Esta primera acción fue el punto de partida de una empresa de solidaridad y de reparto que iba a revolucionar completamente las condiciones de supervivencia en el
slum
. En la reunión siguiente, Lambert propuso el nombramiento de un equipo de voluntarios para acompañar y guiar a los enfermos en los hospitales de Calcuta. Porque ir solos a aquellas caravaneras a menudo era una aventura como de pesadilla a la que la mayoría debía renunciar.
Cualquiera podía asistir a las reuniones del cuarto del 19 Fakir Bhagan Lane. Circuló un nuevo rumor: «Hay gentes que escuchan a los pobres». Era una revolución tan grande que el francés había bautizado a su reducido equipo con el nombre de «Comité de Escucha». Era también una revelación: se descubría que había otros más desgraciados que uno mismo. Lambert adoptó la norma de empezar todas las reuniones con la lectura de un versículo del Evangelio. «Ningún relato podía adaptarse mejor a la vida del
slum
», dirá. «Ningún ejemplo era más vivo que el de Cristo aliviando las miserias de sus contemporáneos. Hindúes, musulmanes, cristianos, todos los hombres de buena voluntad podían comprender la relación existente entre el mensaje del Evangelio y su vida de sufrimiento, entre la persona de Cristo y los que aquí elegían perpetuar su acción».
Nadie pareció advertir esta relación con más intensidad que la joven assamesa que ya el primer día se había puesto al servicio de Lambert. Con sus trenzas, sus ojos oblicuos y sus pómulos rosados, parecía una muñeca china. Su nombre resonaba como un
mantra
. Se llamaba Bandona, lo cual significa «Alabanza a Dios». Aunque de religión budista, desde el primer momento se sintió conquistada por el mensaje del Evangelio. Al revelar que el mejor medio de encontrar a Dios es ponerse al servicio de los demás, este mensaje respondía a su impaciencia. «Cada vez que un desventurado expresaba sus necesidades, su rostro se transformaba en una máscara de dolor», contará más tarde Lambert. «Todo sufrimiento era su sufrimiento». Aquel ser hipersensible para los demás, era de un pudor casi enfermizo para todo lo que le concernía. Ante cualquier pregunta personal, se cubría la cara con su sari y bajaba la cabeza en un gesto de desconfianza. Por ello la curiosidad de Lambert iba en aumento. Cierto día en que él la hostigaba, ella le dijo con sequedad:
—¿Es que tu Jesús no dijo que sólo estábamos en el mundo para cumplir la voluntad de su Padre, y que nuestras propias existencias no contaban? Entonces, ¿por qué te interesas por mí? A pesar de todo, Lambert consiguió arrancarle algunas briznas de información que le permitieron comprender cómo aquella joven que procedía de las montañas más altas de Assam había ido a parar a la pordiosería de aquel barrio miserable de Calcuta.
Su padre era un modesto campesino de origen assamés instalado en la región de Kurseong, en el extremo norte de Bengala, al pie de los primeros contrafuertes de la cadena himalaya. Como todos los montañeses de aquella zona, explotaba una pequeña parcela de terreno en bancales, arduamente conquistada a la ladera de las colinas. Le bastaba para vivir miserablemente con su mujer y sus cuatro hijos.
