La Ciudad de la Alegría (57 page)

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Authors: Dominique Lapierre

Tags: #Drama

—¡Abajo, muchachos!

La orden de Nissar rasgó el aire ya ardiente del amanecer. Los cinco niños se dejaron caer sobre el asfalto. El autobús acababa de salir del último suburbio al este de la ciudad y la carretera atravesaba ahora una inmensa extensión llana y pantanosa. Shambu se frotó los ojos, todavía cargados de sueño. A dos kilómetros hacia el este, nubes de buitres oscurecían el cielo.

—¿Es allí? —preguntó.

Nissar afirmó con la cabeza. Con el viejo saco de yute colgando de un hombro y su mono, que le buscaba los piojos entre los pelos, en el otro, encabezaba el grupo. Se sentía feliz haciendo de trapero. Los traperos eran libres y cada día les traía una nueva esperanza de algún hallazgo portentoso. Anduvieron durante un kilómetro. Luego, de pronto, como su padre la noche del incendio de los
rickshaws
, Shambu recibió en la cara el tremendo hedor procedente del vertedero. Pero el olfato de un niño criado en las aceras de Calcuta es menos sensible que el de un campesino acostumbrado a los perfumes campestres. Shambu siguió a Nissar y a los otros sin desfallecer. Además de los buitres, y de las vacas que pastaban en aquel mar de inmundicias con obstinación, un verdadero hormiguero humano se agitaba ya en el inmenso terraplén. Nissar detuvo a su grupo trescientos metros antes de la rampa de acceso utilizada por los camiones de basura.

—Habrá que darse prisa —anunció con una voz que su labio leporino hacía silbante—. Es el día de los hoteles y de los hospitales. Eso no hay que perdérselo.

En efecto, una vez a la semana los camiones de basura municipales traían los desperdicios de esos establecimientos. Ello provocaba cada vez una carrera frenética. Era normal: aquellos cargamentos encubrían a menudo verdaderos tesoros de cotización máxima en la bolsa de valores del vertedero: frascos, vendajes, jeringuillas, pedazos de carbón, restos de comida.

«Tú, Shambu», ordenó el niño musulmán, señalando una especie de cueva que había en un lugar más bajo, «te metes en ese agujero. Cuando veas un pedazo de trapo colgando del cristal de un camión, silbas para avisarme. Es la señal de que viene de un hospital o de un hotel».

Nissar sacó de su faja un billete de cinco rupias. Mostrándolo a sus compañeros, continuó: «Yo correré hacia el camión agitando el billete. El chófer reducirá la marcha para cogerlo. Entonces todos subimos a la vez. El chófer se irá hacia un rincón alejado del vertedero y allí soltará lo más aprisa que pueda toda la mierda. Habrá que darse mucha prisa antes de que lleguen los otros».

El niño musulmán del labio leporino hablaba con la calma y la autoridad de jefe de comando. Cada cual se precipitó a ocupar su posición en espera del primer camión. La mayor parte de los otros traperos que hurgaban en el océano grisáceo de las basuras habitaban en las casuchas cuyos tejados rojos servían de límite al vertedero. Casi todos eran mujeres y niños, ya que los hombres se dedicaban allí a otra ocupación. Hacían macerar tripas de animales y desechos de legumbres en vasijas herméticamente cerradas que sumergían en el fondo de inmundos estanques de agua verde y apestosa. Luego destilaban esas cocciones. El líquido resultante se embotellaba y se distribuía entre las tabernas clandestinas de Calcuta y por los figones de los
slums
. «¡Es algo que reconstruye a un hombre!», aseguraba Hasari, que se acordaba de sus libaciones con Ram Chander y con Hijo del Milagro. Sin embargo, aquel alcohol prohibido había matado a más indios que todas las calamidades de la naturaleza. Era el famoso
bangla
.

