—Al menos seremos cien —declaró el padre—, y queremos estar seguros de que habrá comida bastante para todos.
Lambert vio el sobresalto de Hasari.
—¿Cien? —protestó—. ¡Pero si habíamos acordado que no pasaríais de cincuenta!
Nueva disputa ante la hilaridad de todo el corralillo. Los visitantes repasaron atentamente el menú, exigieron que se añadiera aquí una verdura, allí una fruta o una golosina. Acorralado, Hasari trataba de hacerles frente.
—Estoy de acuerdo si disminuís en veinte personas el número de invitados —terminó por conceder.
—¿Veinte? ¡Nunca! ¡Diez, como mucho!
—Quince.
—Doce, ni uno menos.
—De acuerdo, doce —suspiró Hasari, para zanjar el asunto.
Pero su suplicio no había terminado.
—¿Y los músicos? —se inquietó uno de los tíos del novio—. ¿Cuántos músicos habrá?
—Seis.
—¿Sólo seis? ¡Eso es una miseria! ¡Un muchacho como mi sobrino merece al menos diez músicos!
—Es la mejor orquesta del
slum
—protestó Hasari—. ¡Incluso ha tocado en casa del padrino!
—Me da igual que sea la mejor o que no lo sea, tienes que añadir al menos dos músicos más —replicó intransigente el tío.
Entonces una nueva exigencia cayó sobre Hasari como un golpe mortal. Por una razón misteriosa, que al parecer tenía algo que ver con sutiles cálculos astrológicos, las bodas indias casi siempre se celebraban en plena noche. El lisiado Anonar y Meeta se habían casado a medianoche. Los horóscopos de Amrita y de su futuro marido dictaban el mismo horario. Así lo había decidido el
pujari
después de estudiar sus mapas celestes.
—¿Dónde está el generador? —preguntó el padre del novio—. A medianoche es muy oscuro, y una boda sin mucha luz no es una verdadera boda.
Hasari se quedó sin habla. Con la espalda pegada a la pared por el sudor, la boca entreabierta y con ganas de vomitar, la respiración dolorosa y silbante, sintió una vez más que el suelo se hundía bajo sus pies. Las caras, las paredes, los ruidos se mezclaron en un halo. Estrechó el pilar de la galería. «No lo conseguiré», gimió. «Estoy seguro que no lo conseguiré. Van a estropearme la boda de Amrita». Sin embargo, la exigencia era justificada. Para los millones de habitantes de los
slums
, condenados a vivir en una oscuridad perpetua por falta de electricidad, no podía haber una fiesta sin iluminaciones. Una orgía de luz, como la noche de la boda de Anonar, era una manera de desafiar a la desgracia. Hasari sacudió tristemente la cabeza mostrando sus palmas vacías. Aquel hombre que sentía su fin muy próximo no había dudado en endeudarse por generaciones a fin de cumplir dignamente su último deber. Había llevado al usurero las dos sortijas y el pequeño colgante de la dote de su mujer, así como el reloj que su hijo Shambu encontró entre la basura. Se había matado trabajando. Había vendido sus huesos. Había ido más allá de lo posible. Y ahora tenía que aceptar una suprema humillación.
—Si mantienes esta exigencia —dijo, interrumpiéndose a cada palabra para recobrar aliento—, no hay más que una solución: hay que suspender la boda. No me queda más dinero.
Faltaban menos de catorce horas para la fiesta, y el problema parecía irresoluble. Tal vez significaba la ruptura. Por primera vez, Hasari parecía resignado. «Él, que había bregado tanto, ahora ponía la cara de alguien que ya no es de este mundo», dirá el francés. Tal vez para intimidar, los interlocutores adoptaban la misma actitud. «Dios mío», se dijo Lambert, «¡no serán capaces de echarlo todo a rodar por una historia de iluminación!». Por primera vez, intervino en la discusión:
—Sé de un corralillo que no está lejos de aquí y que tienen corriente eléctrica —dijo—. Seguramente se podría empalmar un cable. Con cuatro o cinco bombillas, todo quedaría muy bien iluminado.
