuanto más exhibicionista, mejor. Los jóvenes que habían visto a sus padres y hermanos arrastrados por los verdugos de Robespierre hacia el patíbulo, lo que deseaban ahora era pasear por París vestidos como los muscadins
[6]
, petimetres, pisaverdes, también llamados
incroyables
. El lector comprenderá por qué los llamaban «increíbles» si digo que vestían con enormes corbatas, chalecos chillones y chaquetas cortas con descomunales cuellos tan altos que les tapaban las orejas. Llevaban además zapatos con punta de vértigo y el sombrero (también enorme) colocado de través y se saludaban enlazando sus dedos meñiques. El atuendo se completaba con garrote o bastón nudoso de grandes dimensiones, así como unos anteojos o impertinentes harto ridículos a través de los cuales miraban a las
merveilleuses
. Y las
merveilleuses
éramos nosotras, las muchachas (y no tan muchachas) parisinas. En los libros de Historia se me atribuye el ser la inspiradora de esta moda tan curiosa como excesiva que ahora voy a describir, y me gustaría poder afirmar que no es cierto. Pero mucho me temo que mentiría. Ahora, cuando miro ilustraciones de la época, no puedo evitar una sonrisa condescendiente e incluso avergonzada. Sin embargo, observar el pasado con los ojos del presente no sólo es injusto, sino estúpido, porque impide comprender cómo eran entonces las cosas. Espero que el gentil lector sea más amable que yo y refrene también su sonrisa, porque así vestíamos las
merveilleuses
que yo contribuí a inventar.

Lo primero que hay que decir es que dicha moda no consistía en un tipo de vestimenta determinada, sino en varias, todas inspiradas en tiempos pretéritos. De este modo, por ejemplo, unas veces yo me presentaba en el teatro ataviada
a lo salvaje
, esto es, con un
maillot
color carne (o bien desnuda si la temperatura lo permitía), cubierta apenas por una túnica de lino transparente que se abría en tajos pronunciados para dejar ver las piernas en su totalidad, así como unas ajorcas o aros de oro que me adornaban los tobillos. En otras ocasiones decidía abrazar la estética clásica bien espartana o bien romana. A tal efecto, me vestía de Minerva, con búho aleteando en el hombro incluido. Otras veces imitaba a Diana cazadora, con un pecho descubierto y su areola decorada con diminutas flores campestres. O bien de jefa de las amazonas (y entonces eran ambos pechos los que llevaba descubiertos, ocultos apenas por las cintas del carcaj). O de vestal con peluca negra y larga hasta la cintura. O de la reina de Saba. Tan esperadas eran mis apariciones en los teatros y salas de baile de París para ver qué atuendo había inventado esa noche que tuve que pedir ayuda artística a mi buen amigo el pintor Vernet. Él me procuraba grabados y camafeos antiguos para que pudiera copiar nuevos vestidos, nuevos peinados. Fue por aquel entonces cuando comencé a usar anillos en los dedos de los pies. «Lo hago para tapar los mordiscos de las ratas de La Force», decía yo riendo, y lo cierto es que también logré poner aquello de moda. Era muy divertido y también halagador comprobar cómo lo que yo inventaba una noche al día siguiente era imitado por todas las mujeres jóvenes y no tan jóvenes que ahora se paseaban por ahí semidesnudas. En realidad, el cielo de París, tan a menudo plomizo y frío, debía de estar muy sorprendido, pienso yo, al contemplar por los bulevares las siluetas de tantas mujeres (des)vestidas como si estuviéramos en la templada Atenas o en la misteriosa Adis Abeba. Además, para que las muselinas se adhirieran más al cuerpo, revelando todas sus curvas, solíamos empapar nuestros vestidos. Como el cielo no suele perdonar ciertas extravagancias, los catarros y las neumonías estaban a la orden del día, de modo que tuve que inventarme otra moda que sirviera para cubrirnos camino de los bailes y de los teatros. Se trataba de unas suaves mantas o cobertores confeccionados con las más finas lanas traídas por los ingleses desde lejanas tierras de Oriente a los que ellos llamaban
shawl
o chal.

Así, envuelta en gasas y en finísimos chales, se aprestaba Teresa Cabarrús a entrar bailando en el año 1795, o Nivôse del año III de la Revolución. Sin embargo, mientras yo brillaba y seducía en los salones, la estrella de Tallien menguaba a ojos vista. Y es que, desde el mismo momento en que nos instalamos en nuestra nueva casa de La Chaumiére, se hizo muy evidente que quien atraía a tantos amigos y gente importante del momento no era el héroe de Thermidor, sino yo.

