Pero la Navidad no era algo menos vivo en las callejas de la Ciudad de la Alegría. Guirnaldas de luz y banderolas colgaban por todas partes donde vivían los cristianos. Los altavoces difundían canciones y cánticos. Todas las familias habían blanqueado y adornado su vivienda. Aprovechando una ausencia de Lambert, Margareta había dado una nueva mano de pintura en las paredes de su cuarto, dibujando
rangolis
en el suelo, dispuesto un pequeño belén bajo la imagen del Santo Sudario, abierto los Evangelios por la página de la Natividad y encendido velas y bastoncillos de incienso. También colgó del techo guirnaldas de claveles y de rosas que formaban una especie de dosel en torno a lo que parecía un altar. Pero el símbolo más hermoso de aquella noche mágica era para los cristianos de Anand Nagar la enorme estrella luminosa que se balanceaba en el extremo de un bambú encima de la chabola de Lambert. El hindú Kasi Nath y el musulmán Kamruddin tuvieron la idea de izar aquel emblema en el cielo de la Ciudad de la Alegría, como para decir a los desesperados del
slum
: «No volváis a tener miedo. No estáis solos. Esta noche en que ha nacido el Dios de los cristianos, por fin hay entre nosotros un salvador».
El «salvador» en cuestión se había puesto de acuerdo con el párroco de Howrah para pasar aquella noche en medio de sus hermanos. Con la cabeza y los hombros envueltos en un chal a causa del intenso frío, celebraba el misterio de la eucaristía ante una cincuentena de fieles reunidos en el corralillo de Margareta. ¿Cuántos años habían transcurrido desde su primera misa sobre aquella misma tabla apoyada sobre dos sillas? ¿Cinco, seis, siete? ¿Cómo contar el tiempo en este universo sin pasado ni futuro? En ese mundo en el que la vida de tantos hombres se reduce al segundo de supervivencia presente. Al escuchar las canciones y los cánticos que llenaban la noche como una tormenta de monzón, pensó: «Este campo de concentración es un convento». Muy a menudo se había hecho esta reflexión. Aquella Nochebuena, se le imponía una convicción con más fuerza que nunca: en ninguna parte el mensaje de Dios haciéndose hombre para salvar a la humanidad era algo más vivo que en aquel barrio de chabolas. La Ciudad de la Alegría y Belén eran un único, un mismo lugar. Antes de elevar hacia el cielo el pedazo de torta de trigo que utilizaba como hostia, sintió deseos de pronunciar unas palabras. «A cualquier hombre le resulta fácil reconocer y glorificar las riquezas del mundo», dijo buscando con la mirada los rostros inundados de sombra, «pero solamente un pobre puede reconocer la riqueza que es la pobreza. Sólo un pobre puede conocer la riqueza que es el sufrimiento…».
Apenas acababa de decir estas palabras cuando se produjo un extraño fenómeno atmosférico. Primero, una súbita borrasca. Luego una masa de aire caliente que se metió en el corralillo arrancando guirnaldas y banderolas, apagando las estrellas luminosas, haciendo volar las tejas. Casi inmediatamente un formidable trueno sacudió la noche. Lambert se preguntó si el monzón no iba a repetirse. Pero todo se calmó al cabo de unos segundos. «Y porque los pobres son los únicos que pueden conocer esa riqueza, son capaces de rebelarse contra la miseria del mundo, contra la injusticia, contra el sufrimiento del inocente», continuó. «Y si Cristo eligió nacer entre los pobres, fue porque quiso que fueran los pobres los que enseñaran al mundo la buena noticia de su mensaje, la buena noticia de su amor por los hombres.
»Hermanos y hermanas de la Ciudad de la Alegría, vosotros sois los que hoy lleváis esa llama de esperanza. Vuestro gran hermano os lo jura: llegará el día en que el tigre se sentará junto al niño, en que la cobra dormirá junto a la paloma, en el que todos los habitantes de todos los países se sentirán hermanos y hermanas.»
Lambert contará que al pronunciar estas palabras recordaba la fotografía del pastor norteamericano Martin Luther King meditando ante un belén navideño. En el pie de esta imagen publicada por un periódico, Luther King contaba que ante aquel belén había tenido la visión «de un inmenso banquete en las colinas de Virginia, los esclavos y los hijos de esclavos se sentaban con sus amos para compartir una comida de paz y de amor». Aquella noche Lambert se sentía impulsado por el mismo sueño. Algún día, estaba seguro de ello, los ricos y los pobres, los esclavos y los amos, los verdugos y sus víctimas, todos podrían sentarse a la misma mesa.