Llegó un primer camión amarillo, luego otro y por fin un tercero. Pero ninguno llevaba la señal convenida. Nadie se movió. El hijo de Hasari tenía la sensación de que sus pupilas iban a estallar. Nunca había visto semejante espectáculo. Justo encima de él, a la luz incierta del amanecer, se desarrollaba un ballet fantástico. Una nube de mujeres y de niños descalzos arañaban el colchón de inmundicias, con un cesto en una mano y un gancho en la otra. La llegada de cada vehículo provocaba un tumulto de hormiguero enloquecido. Todos se precipitaban hacia el camión amarillo. Una nube sofocante de polvo sulfuroso envolvía cada descarga. Al cabo de unos instantes surgían espectros del montón de basuras. Algunos quedaban un larguísimo tiempo sepultados. Aún más alucinante era el frenesí de las búsquedas alrededor de los bulldozers que iban nivelando las montañas de detritos. Los niños no dudaban en deslizarse debajo de los mastodontes para ser los primeros en explorar el maná removido por las palas de acero. ¿Cuántos habían perecido, ahogados por aquella masa compacta, aplastados por las cadenas de las orugas? Shambu sintió que un sudor frío corría a lo largo de su espalda. «¿Seré capaz de tener tanto valor?», se preguntó. Apareció un cuarto camión, pero siempre sin ningún trapo en el cristal. Arriba, el ballet continuaba. Para protegerse del sol y del polvo, las mujeres y las niñas se habían envuelto la cabeza y la cara con oropeles de colores que les daban un aire de princesas de harén. En cuanto a los niños, con sus sombreros de fieltro, sus gorras agujereadas y sus zuecos de medidas desmesuradas, parecían patéticos Charlots de cine. Cada uno tenía su especialidad. Las mujeres solían dedicarse a desechos de carbón medio calcinado, chatarra, pedazos de trapo y de madera. Los niños preferían lo que era de cuero, de plástico, de cristal, así como huesos, conchas y papeles. Todos recogían con el mismo entusiasmo lo que podía comerse: fruta podrida, restos, mendrugos de pan. Coger esto era lo más difícil y a menudo lo más peligroso. Shambu vio que un buitre se precipitaba como un rayo sobre un niño para arrebatarle un pedazo de carne que acababa de encontrar. Pero los buitres no eran los únicos animales que disputaban su comida a los hombres. Cerdos, vacas, cabras, así como hordas de perros parias, de chacales, e incluso por la noche de hienas, habían fijado su domicilio en el vertedero. Así como millones de bichos y de insectos. Las más agresivas eran las moscas. Verdosas y zumbantes, revoloteaban por miríadas, se aglutinaban en la piel, sin respetar los ojos, la boca, el interior de la nariz y las orejas. En medio de aquella podredumbre estaban en su elemento, y no dejaban de demostrarlo así.

En medio de aquella pesadilla, lo más asombroso era que se habían organizado las condiciones de una vida normal. Entre los montículos de detritos malolientes, Shambu vio vendedores de helados y de polos en sus triciclos decorados, aguadores cargados de grandes odres de pellejos de cabra, buñoleros en cuclillas bajo una sombrilla tras sus sartenes humeantes, vendedores de
bangla
en medio de sus botellas alineadas como bolos. Para que las madres pudieran hurgar mejor entre las basuras, había incluso
baby-sitters
para guardar a sus hijos, por lo común niñas de corta edad sentadas bajo viejos paraguas negros agujereados, con varios bebés cubiertos de moscas sobre las rodillas. El vertedero era también un formidable mercado, un bazar, una bolsa de valores. Todo un pueblo de revendedores, de comerciantes, de chatarreros se había injertado en el de los que buscaban. Cada cual tenía su especialidad. Utilizando arcaicas balanzas de astil, aquellos negociantes en camiseta y
longhi
compraban a peso lo que los ganchos y las manos desnudas habían encontrado. Todas las noches pasaban por allí mayoristas con camiones para cosechar aquel maná que, una vez limpiado y seleccionado, sería revendido a fábricas para su reciclaje.

Shambu sintió que le palpitaba el corazón. Acababa de ver el talismán en el cristal de un camión. Metiéndose los dedos en la boca, lanzó el silbido convenido. En seguida vio que Nissar, siempre con su mono, salía de entre una nube de polvo y saltaba al estribo para entregar su billete de cinco rupias. El chófer frenó. Era la señal para el asalto. Con agilidad de lagartos, escalaron el camión y la montaña de basura. Una vez llegaron a la cumbre, Nissar ordenó:

—¡Todos al suelo!

