La cinta roja (48 page)

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Authors: Carmen Posadas

Tags: #Histórico

Mientras los termidorianos se mostraban verdaderamente atemorizados con el manifiesto de Luis XVIII, mientras Tallien y yo coqueteábamos secretamente con la idea de un Borbón español y mientras muchos en la Convención ensayaban diversos métodos para hacer olvidar a los de la izquierda los lazos comprometedores que los unían a los realistas moderados, el azar iba a añadir un nuevo elemento imprevisto a la situación. En junio de 1795 llegó a París la noticia de que un desembarco de emigrados realistas acababa de producirse en Quiberon con la ayuda de una flota inglesa. ¡Qué ocasión única –pensamos entonces todos– para aclarar cualquier situación! Porque lo cierto es que el hecho de que el desembarco tuviese lugar gracias a la ayuda del enemigo patrio por excelencia, la pérfida Albión, obligaba a todos a condenarlo. Y fue de este modo tan poco afortunado como hicieron su entrada en escena unos personajes que iban dar a la literatura muy bellas páginas. Se llamaban los
chouans
y eran un grupo de nostálgicos realistas que en el oeste del país se alzaron en armas con todos los ingredientes de romanticismo y de leyenda. La Convención, como digo, no podía de ninguna manera mostrarse indecisa, por lo que decidió mandar con urgencia a uno de sus generales a sofocar la rebelión. Se trataba de uno de los oficiales más prestigiosos del momento, el general Hoche, pero se consideró oportuno enviar, además, a algún miembro de la Cámara como observador. Tallien movió entonces todos los hilos posibles para ser elegido; su encomienda no era de una extraordinaria relevancia, pero aun así, la alegría que sintió al saber que había sido nombrado resulta difícil de describir.

–Thérésia, amor mío, los cielos han escuchado mis plegarias. ¡Actuar contra los ingleses!, contra los más inveterados enemigos de la patria y hacerlo junto a Hoche. Ya verás como a mi regreso nuestros amigos me mirarán con otros ojos. Bésame, Thérésia, deséame suerte, ¿me echarás de menos al menos un poquito? Prométeme que sí.

Lo cierto es que no le eché de menos. No sólo porque mis sentimientos hacia él eran cada vez más fríos, sino porque no me dio tiempo a hacerlo; la rebelión de los
chouans
, a pesar de todas las bellas páginas que ha inspirado, no fue más que un sentimental y muy breve hiato en la historia de Francia. Aquellos hombres de campo, tan apegados a la tierra, que se alzaron en defensa de la tradición y de la monarquía, no resistieron ni la primera embestida. Abandonados por los ingleses en el último momento y teniéndoselas que ver con la superioridad estratégica y armamentística del general Hoche, retrocedieron y finalmente se vieron obligados a replegarse en desorden. Fue lo que se dio en llamar la derrota de Quiberon. No podía ser de otro modo: los
chouans
no eran más que unos idealistas que luchaban contra un ejército bregado en todos los frentes que Francia tenía abiertos en esos momentos contra el resto de sus vecinos; un ejército que, gracias a sus conquistas y a los botines de guerra, se estaba convirtiendo en el más poderoso de toda Europa.

Días más tarde, Tallien regresó a París con la satisfacción del triunfo y la comprensible esperanza de que éste lo convirtiera de nuevo en el héroe que brevemente había sido después la muerte de Robespierre. Así, tras la derrota de los
chouans
eligió mostrarse magnánimo con los vencidos; les prometió clemencia a cambio de su rendición sin condiciones y ellos aceptaron agradecidos. Una vez más, Tallien prefería evitar un derramamiento de sangre.

–¿Para qué? –argumentaba–, la victoria ha sido tan rápida, tan completa, que no es necesario más castigo.

Incluso se arriesgó a dar por su cuenta todo tipo de seguridades a los prisioneros, porque también, según sus palabras, «la República no necesita más cadáveres, sino concordia».

