—Bienvenido, gran hermano Paul —dijo Kalima—, todos esperábamos tu regreso.
Emocionado, con un nudo en la garganta, Lambert les dio las gracias. Durante su ausencia los eunucos habían lavado, frotado y repintado su vivienda.
Entonces una silueta hirsuta y barbuda irrumpió gritando en el corralillo. A Lambert le costó reconocer a Hasari Pal, hasta tal punto el hombrecillo aún había adelgazado más.
—Ahora ya puedo morir —aullaba el
rickshaw wallah
, agitando triunfalmente un fajo de billetes de banco—. ¡Mira todo lo que he ganado! ¡Voy a encontrar un marido para mi hija!
T
ODA su fortuna estaba reunida en una pequeña bandeja de cobre: una caracola, una campanilla, una cántara llena de agua del Ganges, un bote de
ghee
y el
panchaprodit
, el candelero de cinco brazos que servía para la ofrenda del fuego. Hari Giri, de cuarenta y tres años, hombrecillo canijo de piel clara, con una enorme verruga en la frente, era el
pujari
del barrio, es decir, el sacerdote hindú. Vivía en una pobre casa cerca de las chozas de los madrasis, los habitantes más miserables del
slum
. Delante de su casa se elevaba un templecito dedicado a Sitola, la diosa de las viruelas. Con su cabeza escarlata y sus ojos negros, su diadema de plata y su collar de cobras y de leones, la diosa parecía aún más temible que la terrible Kali la patrona de Calcuta. Pero el brahmán era conocido de los habitantes del barrio sobre todo por su devoción a otra divinidad. Hija del dios Ganesh, el de cabeza de elefante, Santoshi Mata era, en efecto, la diosa que tenía poder para dar un marido a cada joven india. Su culto constituía una fuente de ingresos no desdeñable. De todas las ceremonias del hinduismo, la del matrimonio es, en efecto, la más ventajosa para un brahmán. Hasta el punto de que Hari Giri se dedicó a estudiar la astrología para erigirse en casamentero profesional. La angustia de Hasari no podía dejarle indiferente. Cierto día, a la caída de la tarde, visitó al
rickshaw wallah
para preguntarle la hora y la fecha del nacimiento de su hija. «Pronto volveré con una buena noticia», aseguró.
En efecto, unos días después estaba de regreso.
—El horóscopo de tu hija y su casta concuerdan perfectamente con los de un muchacho que conozco —anunció triunfalmente a Hasari y a su esposa—. Se trata de una familia de
kumhars
[56]
. Poseen dos tiendas en un
slum
vecino. Son gente realmente respetable —luego, dirigiéndose solamente a Hasari, añadió—. Al padre del muchacho le gustaría hablar contigo lo antes posible.
Mudo de emoción, Hasari se prosternó hasta el suelo para limpiar los pies desnudos del brahmán y luego llevarse las manos a la frente. Pero un
pujari
no iba a contentarse con ese tipo de agradecimientos. Tendiendo la mano, reclamó un anticipo sobre sus honorarios. Con aquella visita empezó una tragicomedia de múltiples peripecias en las que Lambert intervendría forzosamente como uno de los protagonistas principales. Porque aunque las largas y minuciosas negociaciones que preceden a una boda suelen desarrollarse en público, en medio del corralillo, ambas partes prefieren un lugar más discreto para sus discusiones económicas. «Mi cuarto está siempre a disposición de todo el mundo», dirá el sacerdote. Y fue allí, ante la imagen del Santo Sudario, donde se reunieron ambas partes. ¿Las partes? Desde luego, no se trataba ni de Amrita ni del muchacho en cuestión, que no iban a conocerse hasta la noche de su boda, sino del padre del novio, un hombrecillo adusto, con los cabellos pegados con aceite de mostaza, el desdentado brahmán, Lambert y Hasari.
Después de un largo intercambio de saludos y cortesías, acabaron abordando las cuestiones principales.
—Mi hijo es un muchacho excepcional —afirmó sin titubeo el padre—, y quiero para él una esposa que no lo sea menos.
Naturalmente, nadie se llamó a engaño acerca de lo que significaba aquel modo de entrar en materia. No se refería a cualidades morales, ni siquiera físicas, sino al precio que había que pagar para comprar «aquel muchacho excepcional». «Demonios», se dijo Hasari, «ese tipo va a exigir la luna». Se volvió hacia «el gran hermano Paul» en busca de un indicio tranquilizador. Había insistido muchísimo en que Lambert aceptara asistir al debate. «Delante del
sahib
no se atreverán a exagerar», se había dicho. Pero por una vez, el antiguo campesino había cometido un error de psicología. Por el contrario, la presencia de un
sahib
daba argumentos al bando contrario. «Si el padre de la chica no puede pagar, el
sahib
tendrá que pagar en lugar suyo».
—Mi hija es tan excepcional como tu hijo —contestó Hasari, que no quería ser menos.
—Si, tal como dices, es una perla, sin duda querrás dotarla generosamente —dijo el padre.
—Lo que quiero es cumplir con mi deber —aseguró Hasari.
—Entonces, veamos —dijo el padre encendiendo un
bidi
.
La dote de una india se compone de dos partes. Por una parte, está su ajuar y sus joyas personales, que en principio siguen siendo de su propiedad. Y de otra parte los regalos que aporta a su nueva familia. Las dos figuraron en la enumeración de Hasari. Ésta no duró mucho. Pero cada objeto representaba tantas carreras en el agua del monzón, tantas privaciones y sacrificios, que el hombre-caballo tenía la sensación de ofrecer cada vez un poco de su carne y de su sangre. La lista comprendía dos saris de algodón, dos blusas, un chal, varios utensilios domésticos y diversas joyas y adornos de pacotilla. En cuanto a los regalos para la familia del novio, se componían de dos
dhoti
, otras tantas camisas y un
panjabi
, esa larga túnica abotonada hasta el cuello y que llega hasta las rodillas. Una dote de pobre, desde luego, pero que no obstante representaba alrededor de dos mil rupias, suma fabulosa para quien tenía que ganarse la vida con un
rickshaw
.
