Barberos, sastres y joyeros veían atestadas sus tiendas. Para aquella ocasión, los pobres se adornaban como príncipes. Mujeres hindúes iban a ayudar a sus vecinas a preparar verdaderos festines. Otras, provistas de peines, de cepillos y de flores, participaban en el adorno de los tocados. Otras ofrecían polvos de azafrán, de carmín y de alheña para embellecer con complicados dibujos el rostro, los brazos y los pies de sus amigas musulmanas. El aspecto de los niños se cuidaba de un modo particularmente esmerado. Sus ojos se subrayaban con grandes círculos de
khol
, sus delgados cuerpos se envolvían en deslumbrantes túnicas de seda y velos de muselina, los pies se calzaban con babuchas, como salidos de un grabado de las
Mil y una noches
.
Sin embargo, ningún altavoz conseguía ahogar las quejas de Sabia, el vecinito de Paul Lambert. Pero ahora el sacerdote ya no se rebelaba. Para él era Jesús quien sufría al otro lado de la pared y su sufrimiento era una plegaria. No obstante, algo seguía obsesionándole: el sacrificio de aquel niño, ¿era realmente indispensable?
¡Alá g Akbar! ¡Sólo Dios es grande!
¡Que la paz sea con Mahoma, su profeta!
¡Alá g Akbar!
¡Que la paz sea con Noé, Abraham, Moisés,
Zacarías, Jesús y todos los demás profetas!
La muchedumbre repetía a coro cada versículo que gritaba ante el micrófono el
mollah
ciego de la Jama Masjid, la «Gran Mezquita» de Anand Nagar. Con su fachada de color crema en la que resaltaban las ventanas con balcón y celosía, y sus cuatro minaretes afilados como cirios, era el edificio más alto y más coloreado del
slum
. Se elevaba en una plaza, el único espacio vacío del hormiguero, cerca de una alberca de aguas estancadas y viscosas en las que los habitantes del barrio hacían su colada. Una multitud alegre y abigarrada llenaba la plaza y todos los callejones de los alrededores. Por encima de las cabezas se agitaban numerosas banderitas verdes y blancas, de oriflamas rojas con la media luna del Islam, de banderolas decoradas con suras del Corán y con cúpulas doradas de las santas mezquitas de Jerusalén, de Medina y de La Meca, emblemas mágicos que iluminaban de fe y de ensueño todo aquel decorado leproso. Noble patriarca tocado de un turbante de seda blanca, el
mollah
ciego, de la barba de chivo encabezaba la procesión. Le guiaban dos religiosos vestidos de abayas grises. Sobre un triciclo equipado con acumuladores y con un enorme altavoz, un adolescente dio la señal de partida vertiendo una ensordecedora letanía de suras que repetían rítmicamente millares de voces. Cada dos o tres minutos el
mollah
se apoderaba del micrófono y vociferaba invocaciones que electrizaban a la asistencia. El cortejo no tardó en extenderse a lo largo de más de un kilómetro, prodigioso río de colores y de voces fluyendo entre las paredes de las chabolas, regando con una fe vibrante y con el brillo de sus adornos el laberinto pestilente que atravesaba. Aquel día el Islam sumergía el
slum
de luz y de ruidos.
Paul Lambert contemplaba aquella procesión maravillado. ¿Cómo era posible que tanta belleza pudiera brotar de aquel fango? El espectáculo de los niños era particularmente impresionante. Los rosados, los azules, los oros, los camafeos de los
shalwars
[22]
y de las
ghaghras
[23]
de las muchachas, de los
kurtas
[24]
de muselina bordada y los
topis
[25]
trenzados de los niños pintaban todo el cortejo de un colorido encantador.
Los hombres iban en cabeza, seguidos de las mujeres y de los niños. En la tercera fila, sujetando el asta de un estandarte rojo y verde adornado de un minarete, Paul Lambert reconoció a su vecino Mehbub. La fiesta había metamorfoseado al parado famélico en un orgulloso soldado del profeta. Entre los niños desfilaban su hijo mayor, Nasir, el que hacía cola por él en las letrinas, y sus dos hijas pequeñas, así como las hermanas de Sabia, todas vestidas y adornadas como princesas, con deslumbrantes brazaletes de quincalla, sandalias con lentejuelas y velos de muselina multicolor. «Gracias, Señor, por dar a los flagelados de este
slum
tanta fuerza para creer en Ti y para amarte», se decía Lambert, escuchando aquel concierto de voces que aclamaban el nombre de Alá. Entonces oyó que alguien le llamaba. Sabia había muerto en el momento en que la procesión del profeta pasaba por Fakir Bhagan Lane.
