La Ciudad de la Alegría (48 page)

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Authors: Dominique Lapierre

Tags: #Drama

57

C
ON sus brazaletes y sus collares de pacotilla, sus saris de vivos colores, sus ojos negros cercados de rímel, sus cejas dibujadas con lápiz y su linda boca enrojecida con jugo de betel, Kalima, a sus veinte años, era
pin-up
del corralillo. Hasta Lambert se sentía turbado por aquella presencia que salpicaba de sensualidad y de alegría la oscura prisión en la que acababa de entrar. Admiraba sobre todo la ancha cinta azul y la flor de jazmín con que esta criatura adornaba la espesa trenza de cabellos negros que le caía hasta la cintura. Aquel refinamiento, en medio de toda aquella fealdad, le encantaba. El único inconveniente era que Kalima no era una mujer, sino un eunuco. Lambert pudo comprobarlo la segunda mañana, en el momento del aseo. La «joven» dejó resbalar su velo por una fracción de segundo, y el francés vio su verga, al menos lo que quedaba de ella. Pero Kalima no era un hombre disfrazado de mujer. Era un auténtico representante de esa casta secreta y misteriosa de los
hijras
, cuyas comunidades podían encontrarse por toda la India. Había sido castrado.

Ocho días más tarde una fiesta improvisada permitiría a Lambert descubrir el tipo de función que ejercían en la barriada de chabolas esta persona pintoresca y sus compañeros alojados en la habitación vecina. Acababa de caer la noche cuando el llanto de un recién nacido llenó de pronto el corralillo. Padmini, la mujer del hindú tuerto que vivía al otro lado del patio, acababa de dar a luz un hijo. Inmediatamente, la abuela, con su velo blanco de viuda, y las demás mujeres se precipitaron a casa de los eunucos para invitarles a que fueran urgentemente a bendecir al niño. Kalima y sus amigos se maquillaron a toda prisa, se pusieron sus saris de fiesta, se adornaron con toda su quincalla. Kalima se ató también a los tobillos varios collares de cascabeles, mientras que sus compañeros untaban de polvo rojo sus
dholaks
, sus inseparables tamboriles. Una hora después, aparecieron los cinco eunucos haciendo sonar sus instrumentos y cantando con voz ronca: «Un recién nacido ha llegado a la tierra. Hemos venido a bendecirle. ¡Hirola! ¡Hirola!».

El que tenía más edad del grupo, un eunuco de cabellos rizados y pómulos salientes que se llamaba Bulbul —el Ruiseñor— dirigía la ceremonia contoneándose, con una falda y una blusa de color rojo vivo, un aro de oro en la nariz y pendientes dorados en las orejas, cimbreando las caderas. Era el
gurú
del grupo, su amo, su «madre». Sus discípulos, con Kalima a la cabeza, le seguían brincando y cantando. «Hermana, tráenos tu niño», dijo Bulbul, «porque queremos compartir vuestra alegría. ¡Hirola! ¡Hirola!».

La abuela, con velo de viuda, fue rápidamente en busca del bebé y se lo entregó a Kalima. El eunuco cogió delicadamente el cuerpecito en sus brazos y empezó a bailar, saltando sobre un pie y el otro con un ruido de cascabeles girando y ondulando al brusco ritmo de los tamboriles. Entonó con su gruesa voz masculina:

¡Viva el recién nacido!

Nosotros te bendecimos,

para que tengas una vida muy larga,

para que goces siempre de buena salud,

para que ganes mucho dinero.

Los cantos habían atraído a los ocupantes de los corralillos vecinos. El patio se había llenado. Racimos de niños incluso habían trepado a los tejado para ver mejor. La sofocante temperatura no frenaba a nadie. Era la fiesta. Mientras Kalima y sus compañeros seguían bailando, el
gurú
Bulbul iba a cobrar los honorarios de su grupo. Los eunucos se hacen pagar muy caro sus servicios, y nadie se atrevería a regatearles por miedo a incurrir en sus maldiciones.

«Nuestro recién nacido es tan fuerte como Shiva», proclamaron entonces los bailarines, «y suplicamos al dios todopoderoso que nos devuelva los falos de sus vidas anteriores». Esta invocación era en cierto modo el credo de los eunucos, la justificación de su papel en el seno de la sociedad. La India mística había sacralizado a los más desheredados de sus parias ofreciéndoles el papel de chivos expiatorios.

