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Authors: Dominique Lapierre

Tags: #Drama

La Ciudad de la Alegría (45 page)

—Estamos listos, apostaría algo a que ya tenemos a esos brutos aquí —dijo a su mujer, levantándose.

Se ajustó el
longhi
y salió precipitadamente. Todo el barrio estaba ya en conmoción. Desde hacía varios días corrían rumores de expulsión. En efecto, ya estaban allí los «brutos»: un bulldozer y dos furgones repletos de policías armados de
lathis
y de granadas lacrimógenas. Un coche Ambassador negro se unió a ellos, y de él descendieron dos
babúes
con
dhoti
, llevando chalecos sobre las camisas. Hablaron con el jefe de los policías, y al cabo de un momento avanzaron hacia el grupo que formaban los habitantes del
slum
.

El de más edad, que llevaba unos papeles en la mano, tomó la palabra:

—El ayuntamiento nos ha encargado que procedamos a la destrucción de vuestras chabolas —anunció.

—¿Por qué? —preguntó una voz.

El
babú
pareció desconcertado. No solía ocurrir que unos pobres hicieran preguntas.

—Porque vuestras barracas impiden los trabajos de construcción de la futura línea de metro.

Los habitantes del barrio se miraron unos a otros, estupefactos.

—¿Qué es eso del metro? —preguntó Hasari a su vecino Arún, que decía haber estado en Afganistán.

Arún tuvo que reconocer que no lo sabía. El
babú
consultó su reloj y volvió a hablar.

—Tenéis dos horas para recogerlo todo e iros. Una vez transcurrido este plazo…

Sin molestarse en dar más explicaciones, señaló el bulldozer. El funcionario había hablado sin alzar la voz, como si estuviera allí para comunicar una información trivial. Hasari observó el comportamiento de sus vecinos. No decían nada, y aquel silencio era tan sorprendente que pareció que hasta los
babúes
se sentían inquietos. Seguramente esperaban protestas, gritos, amenazas, algo. «Pues no. Estaban allí para echarnos, como se echa a ratas o a cucarachas, y nosotros no decíamos nada». Claro está que nadie podía echar de menos el
slum
, pero en la pirámide de la desgracia, aquella aglomeración de chabolas era preferible a la acera. Aquí al menos tenían un pedazo de tela y unos trozos de cartón encima de la cabeza.

En realidad, la falta de reacción tenía otros motivos. «Habíamos perdido toda energía, simplemente», dirá Hasari. «Esta ciudad inhumana había acabado por quitarnos toda capacidad de reacción. Y en aquel barrio podrido no contábamos con nadie para defendernos. Ni sindicato ni jefes políticos. Hasta los granujas de la mafia, que antes se las habían ingeniado para cobrarnos un alquiler, habían desaparecido. Además, todo hay que decirlo, habíamos recibido tantas bofetadas que un golpe más o menos no nos parecía una gran diferencia. Siempre atrapados por esa maldita rueda del
karma
».

Los dos
babúes
juntaron cortésmente las manos para saludar y volvieron a su coche, dejando a los habitantes del barrio solos ante los policías y el bulldozer. Entonces sucedió algo completamente asombroso. Hasari vio que su vecino Arún cogía el tablón que sostenía el techo de su chabola y corría hacia las fuerzas del orden con la velocidad de un caballo al galope. Fue la señal de un ataque generalizado. Pasado el primer estupor, todo el mundo se sintió dominado por una formidable cólera. Una a una, todas las barracas se derrumbaron; un diluvio de materiales cayó sobre los policías. Varios cayeron al suelo, lo cual redobló la furia de los asaltantes. Se arrojaron sobre ellos golpeándoles con maderos, ladrillos, tejas. Las mujeres y los niños chillaban para excitar a los hombres. Hasari vio a uno que con un clavo reventaba los ojos de un policía herido. Uno de sus vecinos roció a otro con una botella de queroseno y le prendió fuego. Los representantes del orden que aún podían andar se batieron en retirada hacia sus furgones. Pero otros habitantes del barrio se acercaron con nuevas botellas de gasolina. Los furgones de la policía no tardaron en arder. Luego alguien arrojó una botella sobre el bulldozer, que estalló. Una nube de humo negruzco envolvió el campo de batalla. Los combatientes tuvieron que levantarse la camisa para protegerse los ojos. Pero bajo el efecto de los gases lacrimógenos muchos estaban completamente ciegos. Cuando cesó el combate, pudo medirse la magnitud del desastre. Varios cuerpos carbonizados de policías aparecían encogidos en medio de un caos indescriptible. En cuanto a las chabolas, hubiérase dicho que un ciclón las había reducido a polvo. Ya no se necesitaba ningún bulldozer. La cólera de los pobres había hecho el trabajo: los trabajadores del metro podían empezar según lo previsto.

