La cinta roja (47 page)

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Authors: Carmen Posadas

Tags: #Histórico

Teresa fue una fanática de la moda inspirada en el arte grecorromano: abundaban las túnicas de muselina, que se usaban mojadas par que se ciñeran aún más al cuerpo, las sandalias y las pelucas de colores. En las fiestas mundanas muchas daba iban con el pecho al aire y las areolas decoradas con flores o piedras preciosas. En la imagen, Teresa ataviada a la moda que ella inspiró.

Esta caricatura refleja el odio que suscitaban en el pueblo los excesos de Teresa, Josefina y Barras. En ella puede verse a un muy pequeño Bonaparte espiando tras un velo a las dos mujeres desnudas, mientras Barras, gordo y vicioso, disfruta del espectáculo

a los treinta y dos años Teres se casó con el último de sus maridos, el príncipe de Carman-Chimay, con el que tuvo otros cuatro hijos y vivión trainta años de perfecta felicidad doméstica.

V

DE NUEVO,

EMPIEZA EL BAILE

Otra vez en el filo de la navaja

E
l 26 de diciembre del año 1794 o 6 de Nivôse del año III de la nueva era, con la discreción que la antigüedad de nuestra relación aconsejaba, Tallien y yo nos casamos y yo me convertí en madame Tallien, tercero de los cinco nombres con los que se me conoce en la Historia. Al poco tiempo nació mi segundo hijo, una niña a la que llamamos Rose en honor a su madrina. A Josefina se la conocía aún entonces por su verdadero nombre y éste era además muy del agrado tanto del felicísimo padre como del mío. A la recién nacida le añadimos además otro en recuerdo de los históricos acontecimientos de los que habíamos sido actores principales, y así mi pequeña se convirtió en Rose Thermidor, un bebé de una belleza extraordinaria que era el juguete preferido de todos los amigos que, cada vez con más asiduidad, frecuentaban nuestra casa de La Chaumiére. El invierno trajo, por cierto, otras modas y modos a ese París cuya consigna principal seguía siendo
vivre
y divertirse a toda costa. Por nuestra casa desfilaban ahora tanto jacobinos de atuendo severo como emigrados ataviados de verde (el color de los realistas), pero el toque más extravagante en el vestir lo poníamos como siempre las damas. Había que ver, por ejemplo, a las esposas de los diputados y, más aún, a las de los llamados agiotistas o especuladores, con sus joyas carísimas, que proclamaban a los cuatro vientos los pingües y muy turbios negocios de sus maridos.

Sin embargo, lo más notable de estas reuniones no era la forma de vestir, que de puro extravagante ya no llamaba la atención de nadie, sino el culto que ahora se hacía a una nueva forma de fraternidad. Y es que esta palabra, que junto a sus hermanas «igualdad» y «libertad» había sido el lema de nuestra Revolución, comenzaba a utilizarse para describir un nuevo entendimiento entre ciertas clases sociales mortalmente enfrentadas hasta el momento. Si con anterioridad se procuraba (al menos en apariencia) fraternizar con las clases bajas e incluso copiar su forma de hablar y de vestir, ahora este noble sentimiento fraternal se encaminaba hacia las clases dominantes, esto es, a las del Antiguo Régimen, y también a la de los representantes políticos del momento. Así, no era raro ver en mi casa, por ejemplo, a jacobinos departir con aristócratas de viejo cuño entre los que se había puesto de moda, por cierto, saludar á la victime; es decir, con un movimiento brusco de cabeza hacia delante, como si reprodujesen el momento en que la guillotina decapitaba a sus víctimas. «Míralos, ahí tienes al lobo paciendo junto al cordero y al leopardo con el cabrito –solía comentar Germaine de Staël, que jamás desaprovechaba la ocasión para soltar una cita culta–. ¿Qué crees que le estará pidiendo el marqués de X al diputado Z?».

Y lo que le estaba pidiendo el cordero al lobo o el cabrito al leopardo era, muy posiblemente, un salvoconducto que permitiera el regreso de algún pariente suyo que había tenido que huir del país debido a «su miedo a los terroristas»,
bien sûr
, no porque careciese de ideas republicanas. Y es que aún en aquellos tiempos fraternales nadie se atrevía a decir, por ejemplo, que no estaba orgulloso de nuestra gloriosa Revolución. Los lobos paciendo con los corderos implicaba también que el jacobino que tan sólo unos meses atrás habría denunciado en el cuartel de policía más próximo la presencia de cualquier noble, ahora, ganado por los nuevos aires de opulencia de
nouveau riche
, incluso se sentía muy halagado por la presencia junto a él de un rico de toda la vida (aunque ese rico ya no lo fuera tanto y hubiera perdido la camisa o casi la cabeza en la Revolución).

Fuera de los salones galantes, en la arena de la política, esta mezcolanza de principios y credos era motivo de no poca desorientación. Se dictaban leyes ora de un signo, ora de otro, y mientras en los salones reinaba la opulencia, en la calle el hambre y la desesperación, unidos al descontento general, iban a inspirar dos revueltas históricas ocurridas en la primavera de 1795 que acabarían con un baño de sangre. Y de pronto, cuando todo parecía indicar que nos estábamos deslizando otra vez hacia los peores momentos de la Revolución, tuvimos noticia de que Luis XVII, el pequeño y desdichado delfín, acababa de morir en prisión, lo que iba una vez más a poner en peligro a Tallien. Sucedió que, una vez conocida la noticia, todos esperábamos del conde de Provence, hermano y heredero de Luis XVI, ciertas palabras de conciliación. Un gesto que sirviera tal vez para acercar posiciones con los que, como yo, para entonces secretamente deseábamos una no muy lejana unión entre los realistas moderados y los termidorianos con Tallien a la cabeza. Sin embargo, en vez de palabras de acercamiento, las que pronunció el conde de Provence fueron de una dureza inusitada. En su famosa proclamación de Verona, el hermano de Luis XVI dio a conocer al mundo que pensaba asumir el título de Luis XVIII. Y no sólo eso, sino que su deseo era instaurar la monarquía absoluta, que tenía por objetivo la supresión de todas las libertades logradas por la Revolución, así como también (y esto nos afectaba directamente a Tallien y a mí) la persecución implacable de aquellos que habían votado la muerte de su hermano.

