El cirujano se frotó nerviosamente el bigote. Era un hombre de unos cincuenta años, un poco calvo, con grandes orejas peludas. Hizo que Selima se tendiese sobre la mesa y la examinó atentamente. Tras él, el traficante se impacientaba. El avión de la compañía Aeroflot despegaba cuatro horas más tarde. Apenas tendría tiempo de llevar el bocal al aeródromo de Dum Dum. Había avisado a su corresponsal de Nueva York. La operación le dejaría cerca de mil dólares limpios.
—¿A qué espera, doctor?
El cirujano sacó su estuche de instrumentos, se puso una bata, pidió jabón y un lebrillo para lavarse las manos y empapó en éter un buen pedazo de algodón que aplicó a la nariz y a la boca de Selima. Esperó unos minutos a que la joven perdiera el conocimiento y cogió su bisturí. Veinte minutos después, enjugando con compresas de gasa la sangre que salía del útero, cogía el feto por los pies y lo depositaba junto con la placenta entre las manos del traficante. Era un niño. Entonces fue cuando se produjo el drama. Primero hubo un gorgoteo rojizo seguido de la expulsión de coágulos negros, y, de pronto, un verdadero torrente. En pocos segundos el cemento de la habitación se cubrió de sangre. El cirujano intentó comprimir el bajo vientre con compresas y un vendaje muy apretado. Pero el río de sangre no dejaba de manar. Quitó gasas y vendas y buscó a ciegas el camino de la aorta abdominal. Aplicando su puño sobre la vena, se apoyó con todo su peso para tratar de cortar la hemorragia. Pero al no disponer de una dosis masiva de coagulantes, todo esfuerzo era inútil. Le tomó el pulso. En la muñeca de Selima apenas se apreciaban unas imperceptibles e irregulares pulsaciones. Entonces oyó un portazo a su espalda y se volvió. El traficante acababa de salir llevándose el bocal. Mumtaz Bibi hizo lo mismo después de apresurarse a recuperar sus treinta rupias de la blusa de su víctima. El cirujano extendió el viejo sari sobre el vientre de la joven musulmana que agonizaba. Luego se quitó la bata manchada de sangre y la dobló cuidadosamente. Guardó sus instrumentos en el estuche y lo metió todo en su pequeña cartera de skay. Y él también, a su vez, se fue.
Selima se quedó sola con el empleado de la «clínica». Se oían ruidos de voces procedentes de fuera y el chirrido del ventilador. El algodón embebido en éter seguía tapándole la cara. El empleado era un hombrecillo reseco con espesas cejas y una nariz torcida como el pico de un águila. Para él, aquel cuerpo exangüe sobre la mesa valía más que todas las partidas de cartas de la fiesta de Diwali. Conocía un lugar muy indicado. Allí despedazaban los cadáveres sin identidad para recuperar sus esqueletos y exportarlos.
C
INCUENTA mil bombas estallando bajo cada uno de los cincuenta mil
rickshaws
de Calcuta no hubieran causado más impresión. Sus propietarios acababan de anunciar que aumentaban los alquileres cotidianos que debían pagar los que tiraban de los carritos. A partir del día siguiente, de cinco rupias pasaban a siete.
Para los que trabajaban en los
rickshaws
era el golpe más terrible asestado por los propietarios desde los enfrentamientos de 1948, cuando exigieron que cada vehículo pagase un doble alquiler, uno por el día y otro por la noche. Tal pretensión había sido el origen de su primera huelga, un
hartal
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de dieciocho días que terminó con la victoria de los hombres-caballo y con un hecho de primera importancia: la creación de un sindicato. El principal responsable de esta iniciativa había sido un antiguo campesino del Bihar, de cabellos grises cortados al cepillo y que hoy cuenta cincuenta y cuatro años, una edad récord en esta corporación en la que la esperanza de vida raras veces superaba los treinta años. En el curso de unos trece mil días, Golam Rasul había recorrido entre sus varas más de cuatro veces la distancia entre la Tierra y la Luna. Aquel superviviente de un tercio de siglo de monzones, de disputas, de incidentes, de humillaciones, comprendió que un sindicato fuerte era el único medio para que el pueblo de los
rickshaws wallahs
pudiera hacer oír su voz. Pero a diferencia de los obreros de las fábricas, los hombres-caballo trabajaban individualmente, y lo limitado de sus ambiciones hacía extremadamente difícil el que se reunieran para acciones colectivas.
Rasul aprendió a leer y a escribir, redactó manifiestos y se puso en relación con una de las personalidades del movimiento sindical especializada en los mítines de masas en la explanada del Maidan, el diputado comunista bengalí Mohammar Ismail. «¡Póngase al frente de una cruzada», le exhortó, «para que los que tiran de los
rickshaws
en Calcuta dejen de ser considerados como bestias de carga!».