El sacerdote cogió el trozo de torta que había sobre la tabla y lo elevó lentamente hacia el cielo. Lo que vio entonces por encima de los tejados le pareció tan insólito que se quedó mirándolo fijamente. Haces de relámpagos surcaban la bóveda celeste con una cascada de trazos luminosos, iluminando una enorme masa de nubes negras que cruzaban rápidamente el cielo. En seguida, volvió a retumbar en la noche el fragor de un trueno, como un cañonazo, esta vez seguido de una borrasca de tal violencia que en su corralillo Lambert y los fieles tuvieron la impresión de ser literalmente, aspirados. Unos instantes más tarde las nubes daban paso a un diluvio de agua tibia. Lambert oyó entonces la voz de Aristote John que gritaba por encima del estruendo:
—¡Un ciclón, es un ciclón!
En la otra punta de la ciudad, en una vieja mansión colonial con balaustrada del barrio residencial de Alipore, un hombre escuchaba los crecientes aullidos del tornado. Su observación era profesional: T. S. Ranjit Singh, un sij de treinta y ocho años, natural de Amritsar, en el Punjab, estaba de guardia en aquella Nochebuena en el centro meteorológico regional de Calcuta. Irguiéndose en medio de los banianos centenarios bajo los cuales Rabindranath Tagore compuso antaño algunos de sus poemas, las antenas de aquel centro recibían y comparaban los boletines meteorológicos de todas las estaciones instaladas a lo largo de las costas del mar de Bengala, en las islas Andaman y hasta en Rangún, en Birmania. Dos veces al día, el laboratorio de la estación captaba igualmente fotografías del subcontinente indio y de los mares que lo rodean tomadas desde la alta estratosfera por el satélite americano NOAA7 y por su equivalente soviético Meteor. El mar de Arabia al oeste y el golfo de Bengala al este, siempre habían sido espacios de predilección para el nacimiento de esos huracanes salvajes que los meteorólogos llaman ciclones. Producidos por variaciones brutales de temperaturas y de presiones atmosféricas entre la superficie del mar y las mayores alturas, esos torbellinos de viento liberaban fuerzas comparables a bombas de hidrógeno de varios megatones. Asolaban periódicamente las costas de la India causando millares y a veces decenas de millares de muertos, destruyendo y sumergiendo de golpe regiones tan vastas como Bélgica o Suiza. Toda la memoria de la India estaba traumatizada por la pesadilla de esos ciclones.
Pero aquella noche Ranjit Singh no tenía razones especiales para alarmarse. Todas las depresiones tropicales no se convierten en huracanes ciclónicos, sobre todo en una época tan tardía de la estación. La fotografía transmitida por el satélite americano a las 19 horas incluso era más bien tranquilizadora. El sij la examinó atentamente. La zona difusa de estratocúmulos que mostraba tenía pocas posibilidades de llegar a ser peligrosa. Situada a más de mil quinientos kilómetros al sur de Calcuta, tenía una orientación sur-nor-este, es decir, en dirección a Tailandia. Los últimos informes de las estaciones meteorológicas transmitidas por teletipo apenas databan de una hora. Desde luego, señalaban zonas de bajas presiones en toda la región, pero en todas partes la fuerza del viento seguía siendo inferior a cincuenta kilómetros por hora. Tranquilizado, el sij decidió pasar una agradable Nochebuena. Abrió su maletita y sacó las dos fiambreras de hojalata que le había preparado su mujer. Un verdadero
réveillon
:
curry
de pescado con dados de queso blanco en salsa, albóndigas de verdura y
nans
asados. Sacó también la botellita de ron que había traído de una inspección por el Sikkim y llenó un vaso. Olvidando las ráfagas que hacían entrechocar los postigos, bebió golosamente un primer trago. Luego se dedicó a su cena. Cuando hubo terminado se sirvió un nuevo vaso, se levantó y para tranquilizar su conciencia fue a echar una ojeada al rodillo del teletipo en la habitación contigua. Comprobó con satisfacción la ausencia de todo mensaje y volvió a sentarse. «Bueno», se dijo degustando aquel brebaje delicioso, «otra noche sin historia».
A las dos de la madrugada, el tableteo del teletipo le despertó con sobresalto. La estación de Vishakhapatnan, al norte de Madrás, anunciaba puntas de viento a ciento veinte nudos, cerca de doscientos kilómetros por hora. La estación de las islas Nicobar poco después lo confirmaba. La tímida depresión de la víspera se había metamorfoseado en un huracán ciclónico mayor. La cólera del dios se desataba sobre el mar de Bengala. Una hora más tarde, el SOS de un carguero indonesio sorprendido por la tempestad confirmaba la inminencia del peligro. Su posición, 21º 2’ de latitud norte y 89º 5’ de longitud este, indicaba que el ciclón se encontraba a unos quinientos kilómetros de la costa de Bengala. Había cambiado bruscamente de dirección y se dirigía hacia Calcuta.