El
gurú
había vuelto con un plato de arroz espolvoreado de pedazos de jengibre. Cogió con la punta del índice el polvo rojo que cubría uno de los tamboriles e hizo una señal en la frente del bebé. Aquel gesto simbólico transfería a su persona, sus compañeros y toda la casta de los
hijras
los pecados anteriores del recién nacido. El polvo rojo, emblema del matrimonio en las esposas hindúes, representa en los eunucos su unión ritual con su tamboril. El
gurú
arrojó luego unos granos de arroz sobre el instrumento y a continuación lanzó todo un puñado hacia la puerta de la vivienda para bendecir a la madre, y otro puñado sobre el niño. Luego, levantando el plato por encima de su cabeza, comenzó a girar sobre sí mismo sin que cayera un solo grano. Acompañado por los otros, que tocaban sus tamboriles y daban rítmicas palmadas, cantó: «Nos bañaremos en los ríos sagrados para lavarnos de todas las culpas del recién nacido». Entonces, ante los ojos maravillados del público, Kalima empezó a bailar meciendo al niño. La finura de sus muñecas y tobillos, y la femineidad de sus gestos creaban la ilusión. Patético de realismo, el eunuco sonreía maternalmente a aquella pequeña masa de carne que entraba de aquel modo tan extraño en el mundo de la Ciudad de la Alegría. La ceremonia terminó con un espectáculo de mimo. Kalima devolvió el bebé a su abuela y se ató un almohadón debajo del sari. Imitando a una mujer en la última fase de su embarazo, empezó a girar en redondo con su vientre inflado. Luego, haciendo muecas con la cara, imitó los primeros dolores del parto. Lanzando gritos cada vez más desgarradores, cayó al suelo mientras los otros eunucos le daban palmadas en los hombros y en la espalda, como para ayudarle a dar a luz. Cuando estuvo completamente extenuada, su
gurú
fue en busca del recién nacido y lo depositó en sus brazos. Lambert vio entonces que el rostro de Kalima se iluminaba de felicidad. Vio que sus labios pronuncian palabras de amor dirigidas al niño. Luego su busto y sus brazos iniciaron un balanceo. El eunuco mecía tiernamente al nuevo habitante del corralillo.

58

«
¡DIOS mío!», pensó de pronto Max Loeb, «¡el paraíso existe!». Un criado de túnica y turbante blancos, con el escudo del hotel sobre el pecho, acababa de entrar en su habitación. En una bandeja de plata le llevaba un whisky doble, una botella de soda y una copa llena de anacardos. El americano no había podido resistir la necesidad de recargar sus baterías. El baño de clorofila del jardín tropical no había bastado. Se había refugiado en una suite con aire acondicionado del Grand Hotel, el mejor de Calcuta. Un niágara de espuma perfumada crepitaba ya en la bañera de su cuarto de baño de mármol. La pesadilla de la Ciudad de la Alegría formaba parte de otro planeta. Puso un billete de diez rupias en la mano del criado. Éste, en el momento de salir, dio media vuelta. Era un hombrecillo arrugadísimo, con una barba gris en collar.

—¿Te gustaría una chica,
sahib
? ¿Una chica guapa, muy joven?

Max, sorprendido, posó su vaso de whisky.

«Muy guapa y cariñosa», precisó el criado, con un guiño cómplice. El norteamericano dio un nuevo trago de alcohol. «A no ser que prefieras dos chicas a la vez», insistió el indio. «Chicas muy, pero que muy hábiles. Todo el
Kama Sutra, sahib
».

Max pensó en las esculturas eróticas de los templos de Khajurao que había admirado en fotografías de un álbum. Recordó también las palabras de su prometida, en aquella última cena. Las indias no tienen rival como amantes, había dicho Sylvia. El indio se envalentonó. Conocía bien a su clientela. Apenas llegan a Asia, europeos y americanos se convierten en demonios. Ninguna tentación les parece lo bastante apetitosa. «¿Tal vez preferirías a un chico,
sahib
? Un chico joven, muy guapo, dócil y…». El criado hizo un gesto obsceno que completó con un nuevo guiño. Max estaba mordiendo un anacardo. Su silencio no desalentaba al criado. Siempre con el mismo aire de complicidad, esta vez propuso «dos chicos» y, al cabo de unos instantes, «dos chicos y dos chicas a la vez», luego un eunuco y por fin un travesti. «
Very clean, sahib, very safe
…». Muy limpio y sin ningún peligro.

Max imaginaba la cara que iba a poner Lambert cuando le contase la escena. Se levantó para ir a cerrar los grifos de la bañera. Al volver, el criado seguía allí. Su catálogo de placeres aún no se había agotado. «Ya que el sexo no te tienta, ¿te gustaría tal vez fumar un poco de hierba?», sugirió. «Puedo proporcionarte la mejor del país. Traída directamente del Bután». Ya lanzado por este camino, añadió: «A menos que prefieras una buena pipa de verdad —un fulgor brilló en sus ojos húmedos—, nuestro opio viene de China,
sahib
». Sin desanimarse por el poco entusiasmo que suscitaba su tentadora mercancía, el indio se atrevió entonces a proponer «una buena dosis de polvo blanco», así como algunas otras cocciones, como el
bhang
, el hachís local. Pero estaba claro que el honorable extranjero no era aficionado a aquellas cosas. Para no irse de la habitación con las manos vacías, el hombre del turbante sugirió finalmente la más trivial de las operaciones, que los turistas oían como una letanía en los países del tercer mundo: «¿Quieres cambiar tus billetes verdes,
sahib
? Para ti, te haré un cambio especial: once rupias por un dólar».

Max vació de un trago lo que quedaba en su vaso. «Prefiero que me traigas otro whisky doble», ordenó, levantándose.

El criado le miró con un aire triste y compasivo.

—No sabes apreciar las cosas verdaderamente buenas,
sahib
.

