El contagio alcanzó a Calcuta. Atentados con bombas, asesinatos, manifestaciones violentas, secuestros de responsables políticos y de directores de fábricas se multiplicaron. Hasta los
slums
se vieron afectados. Se lanzaron unos cócteles Molotov en las callejas de la Ciudad de la Alegría, causando varias víctimas. Los naxalitas llegaron hasta profanar la estatua de Gandhi en la entrada de Park Street, embadurnándola de alquitrán. El gobierno se sintió desbordado y dividido acerca de las medidas que convenía tomar. Los comunistas prosoviéticos acusaban a la vez a Pekín de tratar de desestabilizar el poder de izquierda en Bengala, y a la CIA de infiltrar sus agentes en los comandos de los naxalitas para preparar el retorno de las fuerzas conservadoras.
Las acusaciones contra la CIA formaban parte de los argumentos tradicionales. Desde que se fueron los ingleses, la organización norteamericana era el chivo emisario habitual cuando se trataba de implicar al extranjero en un asunto interior indio. Tales ataques no hubieran tenido consecuencias de no haber acabado por crear una psicosis de espionitis que tuvo como resultado someter a cierto número de residentes extranjeros a múltiples vejaciones policiales. Paul Lambert iba a ser una de estas víctimas.
Su condición de sacerdote católico ya le hacía sospechoso. Además, se encontraba en una situación irregular. Su visado de turismo había caducado desde hacía lustros, y todas sus gestiones para conseguir un permiso de residencia permanente habían sido infructuosas. Pero en la India la administración nunca tiene prisa. Mientras no hubiera rechazado oficialmente su solicitud, Lambert estaba tácitamente autorizado a permanecer en el país. En realidad, lo que podía ser el mayor argumento en su contra era el lugar en que vivía. Ningún funcionario podía creer que un europeo procedente de uno de los países más ricos del mundo compartiera —voluntariamente y por su único gusto— la miseria y la degradación de los habitantes de un
slum
. Su presencia en aquel lugar debía de tener otros móviles. Cuatro inspectores de paisano, vestidos a la europea, pertenecientes a la D.I.B., la
District Intelligence Branch
, de la policía de Calcuta, se presentaron una mañana hacia las ocho en Fakir Bhagan Lane. Esta intrusión policíaca causó una viva sensación. Todo el barrio estuvo inmediatamente al corriente. Docenas de habitantes acudieron al lugar. Algunos se habían provisto de bastones para impedir que se llevaran a su «Father». El sacerdote francés se hubiera quedado muy sorprendido de enterarse de todo aquel tumulto que provocaba su persona. Aquella hora matinal era la de su diálogo cotidiano con su Señor. Sentado en la posición del loto, con los ojos cerrados, habiendo disminuido todo lo posible el ritmo de la respiración, rezaba frente a la imagen del Santo Sudario clavada en la pared de su cuartucho.
«No oí a los policías llamar a mi puerta», contará Lambert. «¿Cómo iba a oírlos? Aquella mañana, como todas las demás, estaba sordo a todos los ruidos. Sordo para estar a solas con mi Dios, para no oír, más que su voz en el fondo de mí, la voz de Jesús de Anand Nagar».
Respetando la usanza, el policía que parecía ser el jefe se quitó las sandalias antes de entrar en el cuarto. Era mofletudo y sus dientes estaban enrojecidos por el betel. Del bolsillo de su camisa asomaban tres bolígrafos.
—¿Es aquí donde vive usted? —preguntó en tono arrogante, dirigiendo una mirada circular muy expresiva.
—Sí, aquí es.
La estampa del Santo Sudario atrajo su atención. Se acercó con aire de sospecha.
—¿Quién es?
—Mi Señor.
—¿Es su patrón?
—Si quiere llamarlo así… —asintió Paul Lambert, con ánimo de no complicar las cosas.
Visiblemente el policía no estaba de humor para bromear. Examinó la estampa atentamente. Sin duda había encontrado el cuerpo del delito. Llamó a uno de sus subordinados y le ordenó que la arrancara de la pared.
—¿Dónde están sus objetos personales? —preguntó.
Paul Lambert señaló la cantina metálica que una familia cristiana le había prestado para guardar sus Evangelios, algunos medicamentos y la escasa ropa interior que poseía.
El inspector registró metódicamente su contenido, examinando todos los objetos uno por uno. Una nube de cucarachas se escapó en todas direcciones.
—¿Es eso todo? —se asombró.
—Es lo único que tengo.
Su aire incrédulo apiadó a Lambert, quien sintió deseos de disculparse por poseer tan pocas cosas.
—¿No tiene aparato de radio?
—No.
Levantó la cabeza para examinar la techumbre y comprobó que ni siquiera había una bombilla eléctrica. Sacó un carné y dibujó el plano de la habitación. Aquello llevó bastante rato, porque ninguno de sus tres bolígrafos funcionaba correctamente.