Hasari reunió a su mujer y a sus hijos para huir apresuradamente antes de que volvieran los policías con refuerzos. Lo habían perdido casi todo. Apenas dejaron atrás el primer cruce, cuando un aullido de silbatos y de sirenas llenó el cielo. Al igual que centenares de fugitivos en busca de un trozo de acera, Hasari Pal y su familia sólo podían confiar en la misericordia de los dioses. «Pero aquel día los dioses de Calcuta no tenían orejas».

Durante toda la mañana vagaron por toda la ciudad, hasta ir a parar cerca de la fachada de una iglesia, en la acera de Lower Circular Road. Había allí un campamento improvisado en el que vivían unas cuantas familias de una tribu de adivasis. Los adivasis, oriundos del norte de la India, eran los aborígenes del país, y su suerte era particularmente miserable. El lugar tenía la ventaja de encontrarse cerca de una fuente. Pero sobre todo estaba próximo a Park Circus, donde Hasari iba a recuperar su
rickshaw
todas las mañanas. El hombre con quien compartía su vehículo era un joven musulmán del Bihar con cabellos rizados, que se llamaba Ramatullah. Un Corán en miniatura colgaba de su cuello, en el extremo de una cadenita. Trabajaba desde las cuatro de la tarde hasta medianoche, e incluso hasta más tarde si tenía clientes. A fin de ahorrar la mayor cantidad posible de dinero para su familia, dormía en el mismo carrito, con la cabeza y las piernas colgando de cada lado de las varas. No era muy cómodo, pero al menos durante este tiempo nadie podía robarle el
rickshaw
. Ramatullah era un compañero maravilloso. Desde que vio que Hasari tosía y escupía sangre, no cesaba de darle pruebas de amistad. Si Hasari no llegaba por la mañana a la hora habitual, se apresuraba a correr hasta Harrington Street para recoger a los dos niños que debía llevar todos los días a la escuela. Porque perder ese tipo de «contrato» tan codiciado por los demás, hubiese sido una catástrofe. Por la tarde llegaba un poco antes para evitarle el cansancio de una última carrera. Y todas las veces le daba el dinero que ganaba en lugar suyo.

Por la cara de susto que ponía el buen Ramatullah cuando llegó aquel día a Park Circus, Hasari comprendió que no debía de tener un aspecto demasiado normal. Le contó la batalla de las chabolas y la expulsión de sus habitantes. Pero los compasivos ojos del musulmán seguían fijos en el rostro de su camarada.

—Tienes que ir a ver a un médico inmediatamente —terminó por suplicar Ramatullah—. Estás verde como un limón amargo. Anda, sube al
rickshaw
. ¡Hoy serás el primer
marwari
de la jornada!

—¡Un
marwari
de peso pluma, tienes suerte! —comentó Hasari instalándose en la banqueta.