Así nació la
Rickshaw Wallah Union
, uno de los sindicatos más insólitos del mundo, una organización de bestias de carga con rostro humano, decididas a levantar la cabeza y a agruparse para defender sus intereses. Afiliado a la federación comunista de las
Trade Unions
indias, el sindicato eligió como presidente al diputado y como secretario general a su inspirador, el veterano de cabellos grises Golam Rasul. Dos miserables habitaciones en el cuarto piso de la destartalada sede de las
Trade Unions
se convirtieron en el cuartel general de la nueva organización. Todas las mañanas, a las seis, antes de ir a tirar de su carrito ante la estación de Sealdah, Rasul acudía allí para recibir las quejas de sus camaradas y ofrecerles el apoyo del sindicato en sus enfrentamientos con propietarios y policías. Al comienzo las reuniones atrajeron a muy poca gente. Pero pronto acudieron hombres-caballo de toda la ciudad. Por la tarde, Rasul cambiaba sus varas por un objeto que no tenía nada que ver con la panoplia de los hombres de los
rickshaws
. Armado con su bolígrafo, se instalaba detrás de unos rimeros de polvorientos registros del «Servicio municipal de los coches de alquiler y de los carritos de mano» para vigilar las formalidades de renovación de las cédulas de matriculación de los vehículos. La ceremonia se desarrollaba bajo una guirnalda de telarañas que se arremolinaban al impulso de un ventilador expirante, entre amarillentas imágenes de Kali, la diosa sanguinaria de cuatro brazos vestida con una gran túnica de flores. La renovación costaba teóricamente doce
paisa
. Su precio no había variado desde 1911. Pero de hecho, para obtener tan precioso documento había que pagar una treintena de rupias en
bakchichs
a los funcionarios de la policía. Y al parecer tres veces más cuando su protector Rasul no estaba allí.
Protector era un nombre bien merecido: en treinta años de acción sindical, el infatigable Rasul nunca había dejado de estar en la brecha. Mítines de protesta, marchas de hambre, huelgas, él había inspirado y organizado la resistencia de los hombres-caballo de Calcuta contra la voracidad de sus patronos y los enredos de la policía. Había luchado contra lo que llamaba la arbitrariedad de las autoridades municipales, que les prohibían sin cesar nuevas calles, con el pretexto de descongestionar una circulación que se hacía cada vez más pletórica. El desastre urbano de Calcuta era una amenaza de muerte para los que se ganaban la vida en medio de los embotellamientos. Hasta los más acróbatas acababan por dejarse atrapar como peces en una red. Para escapar a la trampa evitando las calles prohibidas, los hombres tenían que dar extenuantes rodeos.
Y ahora el aumento exorbitante de los alquileres constituía una nueva maldición. De calle en calle, de plaza en plaza, desde las orillas del Hooghly hasta los rascacielos de Chowringhee, desde las chabolas de Howrah hasta los portales de las magníficas mansiones de Wood Street, en la ciudad empezó a oírse un extraño concierto. Tap, tap, tap, el sonido obsesionante de los cascabeles al ser golpeados contra la madera de las varas, martilleaba los callejones.
La hora de la ira había llegado.
«Hay hombres que tienen cuchillos para defenderse. O fusiles. O armas aún más terribles. Nosotros sólo teníamos una bolita de cobre tan pequeña como un grano de betel», dirá Hasari Pal. «Pero aquel miserable cascabel que hacía un ruido seco cuando lo golpeábamos contra las varas o contra el pie de una farola era más fuerte que todas las armas. Era la voz de los
rickshaws
de Calcuta. Nuestra voz. Aquella mañana nuestra voz debía de armar un buen escándalo, como para que los representantes de los propietarios sintieran la necesidad de ir a explicarnos por qué sus patronos habían decidido aumentar los alquileres. Las malas noticias nos las solían dar sin rodeos. ¿Para qué dar explicaciones a unos esclavos? Pero ante aquel tumulto que agitaba la ciudad, debieron de comprender que no íbamos a tragarnos sus ortigas como las buenas cabritas del zoo de Alipore. El aumento era excesivo. Gritando con todas sus fuerzas para hacerse oír en medio del ruido de los cascabeles, el representante del Bihari me interpeló públicamente.
»—¿Tú sabes, Hasari, lo que cuesta hoy cambiar el radio de una rueda?
»—¿Y una capota nueva? —gritó otro factótum.
»—¿Y los
bakchichs
para los policías? —añadió otro.
»Eran buenos hombres de confianza que habían aprendido bien su lección. Pero a nosotros nos importaba un rábano los radios de las ruedas y las propinas de los policías. No estábamos dejando la piel entre las varas para llorar ahora por la suerte de los patronos. Para nosotros lo único que contaba era el paquete de rupias que había que llevar todos los meses al
munshi
a fin de dar de comer a la familia que se había quedado en la aldea.
»Se empezó a discutir, pero como todo el mundo gritaba al mismo tiempo, era imposible hacerse oír. La llegada de Golam Rasul, el secretario de nuestro sindicato, puso fin al tumulto. A pesar de su corta estatura y de su aire de gorrión caído del nido, tenía muchísima autoridad. Se enfrentó con todos los representantes.
