La cinta roja (44 page)

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Authors: Carmen Posadas

Tags: #Histórico

Lo primero que tenía que hacer, sin embargo, era más prosaico y también más necesario. Se trataba de recuperar a mi hijo Théodore, que aún estaba en Burdeos con tío Dominique y, a ser posible, hacerme con algo de dinero. Mi situación financiera distaba de ser holgada; por eso, en la carta que le envié a mi tío le rogaba también que vendiera todas mis pertenencias en aquella ciudad, desde mi cabriolé hasta aquella guitarra española que acompañaba mis tardes en el hotel Franklin. Nunca estaba de más tomar estas prudentes medidas, pero yo tenía la secreta esperanza de que mis estrecheces económicas fueran sólo transitorias, al fin y al cabo, las perspectivas políticas no podían ser más favorables para Tallien y por tanto para mí. Él, como personaje del momento, bien podía aspirar ahora a las más altas responsabilidades, y así pareció confirmarlo el hecho de que por esas fechas lo nombraran nuevamente presidente de la Convención. Al saberlo, Tallien, como siempre, se mostró dubitativo.

–¿Cómo lo haré? –decía–. Se necesita mucha destreza para permanecer al lado de los jueces cuando tantas razones tenemos Fouché, Barras y yo mismo para ser confundidos con los acusados. ¿Tú crees que la gente ha olvidado de veras lo que hice en Burdeos? ¿Y mi presencia en las Masacres de Septiembre? ¿Cuánto durará este estado de gracia?

–No tienes que pensar en eso ni un minuto –le contestaba yo–. Francia ha contraído contigo una deuda eterna. ¿No ves cómo la gente se sube a los bancos para aclamarnos en los teatros? ¿Y cómo nos aplauden y bendicen allá donde vamos? Lo único que debes hacer es dejarte llevar por la corriente que ahora nos es tan propicia.

A pesar de mi optimismo yo sabía que teníamos que ser extremadamente cautos, puesto que la situación distaba mucho de ser tranquila con las víctimas del Terror reclamando venganza y los jacobinos todavía con mucho poder en las instituciones. Aun así, ese «dejarse llevar» al que yo me refería parecía indicar que los nuevos vientos que soplaban favorecían un cierto giro a la derecha. Por eso me pareció oportuno que Tallien apoyara el relanzamiento de una publicación,
L'Orateur du Peuple
, que dirigía otro de los termidorianos, el ciudadano Fréron. Dirigido con el verbo y la audacia que los tiempos requerían, este periódico era devorado diariamente por un número enorme de lectores deseosos de saber cómo iba la «caza de los jacobinos». En voz baja se decía entonces que era Nuestra Señora de Thermidor quien inspiraba ciertos artículos contra Collot d'Herbois, por ejemplo, u otros antiguos aliados de Tallien en la conjura contra el Incorruptible, y no les faltaba razón. Lo hice porque, a pesar de la explosión de optimismo que se había producido con la caída de Robespierre, los objetivos políticos no estaban claros en absoluto. Y es que, como ocurre a menudo, cuando se unen diversas voluntades y tendencias políticas para derrocar a alguien, una vez logrado el objetivo, cada cual tenía una idea diferente sobre lo que era menester hacer a continuación. Todos, desde los moderados a los más revolucionarios deseaban ahora arrimar el ascua a su propia sardina y, a la vez, aprovechar tiempos revueltos para medrar sobre las ruinas del Terror.

