La cinta roja (36 page)

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Authors: Carmen Posadas

Tags: #Histórico

Tallien, en su carta, continuaba relatando lo ocurrido poco después y cómo los acontecimientos comenzaron a sucederse en un vertiginoso baile funerario. Contaba que, apenas una semana más tarde de que Hébert fuera guillotinado, Danton, junto con Desmoulins, Hérault de Séchelles y otros muchos fieles fueron arrestados. Y es que la muerte del extremista Hébert no había hecho más que acelerar también la caída de moderados dantonistas, ahora llamados indulgentes. Durante mucho tiempo Robespierre y Danton se habían respetado y a la vez temido, pero era Robespierre quien regía los destinos de Francia y controlaba el ejército, la policía, la justicia, los comités, la Convención y a los jacobinos. Danton, por su parte, era el tribuno más elocuente, el hombre que mayor respeto inspiraba en la Convención; sin embargo, harto de ver cómo la sangre corría libremente por toda Francia, se había atrevido a mostrarse indulgente, es decir, débil... En su carta, Tallien contaba además con lujo de detalles cómo después de su detención, juicio y condena, Danton había muerto de la manera más digna y revolucionaria. Antes de subir al patíbulo intentó abrazar a su amigo Hérault de Séchelles, antiguo miembro del Parlamento monárquico más tarde convertido en regicida jacobino y ahora en indulgente. El verdugo Sansón los separó de forma ruda y Danton rió diciendo: «Qué importa, nada evitará que nuestras cabezas se junten dentro del cesto en unos minutos».

Mientras tanto, su inseparable amigo Desmoulins se vino abajo y lloró como un niño. Pero su pena no era por abandonar este mundo sino por tener que separarse de su amada esposa Lucille. Así, en un bello gesto que me hizo llorar al leer el relato de Tallien, Camille se despidió de ella diciendo: «Veo mis brazos alrededor de tu cuerpo, mis atadas manos abrazándote, mi cercenada cabeza sobre tu regazo y de este modo moriré».

Desde que lo conocí en el Palais Royal, yo había hecho votos para que nuestros caminos se cruzaran alguna vez, pero no fue así. «Quién sabe –me dije con amargura–, si las cosas siguen así en Francia, tal vez nuestras cabezas un día se encuentren, metafóricamente hablando, también en el mismo cesto».

«En cuanto a Danton –continuaba diciendo Tallien en su carta–, sus últimas palabras se han hecho ya famosas. De pie sobre el cadalso, con la camisa abierta y salpicada con la sangre de sus mejores amigos, se volvió al verdugo para decirle con una sonrisa: "No te olvides de enseñar mi cabeza a la gente, Sansón; vale la pena"».

Al leer estas líneas recordé otras palabras póstumas, las pronunciadas por madame Roland y que tan bien sintetizan todo el horror que estábamos viviendo en Francia: «Libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre», dijo ella. Su cabeza había caído bajo la cuchilla hacía menos de un año en castigo por ser el alma de los girondinos, aquellos representantes moderados de los departamentos a los que pertenecía Burdeos. Desde entonces, y con la misma inexorable cadencia con que caen las hojas de los árboles, habían ido rodando una tras otra miles de cabezas. La mayoría de ellas de personas ignotas, pero la Revolución, como tantas veces se ha dicho, era Saturno y, como él, acabó devorando también a sus hijos. O lo que es lo mismo: a políticos de uno y otro signo que la habían propiciado. De momento ya habían corrido tal suerte hijos de Saturno tan distintos entre sí como Brissot, Vergniaud, madame Roland, Hébert, Danton, Desmoulins y Philippeaux; incluso la cabeza del muy revolucionario primo del Rey, Philippe Égalité, había sucumbido a la
Louisette
. «Todas, sí, salvo la del Incorruptible», me dije en voz alta como quien formula un deseo o eleva una plegaria. Pero lamentablemente, en aquellos tiempos en que todos venerábamos a la Razón, nuestra diosa parecía no escuchar plegaria alguna.

A punto estaba yo de guardar de nuevo la carta de Tallien en su sobre cuando de pronto unas palabras escritas en el borde de la última página llamaron mi atención. Parecía una frase garabateada a toda prisa antes de cerrarla y me acerqué a la ventana para que la luz me permitiera leerla.

Él está dispuesto a acabar con todos y cada uno de los elementos que le son contrarios. Pronto se hará pública una nueva prohibición, la de que personas sospechosas y ex aristócratas residan en puertos de Francia. Prepara la huida, amor mío, no pierdas un minuto.