En medio del dolor, su madre mantenía una admirable dignidad. En ningún momento a lo largo de aquella prueba su rostro había delatado el menor desaliento. Tanto si estaba acuclillada en la calleja fabricando sus bolsas de papel, como si se encontraba en el fango con sus cubos de agua o de rodillas a la cabecera de su hijo, conservaba la cabeza levantada, la serenidad de su sonrisa, su belleza de estatua de templo. «Jamás la veía sin dar gracias a Dios por haber encendido entre aquellas chabolas de sufrimiento esas llamas de esperanza. Porque ella nunca había desesperado. Al contrario, había luchado como una leona. Para pagar la visita de un médico y los costosos medicamentos, había llevado al usurero sus últimas joyas: dos brazaletes, un colgante, un adorno de pacotilla para las orejas, que habían escapado a otras necesidades. A menudo, de noche, la había oído recitar suras para calmar los sufrimientos de su hijo. A veces invitaba a sus vecinas para rezar con ellas a su lado, como las santas mujeres del Evangelio habían rezado al pie de la Cruz. En ella no había ni fanatismo ni resignación, y nunca tampoco había oído de sus labios una palabra de rebeldía o de queja. Aquella mujer me había dado una lección de fe y de amor».
—Paul, gran hermano —le dijo—, me gustaría que bendijeras a Sabia antes de que se lo lleven.
El ademán de extrañeza del sacerdote no pareció sorprenderla.
«Sabia te quería, y tú eres un verdadero hombre de Dios.»
Le abrió paso en medio de las plañideras. El niño reposaba sobre una camilla, envuelto en una mortaja blanca, con una guirnalda de claveles amarillos sobre el pecho, los ojos cerrados, los rasgos de la cara distendidos en una expresión de paz. Con su pulgar, Paul Lambert trazó una cruz sobre la frente aún caliente.
—Adiós, hermanito mío glorioso —murmuró.
Unos instantes después, llevado por adolescentes de la calleja, Sabia salía de la chabola para emprender su último viaje hacia el cementerio musulmán, donde terminaba el
slum
. Paul Lambert siguió al pequeño cortejo rezando. A causa de la fiesta, eran pocas las personas que habían acudido para despedir al difunto. De todas maneras, la muerte era algo tan normal en la Ciudad de la Alegría que nadie le prestaba demasiada atención.
H
ASARI Pal permaneció largo rato contemplando el
rickshaw
, como si tuviese ante sí a Ganesh en persona, Ganesh, el dios con cabeza de elefante bienhechor de los pobres, el que da la suerte y aparta los obstáculos. Veía su trompa en lugar de las varas y sus grandes orejas en lugar de las ruedas. Se acercó con respeto y pasó la piedra lunar de su sortija por las varas. Luego se llevó la mano al corazón y a la frente.
«El carrito que estaba allí», dirá más tarde, «junto a la acera, era un regalo de los dioses, un arado de ciudad para hacer fructificar mi sudor y dar de comer a mis hijos y a todos los míos que esperaban en la aldea.
»Y sin embargo era un viejo trasto desvencijado que ni siquiera tenía permiso para circular. La pintura de la caja se caía a tiras, la banqueta de tela charolada tenía agujeros por los que asomaba la paja de dentro, varios arcos de la capota estaban rotos, y las cubiertas de caucho que revestían las ruedas estaban tan gastadas que dejaban ver la madera. Bajo el asiento había una caja destinada a guardar los accesorios indispensables, una botella de aceite para engrasar el cubo de rueda de vez en cuando, una llave para apretar los pernos de las ruedas, el farol para iluminar durante la noche, el delantal de tela que se cuelga delante de la capota cuando uno lleva a mujeres musulmanas en
pardah
[26]
o durante los aguaceros del monzón para proteger a los viajeros.
»Si menciono estos objetos es porque mi amigo Ram Chander me los había mostrado en la caja de su
rickshaw
el día en que acompañamos al hospital al
coolie
herido. Pero la caja de mi carrito estaba vacía. Alguien debió de llevárselo todo cuando mi antecesor cayó muerto en la calle. Ram ya me había avisado: en Calcuta si se pudiese robar el aire que se respira no faltarían ladrones para robarlo.
»En la parte trasera de la carrocería una placa de metal llevaba un número y unas inscripciones. Yo no comprendía lo que significaban, pero grabé el número en mi cabeza como un talismán, como la fórmula mágica que tenía que abrirme las puertas de un nuevo
karma
.
»—Ram, ¿has visto? —exclamé loco de felicidad, señalando a mi amigo bienhechor el 1 y los tres 9 de la placa.
»Qué importaba si aquel número era falso. Sólo contenía cifras nobles de nuestro calendario.