Pero, un día, unos empresarios procedentes de Calcuta comenzaron a explotar la madera de los bosques. Determinaron el número de árboles que había que cortar todos los días. Ya años atrás la región había sufrido profundas transformaciones por el desarrollo de los «tea gardens», las plantaciones de té. Tras la llegada de los forestales, las selvas madereras se achicaban como una piel de zapa. Los campesinos fueron obligados a ir a buscar cada vez más lejos la leña necesaria para guisar sus alimentos, así como nuevas tierras para cultivar. Los incendios de selvas se multiplicaron. Como la vegetación no tenía tiempo de volver a crecer antes de las cataratas del monzón, la erosión atacó los suelos. Privado de sus pastos tradicionales, el ganado se convirtió en un factor de destrucción. La escasez de los productos naturales obligó a las familias a desarrollar los cultivos alimenticios. Como la leña era cada vez más rara, hubo que utilizar las boñigas de los animales para cocinar los alimentos, lo que privó a las tierras de su mejor abono. Los rendimientos descendieron. La degradación del suelo se aceleró. A causa de la deforestación dejó de retenerse el agua. Los manantiales se secaron, los depósitos se vaciaron, las capas freáticas perdieron agua. Como la zona sufría la mayor pluviosidad anual —hasta once metros de agua por año en Assam—, la tierra arable y el humus fueron arrastrados a cada monzón hacia las llanuras, dejando la roca al descubierto. Al cabo de unos años toda la región se había convertido en un desierto. Sus habitantes no tuvieron más remedio que irse. ¡Irse a la ciudad que los había arruinado!
Bandona tenía cuatro años cuando los suyos se pusieron en camino hacia Calcuta. Gracias a un primo que trabajaba en una tienda de ropa, su familia tuvo la suerte de encontrar una habitación en Anand Nagar. El padre murió de tuberculosis cinco años después. La madre, una mujer que no se dejaba vencer por nada, quemó durante un año bastoncillos de incienso ante la imagen ennegrecida del fundador de la secta budista de los Gorros Amarillos, y luego volvió a casarse. Pero su marido se fue poco después para trabajar en el sur del país. Al quedarse sola, crió a sus cuatro hijos recogiendo en los montones de basura objetos metálicos que revendía a un chatarrero. Bandona había empezado a trabajar a los doce años. Primero en una fábrica de cartones, luego en un taller en el que torneaba piezas de camión. A partir de entonces fue el único sostén de su familia, pues la tuberculosis ya había afectado a su madre. Salía de su casa a las cinco de la madrugada y no volvía hasta cerca de las diez de la noche, después de dos horas de autobús y de recorrer tres kilómetros a pie. Pero a menudo ya no volvía por la noche, a causa de los numerosos cortes de corriente que la obligaban a dormir al lado de su máquina para recuperar el tiempo perdido cuando volviese la electricidad. En Calcuta, decenas de millares de trabajadores vivían así, encadenados a sus máquinas a causa de los desastres y de las averías de electricidad. Bandona ganaba cuatro rupias diarias, 0,32 dólares, lo cual le permitía apenas pagar el alquiler de la choza familiar, y dar a su madre y a sus hermanos una escudilla de arroz o dos
chapati
una vez al día. El domingo y los días de fiesta, en lugar de descansar o de dedicarse a las distracciones propias de su edad, recorría el
slum
en busca de desgracias para socorrer a los más necesitados. Así fue como una noche entró en casa de Paul Lambert. Unos donativos recibidos de Europa permitieron al sacerdote hacerle abandonar su taller para utilizarla durante todo el tiempo al servicio del Comité de Escucha. Nadie como Bandona tenía el sentido de lo que había que compartir y del diálogo, el respeto a la fe y a las creencias de los demás. Sabía recibir las confesiones de los moribundos, quedarse después de la muerte rezando con las familias, lavar los cadáveres, acompañar a los difuntos en su último viaje hasta el cementerio o la hoguera. No había aprendido nada, pero lo sabía todo. Por intuición, por amistad, por amor. Su extraordinaria capacidad de comunicarse le permitía entrar en cualquier corralillo, en cualquier chabola, y sentarse en medio de la gente sin ningún prejuicio de casta o de religión. Hazaña tanto más notable por el hecho de que no estaba casada. En efecto, era inconcebible que una joven soltera entrase en todas partes, sobre todo en ambientes ajenos a su casta. Las mujeres casadas nunca ponían su confianza en una soltera, aunque fuese de su casta. Porque la tradición exigía que las solteras no supiesen nada de la vida, ya que debían llegar inocentes al matrimonio, bajo pena de que se las acusara de inmoralidad, pudiendo ser entonces repudiadas.