Entonces se produjo un suceso inesperado. Avisada por unos vecinos, Bandona irrumpió en la estancia. Sus ojos oblicuos despedían llamas. Cogió al inspector por el brazo y le empujó hacia la puerta.
—¡Salgan de aquí! —gritó la joven assamesa—. Este hombre es un pobre enviado por Dios. Dios les castigará si le atormentan.
El policía estaba tan atónito que no esbozó el menor gesto de resistencia. Fuera, la aglomeración había aumentado. La calleja estaba llena de gente.
—¡Tiene razón! —gritó una voz—. ¡Dejad tranquilo a nuestro Father!
El jefe de los policías pareció perplejo. Luego, dirigiéndose hacia el sacerdote, juntó las manos a la altura del corazón y le dijo cortésmente:
—Le quedaría muy agradecido si me acompañara a mi cuartel general. Me gustaría dar a mis superiores la ocasión de tener una corta entrevista con usted.
Dirigiéndose esta vez a Bandona y al gentío, agregó: «No se preocupen. Me comprometo a volver con vuestro Father antes del mediodía».
Lambert dio las gracias, saludando con la mano a todos los amigos que habían acudido en su ayuda, y acompañó a los policías hasta el coche celular estacionado en la entrada del
slum
. Diez minutos después bajaba ante un desconchado edificio, no lejos del hospital de Howrah. Cuatro pisos de una escalera oscura manchada con el rojo de los mascadores de betel le llevaron a una espaciosa habitación repleta de armarios carcomidos y llenos de rimeros de legajos. Tras una veintena de mesas tapizadas de viejas máquinas de escribir y montones de papelotes protegidos de los giros de los ventiladores por pedazos de chatarra, estaba sentada la pandilla de inspectores. Al parecer era la hora de una pausa en el trabajo, porque parecían más ocupados en degustar su té y en charlar que en estudiar los expedientes relativos a la seguridad del Estado. La entrada de aquel
sahib
en zapatillas de deporte puso fin a sus conversaciones.
—Éste es el sacerdote francés que vive en Anand Nagar —anunció el policía con el mismo orgullo que si presentara al asesino del
mahatma
Gandhi.
El que parecía el jefe, un hombrecillo de cabellos grises cuidadosamente alisados, vestido con un
dhoti
inmaculado, invitó a Lambert a sentarse ante él. Después de haber hecho traer una taza de té, le ofreció un cigarrillo antes de encender el suyo, y preguntó:
—¿Se encuentra a gusto en nuestro país?
—¡Muchísimo!
Se quedó pensativo. Tenía una forma extraña de fumar. Sujetaba el cigarrillo entre los dedos índice y corazón, y aspiraba el humo a través de la cavidad formada por el pulgar y el índice doblado. Hubiérase dicho que lo «bebía».
—Pero, ¿no cree usted que nuestro país tiene, para un visitante extranjero, otros muchos atractivos que sus barriadas de chozas?
—Sin duda alguna —aprobó Lambert—. La India es un país magnífico. Pero todo depende de lo que uno busque.
El inspector jefe inhaló otra bocanada.
—¿Y usted qué busca en un
slum
? —se inquietó.
Lambert trató de explicarse. Al oírse hablar se juzgó a sí mismo tan poco convincente que tuvo la certeza de que aumentaba las sospechas de los investigadores. Se equivocaba. En la India existe tanto respeto por la compasión por los demás que sus explicaciones le valieron la simpatía general.
—Pero, ¿por qué no está usted casado? —intervino un inspector con bigotes.
—Estoy casado —rectificó el francés con firmeza.
Ante sus miradas escépticas, precisó: «Estoy casado con Dios».
El policía que había registrado su cuarto desdobló entonces la estampa del Santo Sudario y la depositó sobre el escritorio del inspector jefe de los cabellos grises.
—Jefe, he encontrado esto en su casa. Pretende que era la fotografía de «su Señor».
El inspector examinó minuciosamente la imagen.
—Es Jesucristo —precisó Lambert—. Justo después de su muerte en la Cruz.
El hombre sacudió varias veces la cabeza con respeto.
—¿Y usted está casado con Él?
—Soy su servidor —respondió solamente el sacerdote, no queriendo complicar más la discusión.
En la India, la fuerza de lo sagrado es tan grande que vio un fulgor de simpatía en los rostros que le rodeaban. Estaba seguro de haber disipado todas las sospechas.
Entonces el jefe de los cabellos grises se irguió en su sillón. Su rostro se había endurecido.
—De todas maneras, me gustaría saber cuáles son las relaciones de usted con la CIA —preguntó secamente.
La pregunta sorprendió tanto a Lambert que permaneció mudo.
—No tengo nada que ver con la CIA —terminó por articular.
Había tan poca convicción en su voz que el jefe insistió:
—¿Y no está usted en relación con nadie que tenga que ver con la CIA?
Lambert negó con la cabeza.