»Después de haberlo admirado largamente, me instalé entre las varas, las levanté con respeto y puse mis dedos en el lugar desgastado que habían soltado unas horas antes las manos del pobre infeliz a quien el número 1.999 no había dado suerte. Empujé bruscamente hacia adelante y oí un chirrido de ruedas. Aquel chirrido se parecía al ruido tranquilizador de la rueda de molino al aplastar los granos de arroz de nuestra tierra. ¿Cómo no creer desde entonces en la bendición de los dioses? Además, aquel primer día de mi nueva vida era un viernes, el mejor de la semana junto con el lunes, porque, según me había dicho Ram, se podía ganar más dinero a causa de la afluencia de gente. Y era a comienzos de mes. A partir del día quince parece ser que la gente se ponía tiesa como el tridente de Shiva. El buen Ram ya me había contado muchos secretos, enseñándome todos los trucos del oficio. “Hay muchas clases de personas”, me había dicho. “Las hay amables y las hay que son unos cerdos. Las hay que te obligarán a correr, otras que van a decirte que te lo tomes con calma. Algunos querrán regatearte unas
paisa
sobre lo que cueste la carrera. Y si tienes la suerte de que suba un extranjero, puedes pedirle más dinero”. Me puso en guardia contra los
gundas
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que, como muchas prostitutas, tienen la especialidad de dejar plantado al conductor sin pagarle. Y me advirtió: “Te conviene tener provisiones de aceite de mostaza para darte masajes. Porque los primeros días los muslos, los brazos y la espalda te dolerán tanto como si todos los policías de Calcuta te hubiesen roto su
lathi
[28]
en el cuerpo”.
»Me quedé solo. Solo con aquella extraña carreta en medio de aquella ciudad desconocida y bulliciosa. Era aterrador. ¿Cómo orientarme en el laberinto de las calles? ¿Deslizarme por entre los camiones, los autobuses, los coches que se echaban encima de uno en medio de un estruendo ensordecedor como las olas del mar? Estaba asustadísimo. Tal como me había aconsejado Ram, arrastré mi
rickshaw
hasta la parada de Park Circus para esperar allí a mi primer cliente. Park Circus era una encrucijada muy animada donde se cruzaban varias líneas de autobuses y de tranvías. Había allí muchos pequeños talleres, escuelas y colegios, así como un gran mercado que frecuentaban las amas de casa de los barrios ricos. Una larga hilera de
rickshaws
permanecía siempre estacionada en aquel cruce privilegiado. No puedo decir que los que estaban allí esperando, sentados sobre sus varas, me acogieran con gritos de alegría. Había tan pocas migajas que recoger en aquella ciudad maldita, que la llegada de un rival más no provocaba precisamente euforia. Todos eran
biharis
. La mayoría muy jóvenes. Pero los de más edad tenían un aire de personas consumidas. Podían contárseles las costillas bajo el raído algodón de sus camisetas.
»La fila disminuyó rápidamente. Pronto me llegaría el turno. A medida que se acercaba, sentía cómo el corazón me daba golpetazos dentro del pecho. ¿Conseguiría tirar de aquel trasto? La idea de sumergirme con él en el mar furioso de los vehículos me aterraba. Sentía los brazos y las piernas paralizados por el pánico. Para darme fuerzas, fui a comprar un vaso de jugo de caña de azúcar al
bihari
que hacía pasar una y otra vez trozos de caña bajo su rueda dentada. Era un buen comercio, porque se hacía cola ante su rueda: un vaso de jugo de caña, a veinticinco
paisa
, a menudo era todo lo que alguien podía meterse en el estómago. Por diez
paisa
solamente, los más pobres incluso podían comprarse un pedazo de caña para mascar y así engañar el hambre. Un vaso de caña era mejor que todo el
bangla
de las tabernas. Era como meter un depósito de gasolina en el motor. Noté que una bocanada de calor me bajaba por el vientre hasta los muslos. Hubiese tirado de mi carrito hasta la cima del Himalaya.
»Pasó por mi mente el recuerdo de los días felices en los que seguía en el arrozal el lento paso de los búfalos. Luego, como en un sueño, oí una voz: “
Rickshaw wallah!
”. Vi a una joven con dos largas trenzas que le llegaban hasta la cintura. Llevaba la blusa blanca y la falda azul marino de las alumnas del colegio de al lado. Subió a mi
rickshaw
y me rogó que la llevase a su casa. Al ver que yo no tenía ni la menor idea del lugar donde se encontraba su calle, me guió. Nunca olvidaré los primeros instantes en que me encontré de súbito en medio del torrente. Era como una locura. Era como un hombre que se hubiese arrojado al agua para escapar a unas fieras y que de pronto se viese rodeado por cocodrilos. Los conductores de autobuses y camiones imponían su ley. Sentían un maligno placer en aterrorizar a los
rickshaws wallah
, rozándolos en medio del estrépito de sus cláxones y de sus motores. Los que se llaman minibuses eran los más feroces. También los taxis, cuyos conductores con turbantes carecían de piedad. Yo tenía tanto miedo que avanzaba muy despacio, mirando sin cesar a derecha y a izquierda. Ponía toda mi atención en conseguir que el vehículo estuviera siempre en equilibrio, encontrando el lugar exacto donde poner las manos para repartir mejor el peso. Lo cual es más fácil de decir que de hacer en unas calzadas tan desiguales. Para impedir que el carrito se meta en las zanjas, los hoyos, las roderas, las salidas de las cloacas y las vías del tranvía se necesitan no pocas habilidades de acróbata y de navegante. Pero la trompa de Ganesh velaba por mi
rickshaw
durante esta primera carrera, me libró de los obstáculos y me condujo a buen puerto.