Pero dejemos por un momento la política, que puede ser tan fatigosa, y salgamos a la calle a tomar un poco el aire y ver qué está pasando allí. Como antes he apuntado, cansada de tanto dolor y sufrimiento, la ciudad de París, y con ella toda Francia, lo único que deseaba era olvidar el pasado, divertirse, disfrutar. Quienes nunca han vivido un peligro inminente o una gran tragedia nada saben del poder curativo y redentor de la frivolidad. De este modo, y aunque parezca increíble, en muy poco tiempo la ciudad recobró gran parte de su antigua brillantez. Cada día se abrían, por ejemplo, nuevos salones de baile, hasta seiscientos en poco tiempo. También se lanzaban distintas modas en el vestir cada vez más estrafalarias, modas que desde un principio apostaron por arrinconar de un golpe la estética de los
sans-culottes
que antes las inspiraba. Todo lo que recordaba al Terror había que condenarlo al olvido. Adiós pues a ropas que recordaran a las de las clases más bajas; fuera picas, fuera mostachos y caras patibularias. ¿Por dónde irían ahora las tendencias? Todavía era demasiado pronto para saberlo con exactitud. Un día aparecía una actriz intentando aún emular a la diosa Razón; al día siguiente, una cantante –burlándose del fantasma de Robespierre– se presentaba ante su público con una réplica de la tantas veces mentada casaca azul pálido, o incluso cubierta de aquellas joyas que tan ocultas habían estado desde la toma de la Bastilla y que ahora comenzaban a reaparecer como por arte de magia. Porque otra constante de aquellos días era una verdadera necesidad de derrochar todo el dinero que cada uno tenía guardado sin pensar ni por un momento en el mañana. Si durante el Terror, y haciendo un ingenioso juego de palabras, se decía que
on rougit d'être riche
, «enrojecía o ruborizaba ser rico», ahora nadie se avergonzaba de tener dinero; al contrario, había que gastarlo y, sobre todo, exhibirlo con largueza. Y quien no contaba con él lo pedía prestado o lo robaba, daba igual, todos teníamos unas ganas enormes de despilfarrar aunque ello significara endeudarse o incluso la ruina. También por aquel entonces se desarrolló un gran interés por los negocios, la mayoría de índole poco clara. Y no había empacho alguno en embarcarse en sea cuales fuesen, porque los hombres que ahora mandaban en Francia, Barras, Fréron y también Tallien, no vacilaban en vender a buen precio bien su connivencia, bien su silencio. Fue por aquel entonces cuando comenzó a aparecer la llamada
jeunesse dorée
, o lo que es lo mismo, jóvenes burgueses, pequeños rentistas y comerciantes que se caracterizaban por mantener una lucha encarnizada contra los poderosos de ayer. Apoyados por la opinión pública, estos jóvenes airados se paseaban por las calles, los cafés y los teatros, no con picas ni con navajas (ellos detestaban a los
sans-culottes
), sino con un bastón que usaban sin miramientos. Y tendrían su himno, su propia
Marsellesa
, llamada
Réveil du Peuple
, cuyas estrofas estaban llenas de venganza y de sangre, sobre todo contra los jacobinos. Y es que hay que decir que en aquel mar revuelto que era París tras el Terror, los jacobinos no tardaron mucho en regresar a la primera fila. Porque, después de un momento inicial de miedo y desconcierto, aquellos temibles personajes volvieron a salir de las madrigueras en las que se habían refugiado tras la muerte de su amado ídolo. Ellos formaban una fuerza aún muy numerosa y también resentida porque se les había expulsado de la noche a la mañana de las comisiones en las que trabajaban y de las que cobraban un buen sueldo. A nadie le gusta quedarse sin medio de vida y, puesto que era gente intrigante, no les costó aprovechar el momento de desconcierto político para volver a reunirse.

Quedaba pues una obra de, digamos, salubridad pública que cumplir en esta nueva Francia que tanto deseaba divertirse y olvidar el Terror, y ésta era impedir que el fiel de la balanza se inclinara demasiado a la izquierda. Yo, desde luego, apoyaba a Tallien en este convencimiento, porque, ¿de qué servía haber acabado con Robespierre si una vez más su fantasma podía renacer entre los jacobinos? Por eso, una noche de Brumaire de 1794, es decir, de noviembre, en un momento en que la sesión del club de los jacobinos iba a comenzar, abriéndose paso en el lugar en que las habituales
tricoteuses
tomaban asiento, irrumpieron una treintena de jóvenes. Se trataba de un grupo de esa
jeunesse dorée
de la que vengo de hablar; y esos muchachos, armados con sus bastones, se apoderaron del recinto al tiempo que obligaban a los jacobinos a desfilar delante de ellos cubriéndoles de escupitajos e insultos. Por su parte, las
tricoteuses
, que se encontraban presenciando las sesiones entregadas a su perenne labor de aguja, fueron asidas violentamente y a continuación azotadas. Por fin una de ellas logró huir y avisar a las fuerzas del orden para que intervinieran, y fue entonces cuando uno de los revoltosos cayó gravemente herido. «¡He aquí otro al que han asesinado los jacobinos! –gritaron sus compañeros, y luego–: ¡Ellos han degollado a cien mil franceses!».