Diez minutos después el musulmán hacía entrar a su amigo hindú en la estrecha tienda de un especialista de medicina ayurvédica de Free School Street. Otros dos enfermos esperaban sentados en un banco. El médico, un hombre gordo y calvo con un
dhoti
blanco impecable, estaba sentado al fondo de la sala en un sillón. Parecía un
zamindar
o un rajá dando audiencia. En un anaquel que rodeaba toda la estancia se alineaba la farmacopea de la medicina ayurvédica, una hilera de tarros y de frascos llenos de hierbas y de polvos. Después de cada consulta, el médico se levantaba, elegía varios tarros e iba a sentarse detrás de una mesa ante una delicada balanza con astil parecida a la de los joyeros, y allí preparaba doctas mixturas después de haber pesado cuidadosamente cada ingrediente. Cuando llegó el turno de Hasari, el médico le miró con aire dubitativo rascándose la calva. Sólo le preguntó la edad. Luego cogió del anaquel como una docena de tarros. Necesitó mucho tiempo para elaborar diferentes preparaciones. Además de diversas cápsulas, también fabricó una poción para devolverle las fuerzas. Le pidió veinte rupias. Era mucho más caro que el
quack
, pero Ramatullah aseguró a su compañero que no había nada mejor que las drogas de aquel hombre de ciencia para que le pasara a uno la fiebre roja. Sabía de dos amigos a quienes había curado. «Yo hice como si me lo creyera para no contrariarle, pero sabía muy bien que la fiebre roja no se cura. La prueba es que había matado a un tipo tan duro como Ram Chander».

Al salir de la consulta del médico, Hasari oyó un chirrido de neumáticos sobre el asfalto muy cerca de él. Era Hijo del Milagro que pasaba por allí con su taxi. Tenía una expresión risueña, como si acabase de vaciar tres botellas de
bangla
. «Cuando a uno casi no le sostienen las piernas y se está desmoralizado, ver de pronto una cara familiar que sonríe, es casi tan consolador como ver la bola de fuego de Surya apareciendo en mitad del cielo», dirá Hasari.

—¡Precisamente te buscaba a ti! —le gritó su amigo—. Tengo que darte una noticia estupenda, pero antes me invitas a un trago.

Hijo del Milagro arrastró a Hasari y a Ramatullah hasta una calleja que hay detrás de Free School Street, donde conocía una taberna clandestina. Pidió dos botellas de
bangla
. Después de apurar el primer vaso, sus ojos se pusieron a brillar.

—Tengo un vecino que se va de mi
slum
para volver a su pueblo —dijo por fin Hijo del Milagro—. O sea que su vivienda quedará libre. Una habitación de verdad, con materiales consistentes y un techo de verdad, paredes y una puerta. En seguida he pensado en ti…

«Ya no oí la continuación», contará Hasari. «De pronto se me nubló la vista y empecé a oír sonar furiosamente unos cascabeles de
rickshaw
dentro de mi cabeza. Luego vi la silueta de un hombre que ardía como una antorcha y sentí que mi cráneo golpeaba contra algo duro. No sé cuánto tiempo duró eso, pero cuando volví a abrir los ojos estaba tendido en el suelo y vi muy cerca las caras congestionadas de Hijo del Milagro y de Ramatullah. Sus manos enormes me abofeteaban con todas sus fuerzas para devolverme la vida».

53

D
E todos los animales e insectos con los que Max Loeb debía compartir su nuevo alojamiento, ninguno le parecía más repugnante que las cucarachas. Había cientos, miles. Resistían a todos los insecticidas y devoraban absolutamente todo, hasta el plástico. De día estaban más o menos tranquilas, pero después de anochecido salían en masa y se desplazaban a una velocidad vertiginosa, zigzagueando en todos los sentidos. No respetaban ninguna parte del cuerpo humano, ni siquiera la cara; te corrían por los labios, te entraban en la nariz.

Las más audaces eran las blatas. Tenían una forma más alargada y un tamaño más pequeño que las grandes cucarachas pardas. Sus únicos enemigos eran las enormes arañas peludas aferradas como pulpos a los bambúes más gruesos del maderaje. El segundo día Max pudo presenciar un espectáculo que se convertiría en una de las distracciones principales de sus noches. Al resplandor de su lámpara vio a un lagarto que se precipitaba en una viga a la caza de una cucaracha. A punto de ser atrapado, el insecto cometió una imprudencia fatal. Se refugió debajo del vientre de una araña. Max la vio entonces sujetar al intruso entre sus patas y clavarle en el cuerpo los dos garfios de que estaba provisto su abdomen. En unos minutos, le vació como a un huevo. Esta clase de ejecuciones eran frecuentes. Todas las mañanas Max tenía que sacudirse para expulsar de su piel los caparazones vacíos de cucarachas caídas durante la noche.