Lambert iba a conservar durante toda su vida en la retina la imagen de la cara embargada de gratitud de su amigo. Cuando faltaban menos de siete horas para la fiesta estalló una nueva crisis. Pero esta vez el responsable fue el
rickshaw wallah
. Recordando súbitamente que la fastuosidad de una boda dependía tanto del aspecto del cortejo nupcial como de la celebración, preguntó al padre del novio cómo iba a trasladarse su hijo al domicilio de su futura esposa. Habitualmente ese trayecto se hace en un caballo con gualdrapas de oro y de terciopelo.
—En
rickshaw
—le informó aquél.
Lambert tuvo la sensación de que Hasari iba a sufrir un colapso.
—¿En
rickshaw
? —repitió silabeando—. ¿Has dicho en
rickshaw
?
El padre del novio asintió con la cabeza. Hasari le fulminó con la mirada.
—Mi hija no se casará nunca con un hombre que vaya a su boda en un
rickshaw
, como si se tratara de un vulgar pobre —clamó—. Exijo un taxi. Un taxi y un cortejo. Si no, no hay boda.
La Providencia se llamaría una vez más Hijo del Milagro. Informado de la última diferencia entre las dos familias, el taxista se apresuró a ofrecer su coche para encabezar el cortejo. Esta generosidad conmovió de un modo muy especial al antiguo campesino. En efecto, en aquel mismo coche había tenido un día la mayor revelación de su existencia al ver cómo las rupias del taxímetro «caían como una lluvia de monzón». Este taxi traerá suerte a mi hija y a su hogar, se dijo, alegre y esperanzado.
Unas horas después, ante Hasari se producía por fin la visión maravillosa que era la culminación de tantos afanes. «¡Gran hermano Paul, mira!», murmuró con éxtasis. Envuelta en su sari escarlata sembrado de estrellas de oro, con la cabeza inclinada, el rostro oculto por un velo de muselina, los pies descalzos pintados de rojo, los dedos de los pies, los tobillos y las muñecas resplandecientes de las joyas de su dote, Amrita, conducida por su madre y por las mujeres del corralillo, iba a ocupar su lugar sobre la estera de paja de arroz situada en el centro del patio, ante el braserillo donde ardía el fuego sagrado y eterno. Con los ojos desorbitados de dicha, los labios abiertos en una sonrisa que ascendía desde el fondo de su alma, Hasari gozaba del espectáculo más hermoso de toda su existencia. Espectáculo mágico que borraba de golpe tantas imágenes de pesadilla… Amrita llorando de hambre y de frío en las noches de invierno, en su pedazo de acera, hurgando con sus manitas en los montones de basura del Grand Hotel, mendigando bajo las arcadas de Chowringhee… Instante de triunfo, de apoteosis, desquite final sobre un
karma
maldito.
Estalló una fanfarria acompañada de cantos y de gritos. Precedido de una compañía de bailarines travestis, exageradamente maquillados de rojo y de
khol
, el cortejo hacía una entrada grandiosa en el miserable patio ahumado por las
chulas
. «Parecía como si un príncipe de las
Mil y una noches
nos cayera de golpe del cielo», dirá Lambert. Con su diadema de cartón brillante de lentejuelas, su túnica de brocado y sus babuchas doradas con incrustaciones de abalorios, el novio parecía un maharajá rodeado de su corte, tal como se ven en los grabados. Como Anonar, antes de ocupar su sitio, el muchacho tuvo que someterse al rito del
pardah
, es decir, ponerse el velo, para que los ojos de su prometida no pudieran ver su rostro antes del instante previsto por la liturgia. Luego el
pujari
le indicó por señas que fuera a sentarse al lado de Amrita. Empezó el interminable y pintoresco ritual de una boda hindú, jalonada de
mantras
en sánscrito, la lengua de los letrados y de los sabios que nadie comprendía en aquel barrio, ni siquiera el brahmán que las recitaba.