Después de este incidente y bajo la presión de la opinión pública, la Convención decretó el cierre del club de los jacobinos y que la llave fuera puesta bajo la vigilancia del comité.
Cherchez la femme, la belle femme
, volvieron a decir entonces los buenos ciudadanos de París, porque, una vez más, sería a Nuestra Señora de Thermidor a quien se atribuyese el mérito de esta decisión, y no seré yo quien los desmienta. Sí, fue idea mía asestar aquel golpe contra los jacobinos, y también, a través siempre de Tallien, tuve bastante influencia en otras dos o tres disposiciones de la Asamblea, como la amnistía a favor de La Vendée, que perdonaba a los primeros rebeldes que se alzaron contra el despotismo de París. También contribuí a la abolición del
maximum
y al hecho de que se permitiera el regreso de los
émigrés
y de los curas refractarios. De este modo, el fiel de la balanza, antes levemente inclinado a la izquierda, volvía a su lugar ideal en mi opinión, lo que bien puede decirse que fue otro triunfo de los termidorianos.

Sin embargo, como la famosa frase francesa de
cherchez
la femme sirve tanto para ensalzar a una mujer como para denostarla, no tardaron en salir a relucir –aparte de mi más que evidente influencia sobre Tallien– mi condición de ex aristócrata e hija de un banquero que era, nada menos, el hombre de confianza de un Borbón, Carlos IV de España. Comenzaron así a correr rumores que aseguraban que Teresa Cabarrús era agente de los realistas y que éstos, una vez muerto Robespierre, deseaban volver al Antiguo Régimen y restaurar la monarquía apoyados por la familia real española. Alguien se dedicó, por ejemplo, a propagar con muy mala fe que Nuestra Señora del Buen Socorro, una vez terminada su labor de vaciar las cárceles de aristócratas, se dedicaba a mantener secretas reuniones con el embajador de España y a conspirar usando los muy secretos canales de las logias masónicas a las que pertenecía su padre, el ahora conde de Cabarrús. Debo decir que al oír estos chismes me halagó la idea de que mis conciudadanos me tomaran por espía, y una de tan altos vuelos además, por lo que me dediqué a alentar en cierto modo los rumores. Durante un corto espacio de tiempo acaricié incluso la idea de escribir a mi padre o al señor Moratín para ver si existía alguna posibilidad de convertir en verdad lo que no eran más que murmuraciones, pero tuve que desistir. La guillotina seguía proyectando su muy larga sombra sobre todos nosotros, y la palabra «realista» era algo que aún se asociaba peligrosamente con la palabra «contrarrevolución» o, peor aún, con la traición. Al darme cuenta de mi error, en vano intenté rectificar, pero el bulo de mi condición de espía había alcanzado tal vuelo que Tallien se vio obligado incluso a tomar la palabra en la Convención para defender mi inocencia. Uno de los diputados, el ciudadano Duhem, le interpeló así durante una de las sesiones: «Los
sans-culottes
no pueden gozar de libertad de prensa porque nosotros no tenemos los dineros de la Cabarrús». Y Tallien, con la voz entrecortada por la ira y también por la pasión, como siempre que hablaba de mí, respondió esto que recoge Le
Moniteur
o diario de sesiones de la Cámara en el umbral del año 1795:

Es costoso para un representante del pueblo hablar de sí mismo ante una gran asamblea. Se ha hablado en esta Asamblea de una mujer. No hubiera creído que pudiese ocupar las deliberaciones de la Convención Nacional. Se ha hablado de la hija del conde de Cabarrús. Pues bien, yo declaro en medio de mis colegas, ante el pueblo que me escucha y ante el mundo entero, que esta mujer es mi esposa. [Aplausos repetidos] La conozco desde hace dieciocho meses, la he conocido en Burdeos; sus desgracias, sus virtudes, me hicieron estimarla y amarla. Llegada a París en tiempos de la tiranía y opresión fue perseguida y encarcelada. Un emisario del tirano fue a verla y le dijo: «Escribid que habéis conocido a Tallien como a un mal ciudadano y se os dará la libertad y un pasaporte para tierras extranjeras». Rechazó este vil medio y no salió de la cárcel hasta el 12 de Thermidor. Entre los papeles del tirano se encontró una nota para mandarla al cadalso. He aquí, ciudadanos, a la que he hecho mi esposa. [Aplausos].

Al leer estas líneas tal vez el lector se haga dos preguntas. Una: ¿era yo la esposa de Tallien? (no, pero tardaría muy poco en serlo), y dos: ¿cómo se atrevía la Cámara a atacar tan directamente a Tallien? ¿No era acaso el héroe del momento, aquel que había librado a Francia del más sangriento de los tiranos? En efecto, lo era. Pero también es cierto que Tallien se estaba convirtiendo muy rápidamente en algo tan incómodo e inútil como uno de esos aparatosos jarrones de Sévres que heredamos del pasado y luego no sabemos dónde acomodarlo en nuestra nueva y hermosa vida. Y es que he aquí la gran paradoja de Tallien como figura histórica. Si bien fue suya la mano que acabó con Robespierre, una vez terminado su cometido nadie podía olvidar cuán teñida de sangre estaba. Además, al fantasma de su pasado sangriento es menester sumar en su contra otro espectro igualmente incómodo que paseaba libre por las calles de París: me refiero a la sombra de la involución, o lo que es lo mismo, al temor a la vuelta de los tan denostados realistas, a quienes la gran mayoría de los ciudadanos consideraban responsables indirectos de tanta sangre derramada inútilmente. Y a esos dos espectros hay que unir además un tercero: el hecho de que, tras la muerte del tirano, el ala derecha de la Convención, la más conservadora, había ganado demasiado terreno, algo que los jacobinos, que se consideraban el alma de la Revolución, no podían consentir.