El sij no perdió ni un segundo. Inmediatamente avisó a su jefe, el ingeniero principal H. P. Gupta, que dormía con su familia en el piso que le correspondía por su función, situado en un ala del edificio. Luego llamó a la estación local de All India Radio, la cadena de radiodifusión nacional, y al servicio de guardia del ministro del Interior, para que un aviso de «huracán ciclónico de fortísima intensidad» se lanzara inmediatamente a las poblaciones que habitaran la zona del delta. Luego se dirigió hacia el radioteléfono que descansaba sobre una consola que había detrás de su mesa. El aparato tenía línea directa con una instalación ultramoderna situada en la cumbre de los dieciséis pisos del edificio más alto de Calcuta. Bajo su cúpula de fibra de vidrio, la antena parabólica del radar de la meteorología india podía descubrir un ciclón a más de quinientos kilómetros de distancia, seguir su camino, determinar la dimensión de su «ojo» y calcular la masa de agua torrencial que era susceptible de soltar sobre un punto determinado. Pero aquella noche el radar no funcionaba, y la gran sala azul celeste, adornada con fotografías de los ciclones que habían devastado Bengala durante los últimos diez años, se encontraba desierta. El siguiente turno de vigilancia no comenzaba hasta las siete de la mañana del día de Navidad.
A
SHISH Ghosh, el joven campesino que había tomado la audaz decisión de regresar a su aldea después de seis años de destierro en la Ciudad de la Alegría, aquella noche no se había acostado. Con su mujer y sus tres hijos, no había dejado de luchar contra los asaltos del diluvio y del viento que, poco a poco, demolían su cabaña de bálago y de tierra apisonada. Su aldea, Harbangha, era una trabazón de cabañas en medio de los pobres arrozales que habitaban, sobre todo refugiados del antiguo Pakistán Oriental, convertido ahora en Bangladesh. Era una de las regiones más pobres del mundo, una zona de pantanos sin carreteras, atravesada por ríos, caletas, canales, estuarios; una tierra inhóspita azotada incesantemente por alguna calamidad, inundaciones, tornados, trombas tropicales, sequías, hundimientos de orillas, ruptura de diques, invasión de agua salina; un suelo ingrato que ni siquiera daba una cosecha anual de mil quinientos kilos de arroz por hectárea a sus dos millones de campesinos. La vida era aún más dura para el millón de habitantes que ni siquiera poseían un arrozal. Arriesgando su vida, los pescadores trataban de alimentar a su familia en una región inmensamente rica en peces, pero en la que la pobreza de los medios hacía que el rendimiento de la pesca fuese incierto. Medio millón de jornaleros se contrataba para trabajar, pero sólo la época de la cosecha y de las labores del campo les proporcionaba un empleo. El resto del año cortaban leña o recogían miel silvestre en la inmensa selva virgen de los Sunderbans, una región tan grande como Suiza pero más impenetrable aún que la Amazonia, infestada de serpientes, de cocodrilos y sobre todo de tigres que atacaban al hombre y que todos los años devoraban de trescientas a cuatrocientas personas.
Ashish Ghosh se había traído de Anand Nagar uno de los primeros símbolos del ascenso económico de un pobre refugiado, un aparato de radio. Hacia las seis de la mañana, lo encendió. Los parásitos provocados por las perturbaciones atmosféricas dificultaban la escucha. Sin embargo, en medio de las crepitaciones pudo oír una voz que repetía incansablemente el mismo mensaje. Pegó el oído al aparato y en seguida comprendió. Unos minutos más tarde, los Ghosh huían en medio del diluvio abandonando el fruto de sus seis años de destierro, de privaciones, de ahorros, de sufrimiento en el infierno de un barrio de chabolas: su cabaña con la provisión de semillas y de abonos, su campo, el gran estanque excavado a costa de tantos esfuerzos y en el que acababan de nacer las primeras carpas, los dos bueyes que mugían en su cercado de alambre espinoso, las tres cabritas y
Mina
, su hermosa vaca de hinchadas ubres y curvos cuernos como los de los carneros salvajes del Himalaya. Ashish volvió la cabeza para contemplar todo aquello a través del tornado. Apretando el brazo de su mujer, que sollozaba, prometió: «Volveremos». Entonces sus ojos azotados por la lluvia vieron cómo su choza alzaba el vuelo «como el nido de un alción del paraíso arrebatado por una ráfaga de monzón».
La imagen de un gran caracol blancuzco que tenía en su centro un agujero negro apareció bruscamente en la pantalla verdosa. En la parte superior, a la izquierda, un reloj digital anunció la hora en letras de color naranja. Eran las 7.36 horas. El radar de Calcuta acababa de descubrir al monstruo. Su posición —21º 4’ de latitud norte, 70º 5’ de longitud este—, su envergadura —450 kilómetros— y la dimensión de su ojo —35 kilómetros—, confirmaban los mensajes alarmantes de todas las estaciones meteorológicas de la región: se trataba sin lugar a dudas de un huracán mayor, lo que los meteorólogos indios llamaban en su jerga
severest cyclonic storm
. Media hora más tarde, un detalle aumentó aún más la inquietud. Aunque el ojo del ciclón —aquel agujero negro que había en su centro— fuese perfectamente visible, una serie de espirales lechosas habían empezado a formarse en torno a la cavidad, obturándola poco a poco con un velo blanquecino. Era la prueba de que el huracán estaba hinchándose con millones de toneladas de agua.