El enorme camión aceleró para subir la pendiente que daba acceso al vertedero. Medio sepultados en su innoble carga, los cinco traperos eran completamente invisibles. «Las basuras eran a la vez ardientes y viscosas», contará Shambu, «pero sobre todo tenía la sensación de que miles de animales salían de las porquerías para arrojarse sobre mí. Los más aterradores eran unas enormes cucarachas. Corrían por mis piernas, los brazos, el cuello».

En lugar de dirigirse hacia los bulldozers, el chófer torció en dirección opuesta. Era el «acuerdo». Nissar y su pandilla tendrían diez minutos para hurgar solos. Entonces todo ocurrió como en un atraco de cine. Frenazo brutal del camión. Los cinco miembros de la pandilla saltaron a tierra y se metieron bajo el alud de basura que el camión estaba ya volcando. Arañaron, buscaron, eligieron, apartaron a toda velocidad. Botellas, restos de utensilios y de vajilla, herramientas rotas, trozos de cañería, tubos de dentífrico viejos, pilas gastadas, latas de conserva vacías, láminas de plástico, jirones de ropa, papeles, sus cestos se llenaron en un abrir y cerrar de ojos. Entonces el camión volvió a arrancar en medio de una nube de humo y de polvo.

—¡Daos prisa, chicos! Ya vienen los otros.

Nissar lo sabía: había que salir corriendo antes de que la furiosa nube de los demás traperos les cayese encima. Entonces se oyó un grito. Shambu acababa de meterse en aquella hedionda cloaca. «De repente vi algo que brillaba entre toda aquella mierda», contará. «Me pareció que era una moneda y di un golpe con el gancho. Entonces solté el grito. Mi gancho había prendido una pulsera y, en el extremo de la pulsera, había un reloj».

«Primero una expresión de estupor apareció en el rostro de Hasari», dirá Lambert. «Luego cogió el objeto con sus manos y lo levantó con tanta emoción y respeto que creímos que quería ofrecerlo a alguna divinidad. Pero sólo quería acercarlo al oído». Todas las voces del corralillo se callaron. Hasari permaneció así durante largos minutos, inmóvil, incapaz de decir ni una palabra, como transfigurado por aquella joya cuyo tictac se mezclaba con los latidos de su corazón. En aquel momento se produjo un fenómeno muy curioso. Propulsado por alguna fuerza misteriosa, un torbellino de aire cálido surgió súbitamente de los tejados y se metió en el corralillo con un ruido de tejas rotas. En seguida una sucesión de truenos sacudieron el aire. Hasari y todos los habitantes alzaron la vista. «Por encima del humo de las
chulas
había enormes olas de algodón negro», dirá el
rickshaw wallah
. Sintió que un velo de lágrimas oscurecía su visión. «Ya está aquí», pensó, «ya está aquí el monzón. Estoy salvado: pronto podré morir. Gracias a este reloj y al diluvio que va a caer, a este reloj, gracias a las quinientas rupias de mis huesos mi hija tendrá un buen marido».

67

«
LA ciudad nos había cambiado los ojos. En el pueblo escrutábamos durante días el cielo, a la espera de las primeras nubes cargadas de agua. Cantábamos, bailábamos e implorábamos a la diosa Laxmi que fecundara nuestros campos bajo un diluvio bienhechor. Pero en Calcuta no había nada que fecundar. Ni las calles, ni las aceras, ni las casas, ni los autobuses, ni los camiones pueden fecundarse con el agua bienhechora que hace crecer el arroz de nuestros campos. No obstante, seguíamos acechando el monzón con una impaciencia aún más febril que en el campo. Lo esperábamos a causa de aquel espantoso calor que nos aniquilaba hasta el punto en que había momentos en que deseábamos pararnos bajo un árbol, en cualquier calle, y dejarnos morir allí. A veces ni siquiera era necesario pararse bajo un árbol para esperar la muerte. Ésta te sorprendía en pleno esfuerzo, mientras transportabas a un colegial a su escuela, o a un
marwari
al cine. Soltabas entonces los varales y te desplomabas en plena calle. En ocasiones, a causa de la velocidad, tu propio carrito te atropellaba antes de ir a chocar contra un autobús o una acera. A eso se le llamaba “el golpe de Surya”, el dios Sol.