El público había advertido que el lugar del acompañante de honor permanecía vacío a la derecha de la novia. Este lugar, el primero en la jerarquía del protocolo, Hasari lo había ofrecido a su hermano de miseria, el gran hermano de la chabola vecina, el hombre de Dios que junto con Hijo del Milagro había sido su Providencia, su amigo, su confidente. Pero Lambert no pudo ocuparlo. En el momento en que hacían su entrada el novio y su cortejo, una serie de convulsiones había sacudido brutalmente el pecho de Hasari. Se había apresurado a llevar al desventurado al interior de su cuarto. Los ojos y la boca que muy poco antes exultaban de júbilo, ahora se cerraban con una expresión de intenso dolor. Cuando cesaron los espasmos, el cuerpo permaneció rígido e inmóvil durante un rato. Luego, como si le hubieran aplicado un impulso eléctrico, el pecho y todos los músculos se contrajeron de nuevo. Los labios se entreabrieron. Eran de color completamente azul, signo evidente de insuficiencia respiratoria. Lambert pasó una pierna por encima de su cuerpo y apoyándose con todo su peso sobre el tórax, empezó a darle un vigoroso masaje de arriba abajo. La piel pegada a los huesos era tan delgada que tuvo la impresión de abrazar un esqueleto. El esternón y las costillas crujieron bajo sus dedos. Empapando de sudor su hermoso
panjabi
blanco de acompañante de honor, continuó hasta agotar sus fuerzas. ¡Milagro! Una respiración muy débil, casi imperceptible, pronto hizo estremecer el descarnado cuerpo. Lambert comprendió que había conseguido que el motor volviera a ponerse en marcha. Entonces, para consolidar esta victoria ofreció a su hermano la mejor prueba de amistad que podía darle. Inclinándose hacia él, pegó sus labios a su boca y se puso a insuflar rítmicamente bocanadas de aire en sus pulmones roídos por la fiebre roja.
Lambert contó más tarde lo que pasó luego en una carta al superior de su hermandad. «Hasari abrió los ojos. Estaban llenos de lágrimas y comprendí que debía de estar sufriendo. Traté de hacer que bebiera, pero el agua le resbalaba por los labios sin que pudiese tragarla. Respiraba muy débilmente. En cierto momento pareció oír un ruido del exterior. Tendió la oreja hacia la puerta. De afuera venía un estruendo ensordecedor, con música y mucho ruido de voces. Sonrió imperceptiblemente al oír todo aquel ruido. Oír que la fiesta se desarrollaba normalmente tuvo un efecto tan beneficioso que quiso hablar. Me acerqué a su boca y oí: “Gran hermano, gran hermano”, y luego palabras incomprensibles.
»Unos instantes después, me cogió la mano y la apretó. Me sorprendió la fuerza con que estrujaba mis dedos. Aquella mano que había sostenido una vara de
rickshaw
durante tantos años era como una tenaza. Entonces me miró con ojos suplicantes. Repitió: “Gran hermano, gran hermano”, y luego unas palabras en bengalí. Esta vez comprendí que hablaba de su mujer y de sus hijos, que me pedía que me ocupara de ellos. Traté de tranquilizarle. Entonces me dije que el fin estaba cerca. También él debía de pensarlo, porque hizo unos movimientos con la mano como para indicarme que quería salir del corralillo sin que nadie se diera cuenta. Sin duda temía que su muerte interrumpiera la fiesta. Yo ya había previsto aquella eventualidad y había pedido a Hijo del Milagro que acogiese a Hasari en su corralillo lo antes posible. Hacia las tres de la madrugada, con ayuda de Kalima y de su hijo Shambu, el pequeño trapero, pudimos trasladar discretamente al
rickshaw wallah
. Los participantes de la fiesta no se dieron cuenta de nada. El padrino había hecho traer una provisión suplementaria de
bangla
, y muchos estaban ya borrachos. Hasari debió de notar que salía de su domicilio, porque juntó las manos sobre el pecho en un gesto de Namasté, como para despedirse de todo el mundo.
»Entonces las cosas fueron muy aprisa. Hacia las cinco de la madrugada, Hasari fue sacudido por una violenta crisis. Sus labios se entreabrieron. De ellos brotó un chorro de sangre lleno de burbujas. Poco después el pecho se hundió en medio de un estertor. Era el fin. Cerré sus párpados y recité la oración de los muertos.»
Aún no había transcurrido una hora desde su muerte cuando unos golpes violentos sacudieron la puerta del cuarto donde Hijo del Milagro y Lambert velaban los restos de su amigo, envueltos en una mortaja de
khadi
blanco ornado de una guirnalda de claveles amarillos. El taxista se apresuró a abrir. En la oscuridad distinguió dos caras de piel muy oscura.
