La cinta roja (55 page)

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Authors: Carmen Posadas

Tags: #Histórico

Mientras todo esto ocurría, Napoleón triunfaba en Italia. A los éxitos de Millesimo y Castiglione le siguieron los de Arcole, Rivoli y Mantua. He aquí los nombres de victorias cada vez más sonadas y también geniales que a todos asombraban. Noticias de sus triunfos llegaban a París y eran, por cierto, la única fuente de regocijo para un pueblo que sufría. Sin embargo, a pesar de sus fulgurantes éxitos, no puede decirse que el futuro emperador fuera feliz. Si en la esfera de lo público se estaba convirtiendo en un héroe, en la de lo privado no era más que un marido incapaz siquiera de lograr que su mujer fuera a visitarle unos días al frente. Cartas iban y venían; ella primero se hacía de rogar; luego comenzó a poner excusas; más tarde inventó un falso embarazo que, según dijo, imposibilitaba su viaje... Por fin, al cabo de muchos meses y después de incontables ruegos, Josefina accedió a reunirse con su marido, pero lo hizo... escoltada por uno de sus amantes, el bello capitán Hippolyte, uno de los visitantes más asiduos de la casa del matrimonio en ausencia del héroe.

Todo esto no escapaba ni mucho menos a la gran inteligencia de Napoleón, pero aun entonces su amor era mayor que sus celos. He aquí una de las muchas cartas que le escribe por esas fechas:

Napoleón a la ciudadana Bonaparte:

Me aseguran que tú conoces desde hace tiempo a este señor que pretendes recomendarme para una empresa. Si esto es verdad, serías un monstruo. ¿Qué haces ahora? Duermes, ¿verdad? Y yo no estoy ahí para respirar tu aliento, contemplar tu gracia y llenarte de caricias...

Pero si Napoleón era un hombre tan enamorado como infeliz en lo personal, como estratega militar era extraordinario y muy astuto. Sabedor de que sus éxitos constituían la mayor fuente de satisfacción del pueblo, decidió hacer algo que estaba seguro sería muy bien recibido: enviar a su fiel Junot a París. La misión de este último consistía en llevar a la capital las banderas arrebatadas a los austríacos en el campo de batalla para entregarlas al Directorio como representante del pueblo. Pero he aquí sin duda un regalito envenenado. Si bien el Directorio no tenía más remedio que mostrarse satisfecho con aquella señal de victoria, se dio cuenta perfectamente del efecto que dicho gesto podía tener sobre la población hastiada. Porque el triunfo y la popularidad de un militar resultan siempre inquietantes en tiempos políticamente precarios. Más aún si, como en el caso de Napoleón, dichos triunfos vienen acompañados –además de banderas enemigas– de un considerable botín de guerra y de una gran cantidad de dinero que él obliga a los países conquistados a entregar a las arcas de Francia.

Sin embargo, aunque se daban perfecta cuenta de la jugada de Bonaparte, Barras y el resto del Directorio no tenían más remedio que preparar un gran recibimiento para Junot. La fiesta para celebrar su llegada tuvo lugar en el palacio de Luxemburgo con toda la pompa y, al mismo tiempo, el recelo de quien no tiene más opción que agasajar a un huésped incómodo. Por eso se procuró no dar demasiados detalles de cuándo iba a tener lugar la recepción para evitar en lo posible los vítores callejeros, pero a pesar de los esfuerzos la noticia trascendió y muchos fueron los que se agolparon a las puertas de Luxemburgo para aclamarle a su salida.

Ocurrió entonces que Junot, sabedor de la expectación que había creado, decidió hacer uno de esos mutis teatrales que tan del gusto eran de la sensibilidad de entonces y salir del palacio esperando ser aclamado por la muchedumbre que se apiñaba fuera. Lo protocolario hubiera sido que, en un momento así, llevase a su lado a un chambelán, a un maestro de ceremonias o, mejor aún, a Barras. Pero ni éste ni ninguno de los representantes de la Convención deseaba exponerse a tan peligroso honor. ¿Y si la gente comenzaba vitoreando a Junot y terminaba abucheando a su acompañante? ¿Y si alguien soltaba una inconveniencia, como una alusión a los que ellos llamaban los «vientres podridos»? No, la situación lo desaconsejaba; era preferible alentar que Junot saliera del brazo de alguna de las damas. Y puesto que estábamos en la época de las divinas
merveilleuses
, las diosas paganas, ¿qué mejor –se dijo el jefe del Directorio– que llevar en su brazo derecho a la esposa de su general en jefe, la ciudadana Josefina Bonaparte? De su brazo izquierdo, por expreso deseo no de Barras, a quien estos despliegues escénicos (o mejor dicho, éste en concreto) no satisfacían en absoluto, sino de la ciudadana Bonaparte, iba yo, Teresa Cabarrús.