Y es que ya hacía mucho que Tallien no era aquel
représentant en mission
, aquel terrorista que se complacía con la muerte de sus adversarios. Ahora era, gracias a mi influencia y dicho en palabras de esas que se cuchichean en voz baja y con retintín,
le gentil petit chien de madame Cabarrús
. El perrito de la señora Cabarrús, así me confesó Frenelle que lo llamaban abiertamente y entre risas en la calle incluso antes de su regreso de Quiberon. Según los vecinos de París, Tallien hacía tiempo que se había convertido por amor en la mascota de la Cabarrús, a la que concedía no sólo la clemencia que ella solicitaba para los vencidos, sino también todos sus frívolos caprichos de mujer rica. Qué cruel es la gente. Me entristecieron sobremanera estas revelaciones, no ya por lo despectivas que eran respecto de mí, sino sobre todo por lo injustas que resultaban para con Tallien. Que un hombre sin escrúpulos cambie de actitud por una mujer se interpreta con demasiada frecuencia como un acto de debilidad, de cobardía incluso, pero ¿acaso no es la mayor de las grandezas volverse clemente por amor?

Por fortuna, Tallien estaba tan feliz con su triunfo que no tenía oídos para habladurías. Albergaba la esperanza de que su magnanimidad hiciera que la Fortuna volviera a sonreírle, pero dicha diosa siempre se mostró esquiva con Tallien. Y es que bastaron apenas un par de días para que Sieyès, uno de los diputados que siempre había sabido, como Fouché, aprovechar con éxito las situaciones para su provecho propio, vio en la clemencia que Tallien había demostrado con los
chouans
una forma de acabar para siempre con aquel incómodo individuo que jugaba con tantas barajas sin tener talento para ello. Sieyès denunció a mi marido ante la Convención y lo acusó del peor crimen que se podía cometer en aquel momento en que la sombra de Luis XVIII era ya demasiado alargada y los ingleses habían intentado ayudar a los
chouans
: lo acusó de connivencia con los realistas. Incluso tuvo la desfachatez de presentar cartas que, supuestamente, aludían a una restauración monárquica en la que Teresa Cabarrús jugaba, una vez más, el papel de espía de España y de su rey Borbón. Todo era una gran mentira. Yo apenas había tenido tiempo de poner en marcha mi plan, de modo que nada podían conocer de él ni Sieyès ni ninguno de los suyos. Pero mucho me temo que este individuo, famoso por sus insidias, sabía utilizar bien las medias verdades, las apariencias, las sospechas, y hacer válido ese refrán tan español que dice que, cuando el río suena, agua lleva.

–Vamos –le dije a Tallien cuando me contó lo que se estaba fraguando contra él–. ¿Quién va a creer a ese miserable de Sieyès? ¿No es él acaso el mismo que asistió a la Convención durante todos los años del Terror sin despegar jamás los labios, y cuando le preguntaron qué había hecho durante ese tiempo por salvar a la patria, dio sonriendo esa contestación que se ha hecho famosa de puro cínica:
J'ai vécu
, he vivido? Con seguridad nadie puede tomar en serio las acusaciones de un hombre de su catadura.

Tallien movió tristemente la cabeza.

–No se trata sólo de las palabras de un hombre como él, sino también de la verdad, Thérésia.

–¡Una verdad que nadie más que tú y yo sabemos! –respondí con calor–. Lo único que debes hacer ahora es hablar en la Convención. Explicarles cómo Hoche y tú habéis desbaratado una tentativa de los malditos ingleses por acabar con nuestra gloriosa República.

–Eso sería tanto como entregar a los
chouans
a la
Louisette
, amor mío. Ellos se rindieron sin condiciones bajo mi promesa de clemencia. Sería poco menos que un crimen...

