La cinta roja (50 page)

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Authors: Carmen Posadas

Tags: #Histórico

En cuanto al menú, lejos de servir vísceras como se estilaba entonces –y Dios mío, a quién se le había ocurrido poner de moda semejante porquería por muy en concordancia que estuviera con la estética de
victimes
–, consistía en lo siguiente: llegado el momento de pasar al comedor, los invitados descubrirían que yo había hecho instalar, además de las veinte mesas redondas destinadas a los comensales, dos enormes consolas al estilo renacentista en las que podrían admirarse manjares de muy diverso tipo, pero con una particularidad: todos del color del oro. Como pulardas rellenas de
foie-gras
, por ejemplo, o huevos en salsa de Madeira, o grandes fuentes de arroz al azafrán; también esturión napado en dos tonos de amarillo, faisán a las uvas y hasta caviar persa, que me costó una fortuna y que no todo el mundo supo apreciar. En la consola de la izquierda podrían admirarse los postres, y éstos eran también del mismo y celestial color. Como un
soufflé
frío al Armañac, o una
mousse
de albaricoque, o un pastel de chocolate blanco con
coulis
de naranja a los que acompañarían además varias fuentes barrocas en las que podría verse una profusión de frutas de todo tipo recubiertas de una finísima capa de azúcar dorado.

Sí, todo esto verían mis invitados dentro de unos minutos. Pero de momento yo estaba arriba terminando de arreglarme mientras ellos se encontraban en el hall rodeados de ratas disecadas, grilletes, música fúnebre y, como única anticipación de lo que les esperaba en las habitaciones contiguas, la posibilidad de beber champagne de sus
flûtes
. Caminaban, se saludaban al son de la música, sonreían, comentaban, pero en la mente de todos, apuesto, había una misma pregunta: ¿dónde estaba la anfitriona?

Cuando ya estuve lista para bajar, indiqué a Frenelle que ordenara a los criados que abrieran las puertas de par en par para permitir que los invitados accedieran por fin al paraíso. Desde donde estaba, y entre los acordes de la
Primavera
, casi podía oír sus comentarios de sorpresa y también de incredulidad: ¿qué tipo de baile de víctimas era aquél en el que lo fúnebre brillaba por su ausencia y en el que no había anfitriona?

Por fin, cuando consideré que ya el champagne y Vivaldi habían comenzado a hacer su habitual efecto de entibiar (o enturbiar) corazones, descendí la escalera al tiempo que hacía señas a la orquesta para que interpretaran
Cosi fan tutte
, de Mozart, que me pareció el acompañamiento ideal para lo que yo quería transmitir esa noche a mis invitados.

Las puertas se abrieron entonces y yo me detuve unos segundos en el umbral a observar la escena. En el salón principal, la luz de las velas reflejadas en los espejos y en las cientos de estrellas plateadas hacía resplandecer toda la estancia. Ahora todos los ojos se volvían para mirarme, y entonces yo respiré hondo y, entre aquella ingente marea de casacas negras y vestidos enlutados, entre madame de Staël disfrazada de Medea y Josefina de viuda alegre, comencé a abrirme paso. O, mejor dicho, me limité a avanzar muy despacio mientras, como si del mar Rojo se tratara, aquella pleamar de ropas negras fue dividiéndose a derecha e izquierda dejándome paso. Sonaba un aria de
Cosi fan tutte
y mucho me complació ver en la cara de los caballeros una inequívoca muestra de admiración mientras me dedicaban sus mejores sonrisas o hacían reverencias. Algunos saludaban
á la victime
, esto es, con ese enérgico sacudir de cabeza que recordaba el corte de la guillotina, o bien se llevaban un dedo al cuello para significar un tajo. Otros, por el contrario, y a pesar de lo mal visto que aún estaba hacerlo, tomaban mi mano para besarla tal como se hacía antes del diluvio, lo que denotaba, una vez más, cómo comenzaba a languidecer la moda revolucionaria. Pero lo más sorprendente (y agradable para mí) fue ver la cara de mis congéneres femeninas.

–¡Habrase visto desfachatez igual! –le oí cuchichear a Juliette de La Tour, una jovencita que acaparaba últimamente muchas miradas–. Creo que nunca podré perdonarla por esto...

–¿No decía bien claramente la invitación que se trataba de un
bal des victimes
? –resopló otra mujer de una cierta edad desde detrás de su abanico negro y grande como las alas de un cuervo–. ¿Cómo se atreve a aparecer vestida así?

–Miradla –decía una tercera–, es increíble, inaudito...