Reuniones mundanas

M
ientras todos estos nuevos y oscuros nubarrones comenzaban a formarse sobre nuestro horizonte, yo por mi parte hacía considerables esfuerzos por mantenerme en el siempre difícil filo de la navaja. Dicho de otro modo: mi intención era contribuir a apaciguar en lo posible los ánimos políticos y, al mismo tiempo, unirme a los que deseaban divertirse después del Terror. Tras mi salida de La Force, Tallien y yo nos habíamos ido a vivir a La Chaumiére, que en español significa choza, una gran casa falsamente rústica con ladrillos desgastados y recubiertos de flores trepadoras, todo muy bucólico, muy del gusto de aquellos que todavía amaban la estética campestre propugnada por Rousseau. Estaba situada cerca de la que más tarde se conocería como la Avenue Montaigne, próxima a los Champs-Élysées, y allí comencé a recibir de nuevo a mis amigos intentando hacerlo con tanto calor y hospitalidad como antes de la Revolución en mi amada casa de Fontenay-aux-Roses. Para ello recuerdo que procuraba, por ejemplo, que siempre hubiera un fuego encendido en la chimenea, incluso durante los meses calurosos. Lo hacía no sólo porque así se creaba una sensación muy acogedora,
cosy
, que dicen los ingleses, sino también porque una temperatura templada permitía que tanto yo como mis amigas vistiéramos de acuerdo a la nueva moda surgida tras el fin del Terror. Ésta consistía en vestidos de gasa, finas muselinas transparentes, también escotes de vértigo y aberturas en las faldas hasta el muslo, inspirado todo ello en las túnicas romanas y griegas. A mis fiestas acudía lo mejor de cada casa, lo que, en los tiempos en que vivíamos, comprendía a invitados de procedencia muy diversa. Por un lado estaban los viejos títulos nobiliarios que habían logrado salvar el cuello de la
Louisette
, así como los llamados
émigrés
, es decir, aquellos que, una vez muerto el Incorruptible, regresaron de su exilio en tierras extranjeras. Por otro, estaban los vencedores del momento, los héroes de la República, y creo que vale la pena detenernos unos minutos para describir ambos grupos y conocer sus nombres. Entre los femeninos del primer grupo destacaban sobre todo dos: el de una vieja amiga y el de una reciente, me refiero a madame de Staël y a Rose de Beauharnais. De Germaine de Staël he hablado en ocasiones anteriores, pero me gustaría dedicarle unas líneas más por ser mujer tan singular. Era, como ya sabemos, hija del acaudalado ministro Necker y dueña de una aguda inteligencia así como de un físico algo caballuno, lo que no le impedía ser admirada por todos. Bueno, por todos no. Si bien tuvo por amantes a hombres tan destacados como Talleyrand, y el poeta Schiller dijo de ella que su lengua era «de una brillantez y agilidad fuera de lo común», Goethe, en cambio, que la conocería hacia 1803, era
fanático ma non troppo
. Se dice que, cada vez que Germaine anunciaba su visita, desaparecía por una puerta o incluso por una ventana, porque encontraba su brillante conversación «pesadísima». Comprenderá el lector que, con estos atributos, Germaine de Staël en ningún modo competía con esta servidora de todos ustedes; al contrario, nos complementábamos admirablemente. Ella brillaba durante los prolegómenos de una reunión con sus agudas reflexiones y sus comentarios sarcásticos sobre temas políticos y yo resplandecía durante el resto de la velada, cuando ya el vino y la buena compañía hacían que los caballeros se interesaran por atributos menos... filosóficos, digamos. En cuanto a Rose de Beauharnais, nuestra amistad estaba cimentada en horas de compartida penuria y yo sentía por ella un verdadero afecto. Así, desde el día de nuestra salida de la cárcel, dediqué mucho tiempo a intentar refinar sus dones naturales y a corregir, en lo posible, su falta de mundo. Y es que ella me había confiado como gran secreto que su difunto marido se avergonzaba tanto de sus modales provincianos y de su falta de refinamiento que solía dejarla en casa cuando tenía una reunión mundana. Sin embargo, Rose resultó ser una alumna aplicada, y con muy poca ayuda por mi parte no tardó en hacerse experta en tan sofisticadas artes como comer
escargots
o decantar oporto del modo que más agradaba a los caballeros. Ella, a cambio, me enseñó dos trucos muy buenos originarios de su tierra. Según Rose, compartir con los caballeros su cajita de rapé era ceremonia muy del gusto masculino. El tabaco picado no me gustaba en absoluto, pero Rose solía perfumar el suyo con un polvillo antillano que, por lo visto, enardecía algo más que las pituitarias. El segundo truco de Rose, también originario de las Antillas, estaba relacionado con el peinado. Después de nuestra experiencia carcelaria, todas las que habíamos pasado por semejante trance lucíamos cabellos cortos o muy poco vistosos, ya fuera a causa de la sarna o con ánimo de curar la proliferación de piojos y chinches que se habían convertido en nuestros indeseados huéspedes. Para ocultar dicha circunstancia, Rose me introdujo en el fascinante mundo de los adornos capilares de las criollas, que conocían una y mil formas de vestir sus cabezas. Me enseñó desde un curioso arte que consistía en entretejer el pelo propio con mechones postizos y al que llaman «alargamientos» hasta muy variadas maneras de llevar turbante. Si a esto unimos la moda criolla en el vestir, con suaves muselinas transparentes y sensuales así como esclavas de oro para lucir tanto en las muñecas como en los tobillos, puede decirse que la inspiración martiniquesa de Rose hizo mucho por mejorar el aspecto físico de todas nosotras, las recién salidas del infierno.

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