–¡No! –insistí–. Tú puedes fácilmente hacer ambas cosas; demostrar a todos tu afán republicano y también guardar tu palabra. ¿Sabes qué fecha es hoy? 7 de Thermidor, el 9 es el primer aniversario de la caída de Robespierre. Te será muy fácil aprovechar la efemérides del día en que fuiste un héroe para volver a serlo. El fantasma del Incorruptible va a ser esta vez nuestro mejor aliado. Nadie quiere que vuelva la venganza, ni el dolor, ni la sangre. Lo que Francia necesita son gobernantes como tú: decididos y a la vez magnánimos, fuertes y también clementes.

–No saldrá bien, vida mía, es demasiado arriesgado. No hace falta que te recuerde lo mucho que pueden cambiar las cosas, las fortunas, incluso la vida cuando uno se sube a la tribuna en la Convención. Le pasó a Danton, le pasó a Robespierre, a hombres mucho más grandes que yo. Una palabra inadecuada, un gesto imprudente y todo estará perdido.

–Te equivocas una vez más –le dije a punto de perder la paciencia–. Tú has salido airoso de situaciones más difíciles que ésta y eres un hombre mucho más grande que Robespierre. Yo estaré en la Convención para darte ánimo. juntos podemos lograrlo todo, siempre hemos podido.

Tallien en la tribuna una vez más

L
o primero que me sorprendió al entrar en la sala aquella mañana fue lo mucho que había cambiado la Convención. Qué diferencia tan notable con apenas unos meses atrás, cuando el fantasma de Robespierre aún se adivinaba en detalles como la vestimenta austera de los diputados o en la presencia de las
tricoteuses
. Ahora, en cambio, todos los presentes vestían de forma alegre, la mayoría de los hombres como
muscadins
, con esas chaquetas coloridas y ostentosas tan a la moda. Y en los asientos destinados al pueblo ya no se veía ni una sola
tricoteuse
, sino mujeres ataviadas de diosas griegas, como yo en esta ocasión. Espero que el lector sea benevolente si le confieso mi atuendo ese día: túnica muy corta a lo Ceres, de una fineza transparente; peluca rubia y un coqueto sombrero a la jockey, sandalias, anillos en los dedos de los pies... en fin, continuemos porque adivino algunas sonrisas.

El Instituto Nacional de Música abrió la ceremonia entonando el recién compuesto himno al 9 de Thermidor, que fue cantado por unas bellas niñas de unos doce años que simulaban ser ninfas y llevaban túnicas blancas y hojas de hiedra en la cabeza. A continuación, el representante Lemoine, a modo de símbolo de triunfo y en nombre de la Cámara, hizo al presidente entrega pública del sable que había sido propiedad del Incorruptible, y por fin, cuando se apagaron los aplausos, que fueron prolongados, el maestro de ceremonias dio la palabra a Tallien para que subiera a la tribuna.

Desde donde yo estaba podía ver cómo el sudor le corría por la cara y el cuello, mojando de modo ostensible su camisa y su aparatoso
foulard
de colores. «Dios mío –me dije–, hace exactamente trescientos sesenta y cinco días consiguió salir airoso de una prueba infinitamente más difícil; ¿cómo no va a lograrlo también esta vez? Claro que lo conseguirá. Tallien, en las situaciones desesperadas, deja de ser él y se transforma. Sí –añadí tratando de tranquilizarme–. Hoy ocurrirá otro tanto», y luego lo miré regalándole la más persuasiva de mis sonrisas.

Él entonces pareció cobrar fuerzas y con paso firme subió a la tribuna.

–Representantes –dijo–. Vengo de las orillas del mar para unir un canto nuevo de triunfo a los himnos triunfales que deben celebrar tan gran solemnidad...

Se trataba de las habituales palabras ampulosas y huecas que todos empleaban por aquel entonces, pero por alguna razón no sonaban todo lo convincentes que Tallien y yo necesitábamos en ese momento. Él pareció notarlo y redobló su énfasis tratando de parecer más rotundo.