No había duda de a quién se refería Tallien con ese pronombre personal. «Él» no era otro que Maximilien de Robespierre, el pequeño y oscuro abogado de Arras contrario a la pena de muerte y al que yo conocí en otros tiempos convertido ahora en el mayor bebedor de sangre de toda la Revolución. Sin duda, tanto Tallien como yo –me dije entonces– nos habíamos salvado hasta el momento de su sed insaciable posiblemente porque el Incorruptible tenía presas más importantes a las que aniquilar. Pero ahora, muertos los indulgentes, Robespierre bien podía ocuparse de otras piezas menores como nosotros dos. Tallien era una presencia incómoda en la Convención de París, mientras que yo, sin su protección, no era más que una mujer metomentodo que había logrado salvar de la guillotina a demasiada gente...

Por un instante, en mi cabeza se entremezclaron la imagen de Robespierre y la de aquel imberbe Marc-Antoine Jullien que el Incorruptible había enviado después de la marcha de Tallien para vigilarme. En los ojos de ambos pude ver entonces cómo brillaba un mismo y lacerante destello de «virtud» inquebrantable. No había duda de que en cuanto se hiciera pública la ley que prohibiría a los aristócratas vivir cerca de puertos de mar, Jullien actuaría sin piedad contra mí. Si deseaba salvarme, una vez más debía huir y hacerlo cuanto antes, pero ¿cómo? Y sobre todo, ¿hacia dónde?

De cómo Ntra. Señora del Buen Socorro se convirtió en Babette Cinco Leguas

S
in perder un minuto, Frenelle y yo comenzamos a preparar la partida. Fueron días de gran agitación porque, tal como ocurría a menudo en aquellos tiempos, antes de que se hicieran públicas nuevas disposiciones la ciudad entera hervía de rumores. Unos decían que el propio Robespierre estaba planeando una vistita a Burdeos; otros, que la guillotina había vuelto a funcionar con la misma frecuencia que antes en la fortaleza de Hâ, y, mientras tanto, Frenelle y yo nos afanábamos en nuestros preparativos tratando de no despertar sospechas. Al único que confié mis planes fue a tío Dominique, aunque, para no comprometerlo, me pareció preferible ocultarle a dónde me dirigía, o mejor aún, indicarle otro destino.

–Tengo pensado ir a Orleáns, tío, allí vive ahora madame Boisgeloup, mi antigua tutora, de la que alguna vez te he hablado, ella es una gran amiga –le dije.

–Querida mía, sólo te ruego una cosa: que no lleves contigo al pequeño Théodore. Un viaje como éste es demasiado peligroso como para embarcar en él a una criatura. El niño estará mejor con nosotros, tu tía estará encantada de cuidarle.

Mi muy silenciosa tía nunca había jugado un papel preponderante en mi vida y yo tenía la convicción de que no aprobaba demasiado eso que las damas respetables llaman mi «conducta», pero aun así era una mujer bondadosa, generosa también, siempre me lo había demostrado.

–Yo no quería imponeros esa carga, tío. Para no someter al niño a los peligros de un viaje incierto tenía pensado dejarlo aquí al cuidado de uno de mis criados, del bueno de Bidos.

–¡Semejante disparate! –me interrumpió tío Dominique–. ¿Cómo se te ha podido ocurrir tal cosa, muchacha?

–Tú y yo sabemos que los hijos de sospechosos son criaturas incómodas para todo el mundo, tío Dominique. Muchas personas bienintencionadas han acabado en la guillotina sólo por acoger a un niño de un enemigo de la República.

–Semejante disparate –repitió mi tío mientras movía a derecha e izquierda la cabeza como intentando desembarazarse de una idea que le parecía descabellada–. Tú prepara tu marcha a Orleáns, niña, que de cuidarme de los rigores de los patriotas ya me ocupo yo.

–Tío Dominique, a ti no puedo engañarte, no es a Orleáns adonde me dirijo, sino...

Suavemente, tío Dominique posó sobre mis labios dos de sus dedos.

–No, querida, no me digas nada. Para mí, tú acudes en ayuda de tu vieja y buena amiga madame Boisgeloup, que se encuentra sola y débil de salud, eso es todo lo que necesito saber. No, miento. También necesito saber si te hace falta dinero. Sólo una bolsa muy bien provista puede asegurar el éxito de un viaje en estos tiempos. Naturalmente, imagino que, ahora que no necesitas dejar con Bidos al pequeño Théodore, harás que tu criado viaje contigo, ¿verdad? Es impensable que una mujer sola pueda transitar por los caminos de Francia.

Yo le aseguré que llevaría conmigo a Bidos, que no se preocupara. También le agradecí su generosa oferta de dinero, de la que sólo acepté una pequeña parte, y le abracé con fuerza. Cuando nos despedimos, había lágrimas en sus ojos. Hizo ademán de besarme en la mejilla, pero se detuvo. Entonces, tomó con su mano izquierda mi rostro mientras que con la derecha trazaba una pequeña cruz sobre mi frente igual que Mademoiselle solía hacer cuando yo era niña. Mis ojos también se llenaron de lágrimas.