Cuando Josefina me propuso acompañarles, acepté de inmediato. Al fin y al cabo, volver a casa en compañía de uno de los héroes del momento era la ocasión perfecta para recuperar el afecto del pueblo. Por eso, una vez organizada la comitiva y al salir del palacio, decidí prescindir del abrigo con ánimo de que la gente pudiera admirar bien mi vestuario. En aquella ocasión éste se componía de una túnica romana corta, abierta con un tajo lateral que permitía lucir, además de mis muslos, unas sandalias doradas cuyas tiras me subían hasta la rodilla. Los brazos iban igualmente desnudos y cuajados de pulseras de oro y en la cabeza lucía una gran peluca negra a lo Ceres.

Aún me parece que estoy viviendo la escena. Una gran multitud se ha dado cita a las puertas del palacio. Son las mismas buenas gentes de París que hasta entonces siempre habían sonreído a mi paso gritando, primero,
Vive Notre-Dame du Bon Secours!
, y más tarde:
Vive Notre-Dame de Thermidor!
También ahora sonreían y vitoreaban, aunque yo no alcanzaba a entender sus palabras. Estábamos acercándonos a la reja del palacio, de modo que agucé el oído. Por fin alcancé a oír lo que decían:
Vive Notre-Dame des Victoires!
¡Viva nuestra benefactora! Eso gritaban; sin embargo, ni siquiera miraban en mi dirección, sino hacia el otro flanco de Junot, hacia donde estaba Josefina. Era a ella a quien aclamaban, a la esposa de Napoleón, no a madame Thermidor, la esposa de Tallien o, lo que es peor, la amante de Barras. Intentando mantener inalterable mi mejor sonrisa procuré mirar por detrás de Junot para espiar el rostro de Josefina. Ella saludaba a la multitud con ese aire suyo tan encantador como despistado. Sentí entonces cómo se me helaba el gesto y no precisamente por lo bajo de la temperatura ni por mi falta de ropa. «Dios mío», pensé con una punzada de envidia, algo que hasta entonces jamás había conocido, pero inmediatamente logré sobreponerme. «Vamos, Teresita –dije para mis adentros procurando reírme de mí misma–. No hay que intentar acaparar siempre la atención. Estás demasiado acostumbrada,
ma belle
, a ser el centro de todas las miradas. Esta vez es más que comprensible que la gente aplauda a la mujer de un héroe y no a ti».

«Un poco de humildad, querida», añadí, y gracias a este último pensamiento logré recomponer la sonrisa. Sin embargo, fue entonces, mientras miraba confiada una vez más hacia la muchedumbre, cuando llegó un golpe que no esperaba en absoluto. Entre las muchas voces que aclamaban a Nuestra Señora de la Victoria se destacó una que comenzó a entonar otro grito que logró elevarse sobre los demás y llegar hasta mí:

–Vive Notre-Dame du Septembre!

Por unos segundos no me di cuenta de la ironía que entrañaba dicho calificativo, pero cuando lo hice, palidecí mortalmente. ¡Nuestra Señora de Septiembre! Para todos los que vivimos aquellos atribulados tiempos, septiembre era sinónimo de sangre, puesto que se relacionaba con las masacres en las cárceles de París, uno de los episodios más terribles de toda la Revolución, y aquel grito cruel significaba que alguien me identificaba con ellas.

Como un rayo, la frase hizo diana en mi cerebro y éste empezó a escenificar uno a uno todos los desmanes cometidos en aquel infausto mes de 1792. Los asesinatos indiscriminados, los falsos tribunales que iban de prisión en prisión. Y luego, la cabeza ensartada en una pica de la princesa de Lamballe a la sombra de la que se recortaba la figura de Tallien, mi amante, mi marido.

Después de que esa única voz me llamara por tan desdichado apelativo se hizo un corto silencio, aunque no duró mucho la tregua. Cuando ya ganamos la calle, pude oír una vez más cómo esa misma voz surgía de entre las otras por segunda vez:

–¡Viva Nuestra Señora de Septiembre!

Fue entonces cuando cobré conciencia de mi desnudez y de aquel ridículo disfraz de diosa pagana que apenas cubría mi cuerpo. Comprendí también mi error al haberme apartado de la gente sencilla a la que en otro tiempo ayudé a paliar su sufrimiento y a la que ya no escuchaba. Y sobre todo, fui consciente de cómo una vez más mi destino, al igual que el de todos nosotros en aquellos tiempos inciertos, pendía de un finísimo hilo que en cualquier momento podía romperse y arrastrarme al abismo. Fueron los peores instantes de toda mi vida. Durante unos segundos pensé que iba a desmayarme, pero, por fortuna, mi largo aprendizaje en el mundo de las mentiras y de las representaciones me mantuvo en pie. Logré sonreír una vez más e incluso dedicar un alegre y burlón saludo a aquella voz anónima que me había increpado con sarcasmo tan cruel.