Lo curioso del caso es que el traje que yo había escogido para esa noche y que tanta conmoción masculina (y también femenina) estaba causando no era uno particularmente escandaloso. Si en otras ocasiones había yo elegido sorprender a mis amigos ataviada de vestal o de Diana cazadora con apenas unas pocas pulgadas de tela cubriendo mi cuerpo, esta vez habían sido necesarios muchos pies de muselina para confeccionar mi atuendo. Tenía un escote poco pronunciado y un corte bajo el pecho al estilo que más tarde se conocería como «imperio». Tampoco podía decirse que tuviera abertura alguna que permitiera ver mis piernas ni los dedos de los pies, llenos de sortijas como otras veces. La falda caía hasta el suelo y luego se prolongaba en una cola, pero ésta era igualmente discreta. En realidad, si resultaba tan fuera de lo común dicho vestido, no era por su factura, sino por el enorme contraste que producía con la apariencia del resto de los invitados. Porque si todos iban
á la victime
, es decir, de negro riguroso, yo iba de blanco inmaculado, adornada tan sólo por una cascada de perlas de distintos tamaños, un regalo de mi padre, que no me había atrevido a lucir desde la muerte del buen Luis XVI.

Una vez más llegaron hasta mí los cuchicheos femeninos.

–¡Dejarnos a todas en ridículo y vestidas como pájaros de mal agüero, eso es lo que ha hecho! ¡Nunca podré olvidarlo! –se decían unas a otras en voz baja–. ¡Nunca! –Y luego, al ir yo a besarlas con la más amplia de mis sonrisas, cambiaban a duras penas el discurso–: ¡Querida, estás espléndida, guapísima! ¿Cómo se te ocurrió esta idea? Eres única...

Los comentarios masculinos eran aún más admirativos y sin duda también más sinceros: «¡Qué idea tan brillante,
ma belle
, pareces un ángel entre tantas tinieblas!».

Es un hecho sabido que las mujeres nos vestimos para las mujeres y nos desvestimos para los hombres, pero yo esa noche rompí la regla. No me había vestido para ellas ni desde luego entraba en mis planes desvestirme para complacer a ninguno de aquellos caballeros. Lo que deseaba era sorprender a unos y a otros, y, sobre todo, recordarles la fecha que estábamos celebrando: el aniversario del 9 de Thermidor. Todo un año había transcurrido desde el fin del Terror y de tanto sufrimiento y, a mi modo de ver, era ya hora más que cumplida de dejar de jugar a víctimas.

En cuanto hube saludado a todo el mundo, llegó el momento de pasar al comedor. Si el salón estaba decorado en blanco y plata, el comedor lo estaba en blanco y oro y su visión levantó, afortunadamente, el mismo murmullo de admiración. La cena servida poco después transcurrió bien. A ello ayudaba, y no poco, la originalidad de los platos, de modo que hasta las mujeres mudaron el gesto para alabarlos. «Querida –me dijo Germaine de Staël, que podía ser pedante y tediosa pero a la que desde luego nunca le dolieron prendas en decir todo lo que pensaba–, al descubrir la jugarreta que nos has preparado me faltó poco para despellejarte viva, pero este faisán a las uvas merece cien años de perdón. En cuanto a esta
mousse
de albaricoque, ¡el maestro Rousseau estaría más que orgulloso del uso que haces de los tesoros de la naturaleza!».

Este y otros comentarios me hicieron albergar la esperanza de haber logrado cumplir mis dos objetivos de la noche: uno muy frívolo, otro muy necesario. El primero era seguir siendo la mejor anfitriona de París; el segundo, apoyar a Tallien y lograr que todos olvidaran sus coqueteos con los realistas. Miré a mi alrededor. «Cuidado», me dije, porque mi intuición me avisaba una vez más de que algo imperceptible comenzaba a cambiar en París y había que ser muy precavido. Tal como decía Germaine de Staël, allí estaban todos revueltos: el cordero paciendo con el lobo y el cabrito con el leopardo, o, lo que es lo mismo, comiendo manjares dorados y haciendo de
victimes
. Allí se encontraban, no había duda, todos los personajes más relevantes del momento. Los miembros de la Convención, los
émigrés
recién llegados del extranjero, también los jacobinos, aún muy influyentes, así como esa nueva fauna que ya conocemos llamados los
muscadins
, que coqueteaban con los realistas. Dados los últimos acontecimientos, hacía falta mucho valor para declararse abiertamente monárquico, pero a estos jóvenes petimetres no parecía importarles hacerlo cada vez más abiertamente.

¿Cómo –me decía yo– podía sostenerse una situación en la que las fuerzas eran tan distintas y divergentes? ¿Y cómo Tallien y yo podíamos ganar el favor de unos y otros? En las fiestas posrevolucionarias el momento de los brindis era decisivo. Más que un acto simbólico, era la oportunidad para pulsar la opinión de las gentes y ganar voluntades. Yo esperaba con inquietud para ver por dónde soplaban los vientos al tiempo que confiaba en que el
champagne
, los bellos decorados y, por qué no, también mi «angelical» aspecto ayudaran a nuestra definitiva rehabilitación. Así había ocurrido otras veces. Los invitados a mis fiestas, en especial los masculinos, tal vez entraran en casa algo tibios respecto de su anfitriona, pero desde luego todos salían de allí convenientemente caldeados.