–Que Dios te bendiga, Nuestra Señora del Buen Socorro –dijo.

El temor de mi tío Dominique sobre los peligros de la ruta estaba más que fundado. En los caminos de Francia uno no sabía qué era peor: si caer en manos de los
sans-culottes
, que en teoría se encargaban de pedir salvoconductos y controlar el paso de sospechosos pero que en realidad con más frecuencia se dedicaban a tomarse la justicia por su mano o, por el contrario, ser víctima de la multitud de ladrones o bandoleros que infestaban los caminos. Y a estas indeseables compañías había que añadir además el no despreciable número de campesinos hambrientos que, cada vez con más frecuencia, se echaban al monte para subsistir a costa de los viajeros. En cuanto a mi destino, mi intención no era dirigirme a Orleáns a ver a madame Boisgeloup; tampoco ir a París, que hubiera sido tanto como meterse en la boca del lobo, sino refugiarme en Fontenay-aux-Roses, la antigua propiedad de mi marido cercana a la capital. Aquella casa que yo tanto amaba me había tocado en el reparto de bienes tras el divorcio no por la generosidad de Fontenay, sino por su desidia. Desde su huida a la Martinica, la propiedad estaba abandonada y se me antojó el lugar más seguro para refugiarme, al menos hasta que pudiera hablar con Tallien y planear juntos nuestros próximos pasos.

Sin embargo, y como se verá, llegar hasta allí iba a requerir de arrojo y no poca astucia, eso por no mencionar mis dotes teatrales. Afortunadamente, para entonces me había convertido ya en una actriz consumada capaz de encarnar cualquier papel: antaño el de dama mundana, después el de amante de un revolucionario y represor, a continuación y con gran placer el de Nuestra Señora del Buen Socorro, combinado éste con el de la diosa Razón. Y ahora, dadas las circunstancias, tocaba convertirme en...
voleuse
.


Voleuse
? ¿Nada menos que en una vulgar ladrona, madame? –se escandalizó Frenelle cuando le expliqué mis planes.

–Sí, querida, y no hace falta que te repita por enésima vez que no me llames madame. Ya sé, Frenelle, que tienes la irritante costumbre de recurrir al tratamiento cuando desapruebas lo que digo, pero esta vez es más necesario que nunca que te apliques en domeñar tu lengua. Si se te escapa un «madame» durante este viaje será el fin de ambas.

–En efecto, madame –subrayó Frenelle con retintín–, bien podría ser nuestro fin, sobre todo cuando os empeñáis en que viajemos solas. ¿No podría al menos acompañarnos Bidos como tan sensatamente sugirió vuestro tío? Él ya tiene una edad, es cierto, pero al menos es una protección masculina. Dos mujeres solas por los caminos de Francia son poco más que dos mujeres muertas, o violadas en el mejor de los casos.

–Prefiero que Bidos vaya por delante y prepare la casa para cuando nosotras lleguemos. Además, él ya no es ningún niño, de modo que de poco nos servirá su ayuda si, como tú dices, pretenden violarnos o acabar con nosotras. En cambio, yo tengo la mejor protección contra ambas cosas.

–Sí –respondió Frenelle en tono sarcástico–, supongo que os referís a vuestro aspecto físico. Me permito recordaros que vuestra belleza de Cleopatra no pudo mucho contra el último Marco Antonio.

Esta mención al imberbe Jullien me dolió, pero la pasé por alto, no había tiempo para largas discusiones con Frenelle. Intenté explicarle en cambio que, si bien había palabras como «madame» que podían ser muy peligrosas durante nuestro viaje, había en cambio otras que podían servirnos de protección.

–Como la palabra
voleuse
, que has mencionado hace un rato y que tanto te desagrada, Frenelle, o la palabra «fantasma». ¿No conoces acaso esa vieja estrategia que dice que la mejor manera de derrotar al enemigo es hacerlo con sus propias armas? Tú déjame hacer a mí y verás como el sábado a más tardar estamos en nuestra querida Fontenay-aux-Roses tomando una taza de chocolate.

Frenelle adoraba el chocolate, un manjar tan caro como delicioso que se había puesto de moda en tiempo de los reyes y al que se atribuían todo tipo de virtudes, desde las afrodisíacas a las alucinógenas. Podría parecer que encontrar chocolate en aquellos tiempos inciertos fuera más difícil que dar con una aguja en un pajar, pero no era así. Durante toda la Revolución, yo seguí disfrutando de él, sobre todo en Burdeos, que al ser puerto de mar lo recibía de contrabando y desde allí se distribuía a toda Francia.

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