«¡Benditos seáis, hermanos! Hermanos, vinisteis en nuestra ayuda cuando lo habíamos perdido todo, cuando la luz de la esperanza ya se había apagado en nuestros corazones. Disteis de comer a los hambrientos, vestisteis a los desnudos, consolasteis a los que sufrían. Gracias a vosotros, volvemos a tener ganas de vivir.
Hermanos, desde ahora sois para nosotros los parientes más próximos. Vuestra marcha nos sume en la melancolía. Os guardaremos gratitud eterna y rezamos a Dios para que os dé una vida larga.
Los supervivientes del ciclón
»
Unas semanas después de esta catástrofe, una mañana, la Ciudad de la Alegría y todos los barrios de Calcuta conocieron una efervescencia poco frecuente. Max Loeb se despertó con sobresalto entre explosiones de petardos y gritos, y salió precipitadamente de su cuarto. Vio que todos sus vecinos cantaban, se felicitaban, bailaban dando palmadas. Los niños se perseguían profiriendo jubilosos aullidos. Exultante de felicidad, la gente se ofrecía golosinas y vasos de té. Unos jóvenes lanzaban fuegos de Bengala. No había ninguna fiesta prevista para aquel día, y el norteamericano se preguntó la razón de aquel súbito desbordamiento de regocijo matinal. Entonces vio llegar corriendo a Bandona, con una guirnalda de flores en las manos. Nunca había visto a la joven assamesa en semejante estado de alegría. Sus ojillos oblicuos chispeaban de júbilo. «Este pueblo de flagelados, de humillados, de hambrientos, de oprimidos es realmente indestructible», pensó, maravillado. «Su gusto por la vida, su capacidad de esperanza, su voluntad de mantenerse erguido le harán triunfar sobre todas las maldiciones de su
karma
».
—Max, gran hermano, ¿no sabes la gran noticia? —gritaba con toda la fuerza de sus pulmones el Angel de la Ciudad de la Alegría—. ¡Hemos ganado! Ahora somos tan fuertes como los de tu país, como los rusos, como los chinos, como los ingleses… Podremos regar nuestros campos, conseguir varias cosechas de arroz al año, alumbrar nuestras aldeas y nuestros
slums
. Nadie volverá a pasar hambre. No habrá más pobres. ¡Nuestra gran Durga Indira Gandhi acaba de prometerlo! ¡Esta mañana hemos hecho estallar nuestra primera bomba atómica!
Las condiciones de vida de los habitantes de la Ciudad de la Alegría han mejorado mucho después de los hechos que se cuentan en este libro. Un día, una joven maestra francesa visitó el
slum
. A su regreso a Nantes, habló con tanta emoción de lo que había visto a sus alumnas, que éstas le ayudaron a fundar una asociación cuyos miembros se comprometieron a enviar todos los meses una suma de dinero al Comité de Ayuda Mutua del barrio de chabolas. La asociación pronto contó con trescientas personas. Entonces se publicó un reportaje en la gran revista
La Vie
, lo que multiplicó por diez el número de los adherentes. Un año más tarde, un segundo artículo dobló esta cifra. Los donativos de los siete mil miembros de la asociación permitieron crear en el
slum
una verdadera infraestructura médico-social. Un médico bengalí, un hombre de gran corazón, el doctor Sen, que desde hacía treinta años cuidaba gratuitamente a los pobres, pasó a ser su presidente. Más tarde, jóvenes franceses enamorados de la India fueron a instalarse allí para darle un nuevo impulso y reforzar el equipo. Poco a poco los habitantes mismos fueron fundando dispensarios, hogares para niños raquíticos, hospitales de maternidad, sopas populares para ancianos e indigentes, escuelas profesionales para adolescentes, talleres de artesanía para adultos, obra de los mismos habitantes del barrio, gracias a los fondos enviados desde Francia. Se hicieron campañas de vacunación y de diagnóstico precoz de la tuberculosis. Luego, unos programas de acción rural desarrollaron el riego, la perforación de pozos, los dispensarios en las zonas pobres y desamparadas de la Bengala más próxima. Naturalmente, para crear y dirigir todos esos centros se llamó a aquel puñado de indios que una noche fueron al cuarto de Lambert para «reflexionar sobre la posibilidad de ayudar a los demás». Hoy día, Bandona, Kamruddin, Kasi Nath, Margareta y unos doscientos cincuenta asistentes sociales, enfermeros, educadores, asistidos por médicos bengalíes y por voluntarios extranjeros, llevan todas esas obras de ayuda mutua, de socorro, de asistencia sanitaria y de educación.