»Toda aquella noche y durante el día siguiente, espesas nubes negras llenaron el cielo, sumiendo a la ciudad en una oscuridad casi completa. Las nubes se mezclaban con los humos y el polvo. Pronto hubo por encima de los tejados una especie de colchón negruzco. Hubiérase dicho que Sani, el planeta del mal augurio, quería asfixiarnos para castigarnos. Nos ahogábamos. La gente reñía en la calle por cualquier nimiedad. Las porras de los policías se ponían a golpear sin que nadie supiera por qué. A mí cada vez me costaba más respirar. Hasta las cornejas y las ratas que hurgaban en los montones de basura de Wood Street tenían un aire extraño. Los niños no dejaban de llorar. Los perros aullaban a la muerte. Yo me preguntaba si en vez del monzón aquello no era el fin del mundo, que estaba a punto de llegar. Muchas gentes me suplicaban que las llevase al hospital. Querían que les ayudaran a respirar. Pero yo sabía que en el hospital ni siquiera iban a ayudarles a morir. En la entrada de Lower Circular Road, recogí a una vieja que estaba gimiendo en la acera. Estaba completamente resecada. Su piel era como el cartón. Compré un coco y le hice beber el jugo tibio y ligeramente azucarado. Luego la llevé al hospital donde murió, hace ya tanto tiempo, nuestro amigo el
coolie
.

»Al cabo de tres días, súbitamente se levantó un viento terrible, una especie de tornado de arena y de polvo, como ya había sucedido otras veces durante las tormentas del premonzón. En pocos minutos toda la ciudad quedó cubierta de una capa amarilla. Parece que esta arena viene de las montañas del Himalaya y de las mesetas que hay por la parte de China. Era espantoso. La arena y el polvo se metían por todas partes. Teníamos llenos de arena los ojos y la boca. No sé si fue a causa de mi fiebre roja o de esos torbellinos, pero de pronto me sentí incapaz de levantar las varas de mi
rickshaw
. Estaba como aniquilado por una fuerza que venía del más allá. Me tendí sobre el asiento de tela charolada, con las piernas colgando en el aire, tratando de recuperar el resuello, la cabeza llena de zumbidos, los ojos doloridos, sintiendo calambres en el estómago. ¿Cuánto tiempo permanecí en ese estado de postración? Como no se veía el sol, oculto por las nubes negras, perdí completamente la noción del tiempo.»