Desde luego, Max sabía apreciar «las cosas verdaderamente buenas». Sobre todo después de semanas de penitencia en la cloaca de la Ciudad de la Alegría. Después de su segundo whisky doble, rogó al criado del turbante que le enviara a una de esas princesas del
Kama Sutra
que le había propuesto. Esta primera experiencia con una de las descendientes de las prostitutas sagradas que antaño inspiraron a los escultores de los templos no se desarrolló tal como él esperaba. Conducida hasta su puerta por el propietario del cabaret al que había sido vendida, la muchacha, muy menuda y exageradamente maquillada, tenía un aire tan aterrado que Max no se atrevió siquiera a acariciar sus largos y aceitosos cabellos negros. Entonces decidió ofrecerle una fiesta. Llamó al servicio de la planta, y se hizo traer todo un surtido de cremas heladas, dulces, pasteles. Las pestañas de la joven prostituta empezaron a agitarse como las alas de la libélula en torno a una lámpara. Nunca había visto tantas maravillas. Era evidente: aquel cliente era Lord Shiva en persona.

«Nos atracamos de dulces hasta reventar», contará Max a Lambert, «igual que dos criaturas que se empeñan en creer en Papá Noel».

Varias noches después, su taxi cruzó un gran portal custodiado por dos centinelas armados y tomó una alameda que rodeaban matas de jazmines que perfumaban la noche con su penetrante aroma tropical. «Estoy soñando», se dijo de pronto, al ver al fondo de la alameda las columnas de una vasta mansión georgiana. A cada lado de los peldaños de la escalera y siguiendo la línea del tejado en terraza ardía una guirnalda de lámparas de aceite. «Es Tara», pensó maravillado, «la Tara de
Lo que el viento se llevó
en una noche de fiesta». En efecto, la suntuosa construcción parecía salir de un sueño. Construida a comienzos del siglo pasado por un magnate británico de la industria del yute, era una de las residencias que valieron a Calcuta su sobrenombre de «Ciudad de los palacios». Sitiada por todas partes por la marea de los barrios superpoblados y de las aglomeraciones de chabolas, ahora no era más que un anacronismo. Pero aquel vestigio de una época desaparecida conservaba aún un indudable esplendor, empezando por la señora del lugar, la escultural y deliciosa Manubai Chatterjee, una viuda de treinta y cinco años, gran aficionada a la pintura moderna, a la música india y a la equitación. Fina y esbelta como una mujer del pueblo —la mayoría de las indias engordan cuando son ricas, perdiendo a menudo toda gracia y toda belleza naturales—, Manubai se ocupaba de diversas organizaciones culturales y de obras de caridad. En su calidad de presidenta de las Amistades indo-americanas, daba el
party
de aquella noche. Los Estados Unidos iban a celebrar al día siguiente el 190 aniversario de su declaración de independencia.

Los perros muertos y las ratas que flotaban en un mar de excrementos, los vientres de los recién nacidos, hinchados como tripas de buey, los ojos trágicos de las madres, los hombres extenuados que escupían sus pulmones, la muerte que pasa continuamente en unas parihuelas encima de cuatro cabezas, el ruido de los llantos, de los gritos, de las riñas, de los talleres-presidios, ¿era posible que aquella pesadilla existiese a pocos minutos de taxi de aquel oasis? Max necesitó cierto tiempo para aclimatarse. Incluso después de un atracón de golosinas con una prostituta y unas noches entre las sábanas de percal de un palacio, estaba tan impregnado por el ambiente de la Ciudad de la Alegría que aquello era como una segunda piel. Sobre el césped del parque iluminado por focos había varios centenares de invitados. Allí se había dado cita todo el mundo de los negocios de Dalhousie Square, de la industria, del import-export, gordos
marwaris
con
kurtas
bordadas y sus esposas no menos obesas con sus suntuosos saris con incrustaciones de oro, representantes de la
intelligentsia
bengalí, como el gran cineasta Satyajit Ray, autor del célebre
Pather Panchali
, la película aclamada por el mundo entero como una obra maestra, el famoso pintor Nirode Majumdar, que la crítica internacional llamaba el Picasso de la India, el célebre compositor e intérprete de sitar Ravi Shankar, cuyos innumerables conciertos en Europa y en los Estados Unidos habían acostumbrado el oído de los melómanos occidentales a las sutiles sonoridades de esta lira india. Unos criados descalzos con túnica blanca, faja de terciopelo rojo y turbante, ofrecían a los invitados bandejas con vasos de whisky, copas de vino de Golconda y zumos de frutas, y otras fuentes de plata rebosantes de toda clase de chucherías. Donde terminaba el césped, Manubai había hecho levantar una vasta
shamiana
de vivos colores que albergaba un bufete con los platos más refinados de la rica cocina bengalí. A la izquierda de la tienda, unos músicos de abigarradas vestiduras tocaban melodías de las operetas de Gilbert y Sullivan y tonadas de swing americano. «Todo era deliciosamente retro», contará Max. «Yo esperaba ver llegar de un momento a otro al virrey y a la virreina de la India en un Rolls-Royce blanco escoltado por lanceros bengalíes».

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