Por su parte, el gobierno de Bengala y el ayuntamiento de Calcuta no han escatimado esfuerzos. Gracias a fondos prestados por la banca mundial, se inició un vasto programa de rehabilitación de los
slums
. Se pavimentaron calles y callejas, de la Ciudad de la Alegría se elevaron algunas, se abrieron nuevas letrinas, se hicieron nuevos pozos con conducciones, se tendieron líneas eléctricas. Estos beneficios tuvieron efectos imprevisibles. El hecho de que los
rickshaws
y los taxis pudieran ya acceder al interior del
slum
, movió a empleados, funcionarios y comerciantes modestos a buscar alojamiento en la Ciudad de la Alegría. A diez minutos a pie de la gran estación de Howrah, y tan cerca del centro de Calcuta, el barrio de chabolas ofrecía un lugar de residencia mucho más cómodo que las nuevas ciudades construidas a veinte o veinticinco kilómetros del casco urbano. Los alquileres, de golpe, subieron vertiginosamente. Signo característico de este cambio económico fue que el número de los joyeros-usureros se decuplicó en menos de dos años. Contratistas poco escrupulosos se entregaron incluso a una desenfrenada especulación. Inmuebles de tres o cuatro pisos empezaron a surgir por todas partes y muchos pobres tuvieron que irse.
Las primeras víctimas de estos cambios fueron los leprosos. La llegada de un nuevo equipo político al gobierno de Bengala privó al «padrino» de los apoyos de que gozaba. Una nueva mafia se instaló en Anand Nagar. Y los nuevos amos decretaron la expulsión de los leprosos. Se fueron en pequeños grupos, sin choques ni violencia. Lambert consiguió que Anonar, su mujer, su hijo y la mayor parte de sus amigos fueran acogidos en el asilo de la Madre Teresa. En cambio, las ocho mil vacas y búfalas de los establos se quedaron allí. Siguen formando parte de la población de la Ciudad de la Alegría.
Tres semanas después del ciclón, Ashish y Shanta Ghosh volvieron con sus hijos a su devastada aldea, situada junto al bosque de los Sunderbans. Con un valor y un entusiasmo robustecidos por su duro aprendizaje de la supervivencia en el
slum
, reconstruyeron su cabaña, limpiaron sus campos y reanudaron su vida de campesinos. Su experiencia de compartirlo todo les movió a interesarse aún más de cerca por la suerte de sus vecinos. Shanta fundó varios talleres de artesanía para las mujeres de la aldea, mientras su marido fundaba una cooperativa agrícola destinada a mejorar notablemente los recursos de los habitantes de aquel sector tan desamparado. El ejemplo de esta familia seguirá siendo, ¡ay!, un caso casi único. En efecto, serán escasísimos los habitantes de la Ciudad de la Alegría que conseguirán escapar de sus tugurios para volver a sus campos. En cambio, en el curso de estos últimos años un hecho nuevo aporta una luz de esperanza. Se advierte una clara disminución de la huida de los campesinos pobres hacia Calcuta. Este fenómeno se explica por una sensible mejora en los rendimientos de la tierra de Bengala. En más de la mitad de esta provincia, hoy día se obtienen más de dos cosechas anuales de arroz, y hasta tres aproximadamente en una cuarta parte del territorio. Esta transformación permite a cientos de miles de campesinos sin tierra encontrar trabajo para casi todo el año en los mismos lugares donde viven. Por otra parte, si hace veinte años Calcuta representaba la única esperanza de encontrar empleo en todo el noreste de la India, la implantación de nuevos centros industriales en Orissa, en el Bihar y en otras provincias de esta región, ha contribuido a crear polos de mano de obra que han disminuido notablemente la emigración hacia Calcuta. A menos que se produzcan nuevas catástrofes mayores, puede pues esperarse una estabilización de la población de Calcuta, y tal vez el inicio de un próximo reflujo de los habitantes de los
slums
hacia sus campos de origen.
Max Loeb regresó a los Estados Unidos afirmando que, aparte de un viaje a la Luna, una estancia en un
slum
indio era la aventura más excepcional que podía vivir un hombre del año 2000. Otros jóvenes médicos, hombres y mujeres, continúan acudiendo del mundo entero para ofrecer varios meses de su vida a los habitantes de la Ciudad de la Alegría. En cuanto a él, esa estancia ha transformado completamente su visión de la vida y sus relaciones con los demás. Sigue manteniendo relaciones muy estrechas con Lambert. Junto con Sylvia, que es ahora su esposa, ha fundado una asociación que envía medicamentos y equipo médico al Comité de Ayuda Mutua. Pero sobre todo Max Loeb vuelve regularmente a visitar a sus amigos de Anand Nagar. Le gusta repetir: «Las sonrisas de mis hermanos de la Ciudad de la Alegría son luces que nunca podrán apagarse en mi».
Un día, Aloka, la viuda de Hasari Pal, llevó a Paul Lambert un sobre amarillo cubierto de sellos.
—Paul, gran hermano, esta mañana ha llegado esta carta certificada para ti —le anunció.
Lambert vio inmediatamente que procedía del Ministerio del Interior. La abrió con el corazón palpitante. «Dios mío», se estremeció, «apostaría algo a que el gobierno me echa». Lleno de angustia, leyó apresuradamente el contenido. De pronto, sus ojos tropezaron con unas palabras que tuvo que releer varias veces para comprender del todo lo que querían decir.