La pesadilla de esta espera se prolongó durante varios días. En la Ciudad de la Alegría la sequedad empezó a agotar los pozos y las fuentes. Las víctimas de deshidratación se multiplicaron, y Max terminó en pocas horas su pequeña provisión de suero. El sexto día, hacia las doce, el termómetro subió hasta los 117º Fahrenheit, casi 46º centígrados. El viento había cesado. Inmóviles, las nubes ahogaban el
slum
bajo una tapadera de fuego. Pero seguía sin caer una gota de lluvia. Convencidos de que este año el monzón no iba a llegar, muchos habitantes se tendieron en sus cuchitriles para esperar que la rueda del
karma
pusiera fin a su suplicio. Al día siguiente, unas cortas ráfagas devolvieron un poco de esperanza. Pero hacia el mediodía, a pesar de todas las ofrendas depositadas en los altares de los dioses, el termómetro volvió a enloquecer de nuevo. Estos excesos representaron una dura prueba para las fuerzas de Max, de Bandona y de todos los miembros del Comité de Ayuda Mutua. Continuamente, un SOS les llamaba a la cabecera de una víctima de la espantosa canícula. Al regresar de una de esas salidas, cuando acababa de entrar, extenuado, en su cuarto-dispensario, Max sintió sobre su rostro sudoroso un paño húmedo y perfumado. Detrás estaban los dedos de Bandona. Cogió la mano de la muchacha y se la llevó a los labios. El brusco contacto con la piel tan fresca y tan viva, en aquel ambiente tan sórdido que apestaba a éter y a alcohol, le impresionó. Los enfermos que se agolpaban en la puerta les miraban atónitos. Ese tipo de efusiones públicas eran un espectáculo desconocido en la India. Soltó la mano y se secó la cara con el paño perfumado. Aquel olor le recordó algo, no sabía el qué. Hizo memoria, y de pronto apareció la visión de Manubai. Espejismo insólito, irreal, en el fondo de aquella chabola. A pesar del calor asfixiante, se estremeció. La hermosa y rica india había embellecido tanto su vida desde aquella memorable noche de fiesta de julio en la que había olvidado por unas horas su
slum
en los almohadones de su cama con baldaquino con velo de muselina… Encarnación de la India de los cuentos, de los mitos, de los sortilegios, Manubai le había recordado que la alegría, la felicidad, la riqueza, el lujo también formaban parte de la creación. Que incluso en Calcuta era posible vivir en medio de las flores, comer, beber, reír, amar, gozar de las maravillas de la vida. Despreocupada del qué dirán, había dado varias cenas en su honor, en su suntuoso comedor que adornaban pájaros tropicales. Le había llevado a las veladas de la colonia diplomática, a las recepciones sobre el césped fresco del Tollygunge Club, a los bridges en el palacio del gobernador. Al contacto de su cuerpo lleno de fragancias, al oír el sonido tranquilizador de sus risas, en el lujo casi irreal de su oasis, había paladeado los placeres y los refinamientos de una India de fantasías milenarias. Pero era al lado de otra mujer donde había extraído la voluntad y la fuerza de proseguir su tarea en medio de los pobres de la Ciudad de la Alegría. Bandona no poseía ni casa ni criados ni cama con baldaquín. Jamás había conocido otra cosa que los talleres-presidio, los chamizos, el fango, el hambre. Pero su sonrisa luminosa, su disponibilidad para los demás, su poder mágico de aliviar y de tranquilizar, valían más que todas las riquezas. En aquel mundo de desventurados que asediaban todos los días la puerta de su cuarto-dispensario, exhibiendo sus llagas, sus enfermedades, sus podredumbres, frente a todo aquel sufrimiento, a la desesperación, al desnudo, a la muerte, era aquel ángel de misericordia quien había dado a Max el valor para enfrentarse con todo aquello. ¿Cómo era posible que tanto horror vivido juntos y tanto amor ofrecido a los demás, no hubiesen creado vínculos excepcionales entre los dos seres? Pero en aquel lugar cerrado donde ni un guiño podía pasar inadvertido, era inconcebible que se manifestaran. Lambert había avisado a Max: un
slum
era una olla en perpetua ebullición. Cualquier acontecimiento un poco insólito podía hacer saltar la tapadera y provocar una explosión. Contrariamente a una Manubai Chatterjee, que, gracias a su posición social, podía romper sus cadenas y desafiar el orden existente, Bandona no tenía la menor esperanza de encarnarse alguna vez en Radha, la divina amante de Krishna, el dios pastor y flautista. Era prisionera de los ritos y de los tabúes que en la India regían las relaciones entre hombres y mujeres. Como todas las jóvenes de su condición, su destino era ser entregada un día, virgen, a un marido que otros —su padre, un tío, una abuela— elegirían para ella. La atracción física no intervendría para nada en esa unión. Sólo vería a su marido en el instante de la ceremonia. ¿Su noche de bodas? Sin duda en un
slum
, ante todo un rito destinado a concebir un heredero varón, como todas las futuras entregas de su vida conyugal en medio de tanta promiscuidad. Un rito cuyo pretexto sorprendía siempre a Lambert. «De pronto oigo una extraña agitación entre los que duermen junto a mí. Entonces veo en la oscuridad a unas personas que se levantan discretamente. Hay ruidos de puertas. Luego gritos ahogados, muy débiles. Las parejas del corralillo hacen el amor. Entonces sé que es
purnina
, la luna llena».

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