Dos o tres veces por semana la joven assamesa acompañaba a un grupo de enfermos y de moribundos a los hospitales de Calcuta. Era una verdadera proeza conducir a aquellos desventurados por entre el estrepitoso oleaje de una circulación que les aterraba, y luego guiarles a través de los pasillos y de las salas de espera atestadas. En estos lugares, un pobre sin escolta tenía muy pocas posibilidades de llegar hasta una sala de reconocimiento. Y aunque lo consiguiese, tampoco hubiera sabido explicar qué le dolía, ni comprender el tratamiento prescrito, ya que nueve veces de cada diez no hablaba el bengalí de los médicos, sino uno de los veinte o treinta dialectos y lenguas del inmenso hinterland que exportaba sus millones de pobres a Calcuta. Exigiendo, protestando, forzando las puertas, Bandona luchaba como una furia porque sus protegidos fuesen tratados como seres humanos, y porque los medicamentos que les recetaban se les entregasen efectivamente, lo cual hasta entonces raras veces ocurría. En pocas semanas iba a convertirse en el pilar y el alma del equipo del Comité de Escucha. Su memoria sería el fichero de las miserias de todo el barrio. Pero sobre todo a causa de la profundidad de su mirada, de su sonrisa, de su amor, iba a merecer un apodo. Los pobres no tardarían en llamarla «Anand Nagar ka Swarga Dut», «el Angel de la Ciudad de la Alegría».
Una noche, de regreso de uno de sus recorridos, Bandona irrumpió en tromba en el cuarto de Paul Lambert para anunciarle que los médicos habían diagnosticado en una mujer encinta del
slum
una enfermedad de la piel mortal que solamente un suero fabricado en Inglaterra podía tal vez curar.
—Paul, gran hermano —suplicó, cogiendo las manos del sacerdote—, tienes que hacer venir urgentemente este medicamento. Si no, esta mujer y su hijo van a morir.
Al día siguiente, Lambert se precipitó a la oficina de correos de Howrah para mandar un telegrama al responsable de su fraternidad. Ésta pasaría aviso a sus corresponsales de Londres. Con un poco de suerte, el remedio podía llegar antes de ocho días. Efectivamente, ocho días más tarde Paul Lambert recibió por el excelente servicio postal indio, que funcionaba incluso en los
slums
, un aviso de las aduanas rogándole que fuera a buscar un paquete que había llegado a su nombre. Era el principio de una odisea que no lograría olvidar.
«
VA a morirse en medio de la calle», se dijo Hasari Pal horrorizado. El pecho de su amigo Ram Chander se había hinchado súbitamente en un esfuerzo desesperado por acumular un poco de aire. Las costillas sobresalían hasta el punto de hacerle estallar la piel, el rostro se había vuelto bruscamente amarillo, la boca se entreabría como la de un ahogado privado de aire. De pronto un acceso de tos le hizo vacilar, sacudiéndole durante interminables minutos con un ruido de pistón en una bomba de agua. Se puso a escupir, pero como tenía
pân
en la boca, no se veía si escupía sangre o jugó de betel. Hasari ayudó a su compañero a sentarse en la banqueta de su
rickshaw
y le propuso llevarle a su casa. Ram negó moviendo su cabellera gris que relucía de aceite de mostaza, y tranquilizó a su amigo:
—Es sólo ese maldito frío —dije—. Ya estoy mejor.
Aquel invierno bengalí era asesino. Los vientos del Himalaya habían hecho bajar el termómetro hasta ocho grados, temperatura polar para una población acostumbrada a vivir durante nueve meses al año en un clima de invernadero. Para los hombres-caballo aquel frío era especialmente atroz. Condenados a pasar del baño de sudor de las carreras al frío de las largas esperas, su organismo subalimentado resistía mal. Muchos murieron.