The Government of India hereby the said Paul Lambert the certificate of…
«Por la presente», decía la carta, «el Gobierno de la India concede al llamado Paul Lambert su certificado de nacionalización, y declara que, después de haber prestado juramento de fidelidad en el plazo previsto y según las normas que establece la ley, tendrá derecho a todos los privilegios, prerrogativas y derechos, quedando asimismo sometido a todas las obligaciones, deberes y responsabilidades de un ciudadano indio…»
«Un ciudadano indio», balbuceó el francés, sin aliento. Tuvo la impresión de que todo el corazón del
slum
de pronto latía de repente dentro de su pecho. Presa de vértigo, se apoyó contra el pilar de la galería y cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos, cogió en sus manos la cruz que le colgaba al cuello. Contempló las dos fechas que su madre había hecho grabar allí, la de su nacimiento y la de su ordenación. Con la vista empañada por lágrimas de felicidad examinó entonces el pequeño espacio que quedaba libre
delante
del nombre indio que había hecho grabar hacía varios años. El día de su nacionalización, este nombre debía reemplazar el de Paul Lambert. En hindi, como en bengalí, «Premanand» significa «Bienaventurado el que es amado por Dios». Tal nombre resumía perfectamente el sentido de su comunión con el pueblo de los humildes, de los pobres, de los atormentados de la Ciudad de la Alegría.
Delante
de este patronímico que era ya el suyo, haría añadir hoy la fecha de su entrada definitiva en la gran familia de sus hermanos indios. Era la tercera fecha más importante de su vida.
Pié Bouquet, Boisseron,
Les Bignoles, Ramatuelle,
julio de 1984.
Quiero manifestar en primer lugar mi inmensa gratitud a mi mujer, Dominique, que compartió todos los momentos de mi larga investigación en la Ciudad de la Alegría y fue una colaboradora insustituible durante la preparación de este libro.
Todo mi reconocimiento, también, a Colette Modiano, Paul y Manuela Andreota, Pierre Amado y Babou Bekers, que pasaron largas horas corrigiendo mi manuscrito y me ayudaron con su aliento y su inagotable conocimiento de la India.
Doy asimismo las gracias a todos mis amigos de la India que facilitaron mi búsqueda con gran generosidad e hicieron agradables y fructíferas mis numerosas estancias en su país. Necesitaría muchas páginas para citarlos a todos, pero deseo especialmente nombrar a Nazes Afroz, Amit, Ajit y Meeta Banerjee; a Mehboob Ali, Tapan Chatterjee, Ravi Dubey, Behram Dumasia, Christine Fernandes, Annette y Georges Frémont, Adi Katgara, Ashwini y Renu Kumar, Anouar Malik, Harish Malik, Jean Neveu, Camellia Panjabi, Gaston Roberge, James Stevens, Baby Thadani, Amrita y Malti Varma, Francis Wacziarg y Aman Nath.
Quiero también recordar con gratitud a Alexandra y Frank Auboyneau, André y Roger Ballade, Bernard y Véronique Blay, Gérard Busquet y Carris Beaune por su memorable obra
Les hermaphrodites
(Éditions J. C. Simoen), Dany Cance-Dhieux, Dominique y Ghislain Carpentier, Juliette Carassone, Claudine y Jean-François Clair, Brigitte Conchon, Marie-Benoîte Conchon, Marie-Joseph Conchon, Solema Correia, Jacqueline de la Cruz, Georgette Decanini, Anne-Marie Deshayes, Thérèse y René Esnault, Raymond Fargues, Hélène Fillion, Denise Guernier, Danièle Guigonis, René Guinot, Marie-Ange y Robert Léglise, Adélaïde Oréfice, Emmanuel y Marie Dominique Romatet, Paule Tondut, Josette Wallet.
Sin la confianza de mi agente literario y amigo Morton L. Janklow y de mis editores, que me han respaldado con su amistad, jamás habría podido escribir este libro: Robert Laffont y sus colaboradores, en París; Sam Vaughan, Henry Reath y Kate Medina, en Nueva York; Mario Lacruz y Miguel García Píriz, en Barcelona; Giancarlo Bonacina, en Milán; Peter Gutmann, en Munich; Antoine Akveld, en Amsterdam; mis amigos de la imprenta Bussière; y, en fin, mi amiga y colaboradora Kathryn Spink, autora de un admirable libro sobre la Madre Teresa titulado
From the brotherhood of man under the fatherhood of God
.
Doy las gracias calurosamente a Jean-Claude Aubin, Hervé Bodez y a todo el equipo de la sociedad de informática Médiatec, de Marsella, que tanto han contribuido a facilitar la organización de mis documentos y a dar forma al manuscrito.
Que todos los que me han concedido tantas de sus horas para permitirme recopilar la documentación de este libro, pero que han querido mantenerse en el anonimato, reciban la expresión de toda mi gratitud.
D. L.