—Sin embargo, la mayoría de los extranjeros que dicen ser «trabajadores sociales» son agentes de la CIA —remachó el ayudante de la piel reluciente—. ¿Es que acaso es usted una excepción?
Lambert hizo un esfuerzo para conservar la calma.
—Ignoro si la mayoría de los «trabajadores sociales» son agentes de la CIA —dijo con serenidad, pero también con firmeza—. Pero en mi juventud leí suficientes novelas de espías como para asegurarles que le sería muy difícil a un pobre desgraciado como yo, que se pasa las veinticuatro horas del día en un barrio de chabolas, ser un agente eficaz. Y su policía está suficientemente bien organizada para saber que en mi cuarto sólo recibo a habitantes del
slum
. O sea que, se lo ruego, no pierdan su tiempo y no me hagan perder el mío con semejantes cuentos.
El jefe de los cabellos grises le había escuchado sin rechistar. Ahora todos sus colegas formaban un círculo alrededor de él y del francés.
—
Shri
Lambert, perdone que le cause tantas molestias —se disculpó el jefe—, pero tengo que cumplir con mi deber. Hábleme, pues, de sus relaciones con los naxalitas.
—¿Los naxalitas? —repitió Lambert, estupefacto.
—La pregunta no es tan absurda como parece usted creer —se apresuró a decir secamente el inspector. Luego, dulcificando su tono, añadió—. Después de todo, su Jesucristo y los naxalitas, ¿acaso no tienen muchas cosas en común? ¿Es que no aspiran a rebelarse contra lo mismo? ¿Contra, por ejemplo, las injusticias de que son víctimas los humildes?
—Desde luego —aprobó Lambert—. Pero con una diferencia: la de que Jesucristo se rebela por medio del amor mientras que los naxalitas asesinan.
—¿O sea que usted desaprueba lo que hacen los naxalitas? —intervino el ayudante de la piel reluciente.
—Completamente. Aunque en un principio su causa fuese justa.
—¿Debo entender que también está usted contra los maoístas? —interrogó el jefe.
—Estoy contra todos aquellos que quieren cortar las cabezas de los unos para hacer la felicidad de los otros —dijo Lambert con firmeza.
Al llegar a este punto del interrogatorio hubo como un pequeño recreo. El inspector de los cabellos grises encendió un nuevo cigarrillo, y el mozo de la oficina llenó las tazas con té y leche hirviendo. Varios policías se confeccionaron unas porciones de betel que dieron a sus encías y a sus dientes un color sanguinolento poco atractivo. Luego se reanudó el interrogatorio.
—Si no es usted miembro ni de la CIA, ni de los comandos naxalitas, ni de los grupos de acción maoístas —recapituló el jefe de los cabellos grises—, ¿es que es un jesuita?
Lambert permaneció silencioso durante unos segundos, dividido entre la tentación de echarse a reír y de la cólera.
—Si ahora tratan de que admita que soy un misionero —terminó por decir—, vuelven a perder el tiempo. Soy tan poco misionero como agente de la CIA.
—No obstante, debe usted de saber lo que los misioneros han hecho en el Nagaland —insistió el jefe.
—No.
—Vamos,
shri
Lambert, ¿de verdad ignora que allí los misioneros se han aliado a los movimientos separatistas locales para empujar a la población a rebelarse y a reclamar la autonomía?
—Lo que afirmo es que, en su gran mayoría, la acción de los misioneros en este país, tanto si son jesuitas como si no lo son, ha sido una acción de progreso —replicó agriamente Lambert, irritado por el cariz que tomaba el interrogatorio—. Y además, sabe usted perfectamente que cuando aquí se habla del
missionary spirit
, la mayoría de las veces es para designar la acción de alguien que se ha consagrado a los demás, que ha amado a sus hermanos indios.
Hubo un silencio. De pronto el jefe de los cabellos grises se levantó y tendió las dos manos a su interlocutor en un ademán lleno de emocionado respeto. Su ayudante de la piel reluciente le imitó, y lo mismo hicieron los demás, uno tras otro. Era a la vez conmovedor, ridículo y de una ingenua sinceridad. Por fin se habían comprendido. Sus efusiones duraron largo rato.
Antes de despedir al visitante, el inspector jefe señaló la imagen del Santo Sudario desplegada sobre su mesa.
—Yo soy hindú —dijo—, pero quisiera pedirle permiso para conservar esta imagen en recuerdo de nuestra conversación.
Paul Lambert no daba crédito a sus oídos. «Es fantástico. El jefe de la policía que me pide el retrato de Cristo».
—Es un regalo del que no me separaría por nada del mundo, pero puedo hacer sacar una copia por un fotógrafo y regalársela.
La idea pareció encantar al hombrecillo. El policía de las sortijas puso entonces delante de Paul Lambert una hoja de papel revestida de varios sellos administrativos.
—Para corresponder, aquí tiene un documento que sin duda le gustará. Su permiso de residencia. Mi país se siente orgulloso de acoger a auténticos hombres santos como usted.