–¡Yo te saludo, época augusta en la que el pueblo aplastó a la tiranía! –exclamó, y una corriente de desidia recorrió la sala. Una vez más, Tallien tomó aire, miró hacia donde yo estaba y luego a la concurrencia con gesto desafiante y ahora su voz sonó mucho más enfática al decir:

–Sí, representantes... Doblegado durante demasiado tiempo bajo el peso ignominioso de los buques de la pérfida Albión, el océano francés ha visto por fin a sus legítimos amos recuperar la actitud de victoria.

«Muy bien –me dije yo entonces–, qué astuta estrategia la suya. Ha decidido hablar primero de la pérfida Albión para apelar al patriotismo de la Cámara y a continuación, tal como yo le he indicado, hablará de la clemencia que es menester otorgar a esos infelices
chouans
. La clemencia ante el vencido es patrimonio de grandes hombres, bravo por Tallien».

Le sonreí con toda intención para indicarle lo acertado que me parecía su ardid, pero ante mi sorpresa éstas fueron las siguientes palabras que pronunció:

–Y aquellos miserables que tuvieron la malhadada osadía de aliarse con los ingleses, esos viles cómplices de William Pitt que, al volverse contra nuestra gloriosa República, serán devorados por la misma tierra que los vio nacer. ¡El oráculo se ha cumplido!

Un aplauso unánime acogió estas palabras. La sala en pleno se había puesto de pie para aclamar al vencedor de los ingleses, al vencedor también de los
chouans
. Todo el mundo aplaudía, vitoreaba a Tallien; todos menos yo, que no podía creer lo que estaba viendo. Mi marido, que había subido a la tribuna temeroso y pálido, había conseguido una vez más enardecer a la Convención. Pero en esta ocasión lo había hecho a costa de su palabra, de la solemne promesa dada a los
chouans
y también a mí. No había duda, estaba entregando las cabezas de aquellos infelices para salvar la suya, y ahora me miraba con aire triunfal y la vez como un niño que cree haber logrado una proeza por la que espera la aquiescencia de su madre, de su maestra.

Se me llenaron los ojos de lágrimas. No, no era esto lo que yo quería. No era para que sus manos volvieran a teñirse de sangre por lo que yo tanto había luchado. Ajena a mis pensamientos, la Convención en pleno esperaba las próximas palabras de Tallien. Entonces él sacó de su pecho aquel puñal, el mismo que había enseñado a la Cámara el día que acabó con Robespierre. Ese que solía blandir en casa ante nuestros invitados en sus patéticas reconstrucciones de lo sucedido en su único día de gloria. Tallien el sanguinario, Tallien el
gauche
... aquello era más de lo que yo podía soportar. Me volví buscando la salida, tenía que escapar de allí, impedir que aquella gente que me rodeaba viera mis lágrimas. Recogí mi
shawl
y me dirigí a la puerta, pero antes de alcanzarla, aún me dio tiempo a oír lo que decía:

–De un puñal similar a éste se valieron aquellos miserables traidores amigos de los ingleses para atravesar el pecho de los patriotas. Hay que enseñar a todas las naciones que un animal herido, al ser alcanzado, debe hacer que caigan los demás, porque es la única manera de salvar su vida. ¡Viva la República!

Sin duda, esa última alusión a un animal herido se refería a sí mismo y estaba destinada a mí, a hacerme comprender por qué había cambiado su discurso. Antes de abandonar definitivamente la sala me volví para mirarle por última vez. La Convención entera aplaudía, pero en su cara pude ver la misma mirada anhelante de unos minutos atrás, esa que esperaba el reconocimiento de una sola persona, la sonrisa de sólo unos labios. Giré sobre mis talones y me marché. Yo sabía perfectamente lo que iba a decirme al llegar a casa: que había tenido que hacerlo así, que eran ellos o nosotros, la vida de los
chouans
o el desprestigio de los Tallien, acusados de connivencia con los realistas, con los traidores.

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