—Somos los
doms
—dijo el más viejo de los sepultureros—. El muerto tenía un contrato. Venimos a buscar su cuerpo.
«
¡HERMANOS, hermanas, escuchad!». Paul Lambert levantó un dedo en dirección a las campanadas, y cerró los ojos para dejarse impregnar por las notas cristalinas que cruzaban el cielo cargado de nubes y de humaredas. «El Divino Niño ha nacido», anunciaba el carillón de la iluminada iglesia de Nuestra Señora del Buen Recibimiento, detrás de la gran estación de Howrah. Eran exactamente las doce de la noche, de la Nochebuena. En aquel mismo momento, de un extremo a otro de la inmensa metrópoli, otros carillones repercutían la misma noticia. Aunque los cristianos fuesen una pequeña minoría en Calcuta, el nacimiento de Jesús era allí celebrado con tanta devoción y fasto como el de Krishna, de Mahoma, de Buda, del
gurú
Nanak de los sijs o de Mahavira, el santo de los jainitas. Navidad era una de las quince o veinte fiestas religiosas de esa ciudad loca de Dios que era una macedonia de creencias.
Chorreante de guirnaldas y de estrellas luminosas, la iglesia de Nuestra Señora del Buen Recibimiento parecía en las tinieblas un palacio de maharajá en una noche de coronación. En el patio, a pocos metros de las aceras donde miles de personas sin hogar dormían acurrucados en el frío cortante, un belén monumental con figuras de tamaño natural reconstruía el nacimiento del Mesías. Una muchedumbre rumorosa y abigarrada, las mujeres con soberbios saris, la cabeza cubierta por velos bordados, los hombres y los niños vestidos como príncipes, llenaba la amplia nave adornada con banderolas y guirnaldas. Los espléndidos ramos de nardos, de rosas y de claveles que adornaban el altar y el coro los había traído una cristiana de Anand Nagar como acción de gracias por la curación milagrosa de su marido salvado del cólera. Alrededor de los pilares, entre las innumerables placas que mencionaban los nombres de los ingleses e inglesas enterrados en aquella iglesia desde su construcción, dos siglos atrás, coronas de hojas y de flores formaban un arco triunfal.
De pronto, una salva de petardos estremeció la noche. Acompañados por los órganos, todos los fieles entonaron el cántico que celebraba el advenimiento del Hijo de Dios. El párroco Alberto Cordeiro, más opulento que nunca en su alba inmaculada y sus ornamentos de seda roja, hizo entonces su entrada en el templo. Escoltado por sus diáconos y por una doble hilera de monaguillos, atravesó la nave y se dirigió ceremoniosamente hacia el altar. «Tanta pompa en medio de tanta pobreza», pensó Loeb, que había acudido como vecino y que asistía por vez primera en su vida a una misa de Navidad. Ignoraba que años atrás el buen párroco había intentado disuadir a Lambert de ir a vivir en medio de los pobres de la Ciudad de la Alegría, por miedo a que «se convirtiera en su esclavo y le perdieran el respeto». La misma ceremonia empezaba en las demás iglesias. En torno a Saint-Thomas, la parroquia elegante del barrio de Park Street, decenas de automóviles particulares, de taxis y de
rickshaws
derramaban un mar de fieles. Park Street y las calles de los contornos relucían de guirnaldas y de estrellas luminosas. En las aceras había niños vendiendo pequeños Papás Noel que habían confeccionado y decorado en los talleres de sus
slums
. Otros ofrecían abetos de cartón brillantes de nieve, o belenes. Todas las tiendas estaban abiertas, con los escaparates llenos de regalos, de botellas de vino, de alcohol y de cerveza, cestas desbordantes de frutas, de confites, de conservas. Ricas matronas escoltadas por sus criados hacían sus últimas compras para el
réveillon
. Familias enteras asediaban Flury’s, la célebre heladería y pastelería. Otros entraban en Peter Kat, en Tandoor, o en los restaurantes del Moulin Rouge, del Park Hotel, del Grand Hotel. Este último anunciaba una cena espectáculo con cotillones por trescientas rupias por pareja, casi el precio por el que Hasari Pal había vendido sus huesos.