Sin embargo, en cuanto empezaron los brindis noté que algo no iba bien. En los
toasts
protocolarios apenas se citaba a Tallien y los diputados que tomaban la palabra se limitaban a hacer votos por sus propias esperanzas en el futuro. De hecho, no hubo mención alguna a los anfitriones, ni siquiera nos dispensaron esa mínima amabilidad. Quienes habíamos visto caer tantas cabezas por el súbito cambio en la apreciación de la mayoría, sabíamos lo volubles que eran las voluntades y cómo no había que dejar el menor resquicio a la animadversión; tampoco a la indiferencia. No hay más remedio, me dije entonces, que jugarse el todo por el todo. Tal vez me hubiera equivocado provocando, innecesariamente a las mujeres con mi atuendo, y todos sabemos cuán peligrosas pueden ser cuando se las agravia. Sin embargo, de los rencores femeninos tendría que ocuparme en otro momento. Ahora lo urgente era ganar el favor masculino. Hice una señal a mi buen Bidos para que sirviera más
champagne
y a los músicos para que tocaran de nuevo a Mozart mientras yo me disponía a proponer un brindis. Me puse en pie. Era muy consciente de que todas las miradas estaban fijas en mí y en mi vestido blanco. El mundo es sin duda de los hombres, pensé, pero a veces nosotras conseguimos cosas que ellos nunca lograrían. «Un minuto un héroe y al otro un villano, cuidado, Teresa...», añadí, y luego, tragando saliva, miré al frente.

No recuerdo las palabras iniciales que dirigí a la concurrencia pero sí el sentimiento que puse en ellas. Hablé de que un año sin Terror había vuelto a traer la paz a Francia; insistí en que ahora lo importante era olvidar todas las rencillas; que era el momento de perdonar las ofensas y mirar juntos en la misma dirección, hacia delante, hacia el lugar que la Historia tenía destinado a este glorioso pueblo capaz de romper sus cadenas y crear una sociedad nueva. Hablé luego de algo que siempre alcanzaba los corazones de todos sin excepción: de la valentía de nuestros soldados luchando en los diversos frentes que Francia tenía abiertos contra los que querían ahogar nuestra Revolución. Hablé y hablé hasta que tuve que parar para tomar aliento porque las lágrimas corrían por mis mejillas; yo, que siempre las he odiado.

En realidad no sé qué obró el milagro. Si las palabras que me dictaba la desesperación o mis lágrimas, o tal vez fuera el discreto corte de mi vestido blanco entre tantas damas de negro y semidesnudas, pero lo cierto es que se hizo un silencio. Entonces pude ver cómo las miradas agrias se suavizaban y los rictus severos se volvían amables. Entre todas ellas elegí fijarme en dos: en la de Tallien y en la del hombre que estaba a mi derecha y que no era otro que Paul François Nicolas,
ci-devant
conde de Barras. La de este último tenía ese brillo entre frío y lleno de determinación de los cazadores que calibran y sopesan una futura pieza. «Debo tener cuidado con este hombre», me dio tiempo a pensar antes de que mi vista se deslizara hacia la mesa de mi izquierda, que presidía Tallien. Él estaba semihundido en su silla y se diría que mi discurso, si por un lado no había podido menos que complacerle, por otro le producía horror. Horror de comprobar cómo, una vez más, todos lo veían como una rémora, un estorbo o, lo que es peor, como el perrito de madame Cabarrús. Tallien, el héroe que nunca lograba serlo más de dos días seguidos, el
gauche
, el patán, el...

Un escalofrío hizo que desviara la mirada y, al hacerlo, ésta se encontró por segunda vez con los ojos de Barras. Sí, debía tener mucho cuidado con un hombre como aquél...

De cómo entró Barras en mi vida

B
arras era para muchos el personaje del momento y, como he dicho, contaba en su haber con no pocos atributos que lo hacían atractivo. No sólo se trataba de un aristócrata ganado para la causa revolucionaria, sino que contaba con la ventaja adicional, muy importante en la era posterior a Robespierre, de que sus manos no estaban tan teñidas de sangre como otras. Porque mientras gentes como Tallien y Fouché tenían a sus espaldas la muerte de innumerables inocentes en su época de
représentants en mission
, Barras había estado brevemente en provincias y después hizo la revolución desde la bancada de la Montaña, donde votó, eso sí, la muerte de Luis XVI. Además, por si su persona necesitara adornarse con otros elementos positivos, había jugado un papel destacado en la conjura que puso fin al reinado del Incorruptible, puesto que, como recordarán, fue él quien comandó las tropas de la Convención que marcharon contra el Ayuntamiento, donde Robespierre se había refugiado a la desesperada.

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