Como es de suponer, en medio de todas las intrigas que se tejían y destejían en el seno de la Convención, estas declaraciones tuvieron un efecto devastador. Los que poco a poco se habían ido escorando a la derecha, como Tallien, se enfrentaban ahora a un considerable dilema: ser atropellados por los jacobinos si se inclinaban demasiado a la izquierda o subir al cadalso si se producía una restauración de la monarquía, puesto que todos eran regicidas o, como mínimo, habían participado en los más sangrientos capítulos de la represión. Había pues que dar un paso atrás y renunciar a toda esperanza política de derechas, puesto que nosotros nunca seríamos considerados por los realistas como de los suyos.

–¿Nunca? –le dije a Tallien mientras él me pintaba tan negro panorama–. Se me ocurre una idea que tal vez podría darnos una salida más que airosa.

–¿A cuál te refieres? –inquirió Tallien, sirviéndose otra gran copa de coñac. Había comenzado a beber con demasiada liberalidad por aquel entonces y yo tenía que hacer verdaderos esfuerzos para que no se encerrara en su estudio durante horas entregado a negros pensamientos y con la única compañía de una botella de licor.

–Tengo la sensación –añadió dando el primer trago– de que hace tiempo que caminamos por el filo de una inacabable navaja que terminará por desollarnos.

–Y desde luego no ayuda en nada caminar por una navaja en compañía de una amiga como ésta –contesté señalando su copa rebosante–.

–Escucha lo que he pensado: tú conoces, naturalmente, el nombre de Manuel Godoy, y sabes también que es buen amigo de Francia.

–Pensé que era mentira toda aquella patraña de tus coqueteos con los Borbones españoles –dijo Tallien no sin amargura.

–Y lo era, pero las cosas cambian tan rápidamente en estos tiempos que las mentiras de ayer bien pueden ser nuestra salvación de hoy. Mi padre mantiene excelentes relaciones con Godoy. No sería nada difícil jugar esta carta.

–Dios mío, Teresa, ¿a qué te refieres ahora?

–A crear un nuevo pretendiente. A río revuelto, ganancia de pescadores, dicen, o lo que es lo mismo, de personas en dificultades como nosotros. Piénsalo por un momento: son muchos los que no se fían de ese gordo e intrigante hermano de Luis XVI, muchos incluso lo detestaban ya antes de la Revolución. Si nosotros encontráramos a otro Borbón que no recuerde tanto a tiempos pasados... Pongamos que sea un joven sin ataduras, uno que nos estaría eternamente agradecido por haberle hecho un favor impagable.

–Temo cuando veo en tus ojos esa mirada, Thérésia –dijo él, puesto que, según Tallien, cuando yo hablaba de ciertos asuntos un extraño brillo asomaba a mis ojos. El de la ambición, lo llamaba él; yo lo llamaba el de la más elemental supervivencia.

–Adelantarse a los deseos de los poderosos no sólo es fácil, sino muchas veces la única manera de salir de ciertas situaciones. Godoy es un hombre astuto pero también enormemente ambicioso. Piensa cuánto le complacería (y convendría) sentar a un Borbón español en el trono de Francia. Pongamos que sea uno de los hijos de Carlos IV; el vínculo familiar entre éste y el difunto Luis XVI no puede ser más cercano, se trataría por tanto de un pretendiente ideal. Lo único que hay que hacer es sembrar la idea en Madrid, y eso es tan fácil como que yo escriba a mi padre. Él conoce la situación privilegiada que tú tienes en la Convención y cómo puedes colaborar para conseguir nuestro objetivo.

Dije estas palabras y me mordí los labios; nunca me ha gustado mentir. Naturalmente, la situación de Tallien en la Cámara distaba mucho de ser privilegiada, pero eso no tenía yo intención de decírselo tampoco a mi padre, que vivía en Madrid y seguía los acontecimientos de Francia con el natural retraso que da la lejanía. Por otro lado, era un hecho incontrovertible que al resto de los termidorianos les convenía tanto como a nosotros que existiera un segundo pretendiente al trono que mermase las posibilidades del conde de Provence, y nadie tenía por qué saber de quién había partido la idea. Cuando algo conviene a muchos, sólo se precisa sembrar la tan útil semilla del interés propio para que ésta crezca sola. Y es que, según tengo observado, en esto como en otras cosas, la política se parece inquietantemente al amor: para ganar en ambos, es preferible invocar no nuestros deseos y pasiones, sino los del contrario. Y es a veces tan fácil...

Así pusimos en marcha Tallien y yo aquella pequeña estrategia. Él comenzó a sembrar la duda en las cabezas de sus compañeros termidorianos, que ya veían peligrar las suyas con la amenaza del conde de Provence, y yo escribí a mi padre. Lentamente comenzó a fraguarse un plan que, a buen seguro, hubiera resultado beneficioso para (casi) todos en Francia si no se hubiese cruzado en nuestro camino una nueva y muy alargada sombra.

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