–¿Sabes lo que soy para toda esta gente, Thérésia? –me dijo un día cuando despedíamos a Barras y a otros invitados que se habían quedado hasta tarde bebiendo y hablando de política–. Nada más que una escoba que algunos han utilizado para barrer la basura y a la que, una vez realizada la tarea, pretenden olvidar detrás de la puerta.

Estaba algo ebrio y le temblaba la voz.

–¿Cómo puedes decir eso? –le repliqué–. Todos saben que fuiste el único que tuvo el coraje de enfrentarse a Robespierre. Sin ti, sus cabezas hace meses que se hubieran juntado con la de Danton para festín de los gusanos.

El negó tristemente.

–No, Thérésia, hay hombres como yo que sólo sirven para hacer el trabajo sucio. Para limpiar Burdeos de contrarrevolucionarios, para eliminar a tiranos, pero una vez que lo han hecho, los barridos son ellos.

No respondí, sino que mentalmente me dediqué a repasar lo que estaba ocurriendo con el resto de los termidorianos. Fouché había desaparecido temporalmente de la escena, pero en cambio Fréron y sobre todo Barras cada vez tenían mayor predicamento. Entonces, sin darme cuenta, me puse a comparar la figura de este último con la de mi amante. Desde luego, Barras estaba mucho más en sintonía con el papel que requerían los tiempos. Él era hijo de un noble provenzal, distinguido y muy seguro de sí mismo. Vestía de forma tan ridícula como todos por aquellas fechas, pero su elegancia aparatosa le daba, a pesar de ello, un aire juvenil que él cuidaba mucho de fomentar. Tenía buena planta, la frente alta, la boca fina, la nariz perfecta y una sonrisa algo cruel que resultaba inquietantemente atractiva. Tallien, en cambio, a pesar de una cierta apostura rústica, era uno de esos hombres a los que los franceses llaman
gauche
, apelativo que nada tiene que ver con su inclinación política. Era
gauche
o poco diestro en el trato, en la conversación y sobre todo en sus modales. Dígase lo que se diga, la Revolución, con sus aires igualitarios, nunca logró suprimir del todo las distinciones en lo que a orígenes sociales se refiere, y Tallien, por muy hijo ilegítimo del duque de Bercy que presumiera ser, estaba considerado un patán. No sabía comportarse en sociedad y aburría a todos con la incómoda y reiterativa conversación de los que creen que nunca se les reconocen suficientemente sus méritos. Tenía, por ejemplo, la enojosa costumbre de relatar una y otra vez cómo había sido su intervención en la Asamblea el 9 de Thermidor, lo que le había espetado a Robespierre, lo que había respondido el Incorruptible, lo que había contrarreplicado él... Y para escenificar mejor su actuación, solía sacar del pecho el mismo puñal que había blandido en aquella ocasión y apuntar con él a sus interlocutores. La gente, al principio, le escuchaba con educación, más tarde comenzaron a ignorarle, y últimamente, con todo descaro, abandonaban la estancia cuando lo veían acercarse. En cuanto a su predicamento político, estaba corriendo igual suerte que su predicamento social. Comenzaba a ser evidente que no había sabido sacar partido a su momento de gloria, puesto que no pudo o no supo utilizarlo una vez que lo tuvo en sus manos. Así, sus intervenciones en la Asamblea eran cada vez más escasas, y durante sus discursos ya nadie se molestaba en disimular sus bostezos. Tallien se daba cuenta de todo ello y sufría.

–Un día de éstos tú también me dejarás, Thérésia. Me olvidarás detrás de la puerta como han hecho otros –me dijo aquella noche una vez que despedimos a nuestros últimos invitados. Estaba bebido, pero era otro brillo que nada tenía que ver con el alcohol el que iluminaba sus ojos. Era, yo lo sabía bien, el temor, el horror a perderme o a que lo dejara por otro. Tuve que asegurarle que no había nadie más que él en mi vida, que lo único que quería era divertirme, disfrazarme, olvidar el Terror, igual que hacíamos todos por aquellas fechas. Pero desde esa noche Tallien no tuvo más que una obsesión:

–Casémonos, vida mía. Tú estás divorciada, yo soltero, es lo único que logrará salvarme, salvarnos.

No pude menos que reír. ¿Qué importancia podía tener un acta de matrimonio? ¿De qué o de quién debíamos salvarnos? Vivíamos juntos y nuestra unión era más que conocida por todos sin necesidad de que la refrendara papel alguno.

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