Una semana después de su llegada, Max Loeb fue víctima de un incidente que debía permitirle conocer mejor a sus vecinos que si hubiese vivido un año entre ellos. Una noche leía tendido en su cama de cuerdas cuando vio a la luz de su lámpara de aceite un animalillo un poco más grande que un saltamontes que bajaba a toda velocidad por el muro de adobe muy cerca de él. No tuvo ni tiempo de dar un brinco para ponerse en pie, porque la bestezuela ya le había clavado su dardo en el tobillo. Profirió un grito más de miedo que de verdadero dolor, y aplastó al agresor con su sandalia. Era un escorpión. Se puso inmediatamente un torniquete en el muslo para impedir que el veneno se esparciera. Pero esta precaución no fue muy eficaz. Dominado por un fuerte mareo, con sudores fríos, temblores e incluso alucinaciones, se derrumbó sobre la cama.

«No recuerdo nada de las horas que transcurrieron después. Sólo recuerdo la sensación de un paño mojado sobre la frente y la visión de los ojos oblicuos de Bandona cerca de mi cara. La joven assamesa me sonreía y su sonrisa me tranquilizó. Había mucha gente en mi cuarto y estábamos en pleno día. Iban y venían a mi alrededor. Unos me daban masajes en las piernas, unos niños me abanicaban con un pedazo de cartón, otros me hacían oler bolitas de algodón empapadas en un curioso perfume muy intenso y desagradable. Otros me presentaban cuencos llenos de pociones, y había también quien me aconsejaba no sé qué.»

Aquel incidente fue para todo el barrio la ocasión de reunirse, de discutir, de comentar y de demostrar su amistad. Pero lo que sorprendió más al joven norteamericano fue que nadie parecía tomar el asunto muy en serio. Una picadura de escorpión era aquí una cosa trivial. Alguien contó a Max que había sido picado siete veces. Otro mostró su muslo repitiendo: «¡Cobra!, ¡cobra!», como si viniera a decir que una picadura de escorpión era una bobada. Sin embargo, aquellos animalillos mataban entre diez y veinte habitantes del
slum
todos los años, sobre todo niños.

—¿Quién te avisó? —preguntó Max.

La respuesta brotó de una voz cristalina.

—Gran hermano, Max, cuando tus vecinos no te vieron salir para la «llamada de la naturaleza», supusieron que estabas enfermo. Cuando no te vieron en la fuente, pensaron que habías muerto. Entonces fueron a buscarte. Aquí no puedes esconder nada. Ni siquiera el color de tu alma.

54

S
ERÍA exagerado decir que Paul Lambert cogió la noticia con transportes de alegría. Y no obstante, estaba convencido de que era una señal de Dios, confirmándole, en un momento de desaliento, el sentido de su misión. En aquel instante de su vida, aquel hombre que lo había compartido todo y aceptado todo, sentía que sus fuerzas le traicionaban. Añadiéndose a los excesos del termómetro, la huelga de los poceros municipales había transformado la Ciudad de la Alegría en una cloaca más difícil de soportar que nunca. De noche, tratando de conciliar el sueño, en medio de aquella agobiante humedad, Lambert soñaba con los pastos de los Alpes, con las playas desiertas de Bretaña. Soñaba con espacio, con olores campestres, con bosques, con macizos de flores, con animales salvajes. Cuando llegó al
slum
, se tapó los oídos para no oír los gritos de sufrimiento. Ahora, de vez en cuando, sentía deseos de cubrirse la cara para no ver nada más, para no sentir nada más. En una palabra, estaba en plena depresión. Ni siquiera la presencia de Loeb cambiaba la situación. Fue entonces cuando Ashish y Shanta fueron a comunicarle la noticia.

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