De cómo la cabeza de la princesa de Lamballe volvió para atormentarme

A
sí acabó aquella escena, pero si bien en el momento logré salir más o menos airosa, no conseguí borrarla de mi cabeza y durante muchas semanas me visitó en sueños. En ellos podía verme bajando las escaleras de palacio del brazo del Junot, riendo y completamente desnuda mientras el pueblo se burlaba de mí. En otras pesadillas, no era Junot sino Tallien quien me escoltaba y entonces la gente nos gritaba: «¡Muera el asesino!», mientras yo pugnaba sin éxito por cubrir mi desnudez con la raída capa de mi marido. «Marido», qué odiosa palabra. En mi caso, dicho término servía para describir, primero a un indeseable como Fontenay, y ahora, a un pobre hombre como Tallien.

Como cuando estaba casada con Fontenay, Tallien y yo ocupábamos habitaciones separadas. Pero, así como en el caso de Fontenay nuestros dormitorios estaban comunicados por una puerta por la que, una noche de infausto recuerdo, Jean había entrado para violarme, en La Chaumiére era imposible que se realizase tan indeseable visita. Primero, porque yo me había asegurado, incluso antes de que se enfriaran nuestras relaciones, de que no existiera tal puerta. Y segundo, porque Tallien jamás se habría atrevido a algo así. Sea como fuere, esa noche soñé que cierta invisible puerta que nos separaba se abría y entraba mi marido. Lo hacía con ese aire de perdedor irredento que arrastraba desde hacía tiempo. Tallien el torpe, el vencido; Tallien el consentidor, que miraba hacia otro lado cuando se cruzaba con Barras camino de mis habitaciones privadas. Sin embargo, él era, además de todo lo dicho, otras muchas cosas. Era Tallien el asesino de Burdeos, el despojacadáveres, el hombre responsable de aquellas terribles Masacres de Septiembre por las que ahora me habían colgado tan cruel epíteto. Y de nada había servido, por lo visto, que yo con mi conducta posterior hubiera ganado los amables títulos de Nuestra Señora del Buen Socorro y de heroína de Thermidor; aquello estaba ya olvidado porque la suerte de una mujer siempre estará irremediablemente unida a la de su hombre, y mucho ha de cambiar el mundo para que deje de ser así, cavilaba yo en mis sueños. Por eso, ahora, a todos los efectos, yo no era nada más que madame Tallien, la esposa de un héroe fallido, de un muerto en vida.

En el sueño que tuve esa noche, Tallien entraba en mi habitación, descorría las cortinas de mi cama y luego intentaba abrazarme. Yo podía sentir su peso y, peor aún, su aliento fétido, mezcla de alcohol y podredumbre, inundando mi boca. «Thérésia, ámame, Thérésia, no me abandones», suplicaba mientras su lengua pastosa y gruesa se entreveraba con la mía inundándome de un olor nauseabundo de cadáver. Después fueron sus manos, sus dedos, su sexo los que buscaron abrirse camino entre mi carne mientras ésta se desgarraba de dolor y de miedo. Y, por encima de nuestras cabezas, como un exponente más de hedor y podredumbre, velaba la desdichada calavera de la princesa de Lamballe, con sus rizos perfectos, su carne tumefacta y las cuencas de sus ojos brillantes, vivos, oh Dios mío, gracias al bullir de innumerables gusanos que celebraban en ellos un inacabable festín. «Eres mía, Thérésia –decía entonces Tallien–, mía como lo fuiste en Burdeos cuando sellamos nuestro amor a la sombra de la guillotina. Ella nos unió», añadía mientras su sexo se hundía en mí una y otra vez.

Me desperté con el corazón desbocado y me costó comprender que todo era un sueño. Que la cabeza de la princesa de Lamballe no estaba allí y que, gracias a Dios, tampoco se había repetido la violación de la que había sido víctima cuando era poco más que una niña. No había nadie más en la habitación, estaba sola con mis fantasmas. Aun así, desde ese día ya no fui capaz de dispensar a Tallien ni siquiera las migajas de un afecto que antes solía ofrecerle. La indiferencia que por él sentía se convirtió primero en desdén, más tarde en repugnancia. Por fortuna, no hubo necesidad de que intercambiáramos palabra para que él se diera cuenta del cambio. Si antes apenas hablábamos, ahora éramos dos sombras que intentaban evitarse cuando se encontraban, por ejemplo, en un pasillo o camino de la habitación de alguno de mis hijos, la del siempre silencioso Théodore o la de la pequeña Rose Thermidor.

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