»—Id a decir a vuestros patronos que renuncien a su aumento de alquileres. De lo contrario no quedará ni un solo
rickshaw
en las calles de Calcuta.
»No había más que decir. Rasul abrió la carpeta que llevaba y repartió octavillas entre nosotros. Nadie sabía leer, pero todos adivinamos en seguida de qué se trataba. Era una llamada a la huelga. Los representantes de los propietarios desaparecieron para ir a informar a sus amos. También los patronos tenían un sindicato.
»Llegaban carritos de todos los rincones de la ciudad. Incluso había triciclos que venían de muy lejos, del otro lado del río, de Barrackpore y de los remotos suburbios. Los de los triciclos eran unos pobres infelices como nosotros, con la diferencia de que hacían más carreras durante el día.
»La explanada de Park Circus no tardó en llenarse de tal modo que los tranvías y los autobuses no podían pasar. Aparecieron unas camionetas de la policía para restablecer la circulación. Pero ¿qué podía hacer una treintena de policías contra una multitud semejante? Repartieron a ciegas unos cuantos porrazos y luego lo dejaron correr. Un miembro del sindicato desplegó una pancarta roja fijada a dos largos bambúes. Llevaba el emblema de la hoz y el martillo con el nombre de nuestro sindicato. Elevada por encima de las cabezas, formaba como un arco de triunfo. Era soberbia.
»El ruido de los cascabeles aumentaba de minuto en minuto, a medida que llegaban nuevos hombres con más
rickshaws
. Era ensordecedor. Hubiérase dicho que miles de millones de cigarras se frotaban las alas al mismo tiempo. Desde donde estuvieran ocultos, los propietarios sin duda alguna debían de oír nuestra escandalera. A menos que todos se hubiesen hecho meter bolitas de algodón en las orejas por un
quack
.
»El aire despechado que mostraban los factótums a su regreso era más elocuente que todos los discursos: sus patronos mantenían el aumento anunciado. Rasul se subió a un
telagarhi
con una bocina. Yo me preguntaba cómo una voz tan potente podía salir de un pecho tan raquítico.
»—¡Camaradas! —gritó—. Los propietarios de vuestros
rickshaws
quieren aumentar una vez más sus ganancias. Su voracidad no tiene límites. Ayer exigían el pago de un doble alquiler, uno para el día y otro para la noche. Ahora aumentan vuestros alquileres en un cincuenta por ciento de golpe. Mañana Dios sabe qué nuevas pretensiones os van a imponer.
»Rasul habló durante largo rato. Su cara desaparecía detrás de la bocina. Habló de nuestros hijos y dijo que este aumento iba a matarles de hambre. Dijo que no teníamos ninguna manera de salir de nuestra condición de esclavos, que la mayor parte de nosotros había perdido su tierra y que si nos quitaban la esperanza de ganarnos la vida tirando de un
rickshaw
, sólo nos quedaba morir. Dijo que había que conjurar aquella amenaza costara lo que costase, que éramos lo suficientemente numerosos y fuertes como para imponer nuestra voluntad y obligar a los propietarios a hacer marcha atrás. Terminó proponiendo que todos votáramos una huelga indefinida.
»—
Inkalabab zindabat!
¡Viva la revolución! —gritó entonces—.
Rickshaws Wallah Union zindabat!
¡Viva el sindicato de los trabajadores de los
rickshaws
!
»Coreamos todos los gritos y los repetimos varias veces. Aquello me hizo acordar de mi amigo Ram Chander. Qué feliz hubiera sido al ver a todos sus hermanos de miseria reunidos codo con codo para defender el plato de arroz de sus familias, él que tan a menudo había luchado completamente solo. Nos sentíamos arrastrados como por el viento de antes del monzón. ¡Viva la revolución! ¿La revolución? Igual que todos los demás, yo me llenaba la boca con aquella palabra, pero no sabía con certeza qué quería decir. Lo único que yo pedía era poder llevar todos los meses unas rupias más al
munshi
. Y poder tomarme de vez en cuando una botella de
bangla
con los compañeros.
»Rasul pidió que los que estuvieran a favor de la huelga levantaran la mano. Nos miramos en silencio. ¿Quién de nosotros podía pensar sin temor en un solo día sin el trabajo que nos daba el pan? ¿Es que el pájaro corta la rama sobre la que se posa? Los propietarios tenían sus tinajas llenas de arroz y de
dal
. Nosotros podíamos vernos reducidos al estado de esqueletos antes de que ellos perdiesen un solo pliegue de grasa de su barriga. Y sin embargo no teníamos otra solución. A mi lado, un tipo levantó la mano. Era un
bihari
. Yo le conocía de vista. Le llamaban el Chirlo, porque había recibido un porrazo de los policías que le había dejado una cicatriz en la mejilla. Tosía lo mismo que Ram. Pero él no mascaba
pân
. Cuando escupía no había dudas sobre la causa del color rojo. Sin duda pensaba que con huelga o sin ella, para él no había una gran diferencia.