«Ram era mi hermano en esa jungla de Calcuta donde todo el mundo era como una fiera para algún otro», cuenta Hasari Pal. «Él me ayudó y me apoyó, él me encontró mi
rickshaw
. Cada vez que yo veía su pelambrera gris, apretaba el paso para ir a estacionar mi carrito junto al suyo. Cuántas horas habremos pasado sentados uno junto al otro, en la esquina de Park Circus, de Wellesley Street o, cuando hacía calor, ante el gran mercado de Lower Circular Road, que todo el mundo llamaba “Air Conditioned Market”, porque dentro había aparatos que soplaban esa cosa maravillosa que yo creía que sólo las cimas del Himalaya podían soplar, aire frío. El sueño de Ram era poder volver algún día a su aldea y abrir allí una abacería. “Estar sentado todo el día en el mismo lugar, no moverse, no correr más”, decía, hablando de su futuro paraíso. Y me contaba su vida tal como la imaginaba, en medio de su tienda, teniendo a su alrededor sacos desbordantes de todas las variedades de
dal
y de arroz, y otros sacos llenos de especias de perfumes embriagadores, montones de hortalizas, y en los estantes toda clase de géneros, pastillas cuadradas de jabón, bastoncillos de incienso, galletas, confites. En resumen, un universo de paz y de prosperidad del cual él sería el centro inmóvil, como esos
lingams
de Shiva, símbolo de fertilidad, sobre su
yoni
en los templos».
Pero antes de que se realizara este sueño, Ram Chander tenía que cumplir una promesa. Tenía que devolver al
mohajan
de su aldea el préstamo que había recibido para pagar el entierro de su padre, de lo contrario, el campo familiar que servía de hipoteca se perdería para siempre. Unos días antes de que expirara el plazo, había conseguido negociar con el usurero de una aldea vecina otro préstamo. Pagar una deuda con ayuda de un segundo préstamo, luego este último con un tercero, y así sucesivamente, eran operaciones habituales entre los campesinos. En resumidas cuentas, acababan siempre por perder su tierra.
Los cinco años de Ram Chander terminaban dentro de unas semanas, justo antes de las fiestas de Durga. A pesar de que su estado se agravó, no dejó de trabajar como una bestia de carga. Una mañana Hasari le encontró ante la oficina de correos de Park Street. Él, que era tan robusto, no era más que un espectro. Se acababa de hacer rellenar por el
munshi
el impreso de su giro mensual. El grosor del fajo de billetes que sacó de su
longhi
sorprendió a Hasari.
—¡Parece que hayas atracado el Bank of India! —exclamó.
—No —respondió Ram, con una seriedad excepcional—, pero este mes tengo que mandárselo todo. Si no, perderemos nuestro campo.
¡Mandárselo todo! Aquello significaba que durante el mes que acababa de transcurrir había reducido su alimentación a una ración de hambre: dos o tres tortas, un vaso de té o de jugo de caña por día.
«Cuando vi llegar corriendo al niño de los vecinos, lo comprendí todo», dirá más tarde Hasari. «La noticia corrió rápidamente por las principales paradas del sector, y éramos una treintena los que nos reunimos en el pequeño cobertizo que había detrás del hospital Chittarajan donde vivía Ram Chander. Reposaba sobre un madero que le había servido de cama durante los cinco años que había vivido en Calcuta. Su espesa pelambrera gris formaba en torno a su cabeza como una aureola. Tenía los ojos entreabiertos, y sus labios esbozaban una de esas sonrisas maliciosas que eran una de sus expresiones más frecuentes. Hubiérase dicho que se divertía con la broma que acababa de hacernos. Según el ebanista que compartía su cuartucho, había muerto mientras dormía. Lo cual probablemente explicaba por qué tenía un aire tan apacible. La noche de la víspera había tenido varios accesos de tos muy violentos. Había escupido mucho, e incluso vomitado sangre. Luego se durmió. Y ya no había despertado.