El padre del muchacho frunció el entrecejo. Después de un silencio, preguntó, glacial:
—¿Es todo?
Hasari asintió tristemente con la cabeza. Pero era demasiado orgulloso para intentar que su interlocutor se compadeciera de él.
—Las cualidades de mi hija completarán lo que falta.
—No lo dudo, pero a mi juicio una o dos sortijas para los pies no estarían de más —gruñó el padre del muchacho—. Y también un broche de nariz y una
matthika
[57]
. En cuanto a los regalos para mi familia…
En aquel momento, el brahmán intervino en la discusión.
—Antes de continuar vuestros regateos, me gustaría que os pusierais de acuerdo acerca del precio de mis servicios —afirmó con autoridad.
—Yo había pensado en dos
dhoti
para ti y en un sari para tu mujer —respondió Hasari.
—¡Dos
dhoti
y un sari! —se carcajeó el
pujari
, ofendido—. ¡Estás bromeando!
Lambert vio que gruesas gotas de sudor perlaban la frente de su amigo. «Dios mío», pensó, «le van a desplumar del todo».
Kalima y otros vecinos se habían arracimado en el quicio del cuartito para no perderse ni una palabra y tener al corriente al resto del corralillo. La discusión se prolongó durante más de dos horas, pero nadie renunció a sus pretensiones. Una negociación de boda era ritualmente un asunto que llevaba mucho tiempo. La segunda reunión se celebró tres días después, en el mismo lugar. Siguiendo la costumbre, Hasari preparó dos regalitos para el padre del muchacho y para el
pujari
. ¡Oh, no gran cosa! Una
gamcha
para cada uno. Aquellos tres días de espera parecían haber minado al
rickshaw wallah
. Cada vez le costaba más respirar. Volvía a tener accesos de tos, sólo provisionalmente cortados por el enérgico tratamiento de Max. Obsesionado por el miedo a morirse antes de haber podido cumplir con su deber, estaba dispuesto a ceder a todas las exigencias. Aunque luego no pudiese hacer honor a sus compromisos. Esta vez fue el
pujari
quien abrió el fuego. Pero sus pretensiones eran tan excesivas que por una vez los dos padres estuvieron de acuerdo en rechazarlas.
—En este caso, me retiro —amenazó el brahmán.
—Allá tú, buscaremos otro
pujari
—respondió Hasari.
El brahmán se echó a reír.
—¡Soy yo quien tiene los horóscopos! ¡Nadie aceptará ocupar mi lugar!
La respuesta provocó una hilaridad general en el corralillo. Hubo mujeres que le increparon. Lambert oyó que una de ellas gritaba: «¡Ese
pujari
es un verdadero hijo de puta!». Y otra respondía: «¡Es muy listo! ¡Te apuesto a que está de acuerdo con el padre del chico!». En el cuarto, la situación parecía no tener salida. Víctima de un acceso de fiebre, Hasari había empezado a temblar. Con los ojos inyectados en sangre y mirando fijamente al brahmán, fulminaba para sí: «Si esta basura me estropea la boda de la niña, le mato». Entonces el
pujari
hizo como que se levantaba para irse, pero Hasari le retuvo por la muñeca.
—Quédate —suplicó.
—Sólo si me pagáis ahora mismo un adelanto de cien rupias.
Las miradas impotentes de los dos padres se cruzaron. Después de unos segundos, cada cual hurgó en el cinto de su
longhi
.
—¡Aquí están! —dijo secamente Hasari, arrojando un fajo de billetes en la mano del hombrecillo desdentado.
Éste se volvió instantáneamente todo sonrisas y miel. La negociación podía reanudarse. Ninguna boda de rey o de multimillonario sería objeto jamás de discusiones tan enconadas como aquel proyecto de unión entre dos desharrapados de barrio de chabolas. Necesitaron nada menos que ocho sesiones sólo para resolver la cuestión de la dote. Las crisis de lágrimas alternaron con las amenazas, las rupturas con las reconciliaciones. Sin cesar aparecía alguna nueva exigencia. Un día, el padre del muchacho reclamaba, además de todo lo convenido, una bicicleta; al día siguiente, quería un transistor, unos gramos de oro, un par de
dhoti
suplementarios. Seis días antes de la boda, un equívoco estuvo a punto de estropearlo todo. La familia del novio juraba que debía recibir doce saris, y no seis, como pretendía Hasari. Después de mucho discutir, uno de los tíos del joven se precipitó hacia Lambert.
—
Sahib
, no tienes más que ofrecer los seis que faltan. ¡Tú eres rico! ¡Hasta dicen que eres el hombre más rico de tu país!
Aquel maratón agotó completamente al desdichado Hasari. Una mañana, cuando acababa de coger su
rickshaw
, sintió que el suelo se hundía súbitamente bajo sus pies. «Tenía la impresión de hundirse a cada paso en una cloaca», dirá Lambert. Entonces vio que los coches, los camiones y las casas giraban en torno a él como si se colgaran de una especie de tiovivo de feria. Oyó aullidos de sirena. Luego, brutalmente, cayó en el vacío. Un gran vacío negro. Hasari soltó las varas. Se había desvanecido. Cuando volvió a abrir los ojos reconoció muy cerca de su cara el flaco rostro de Musaphir, el factótum del propietario de su carricoche. Estaba haciendo su recorrido de cobros cuando vio el
rickshaw
abandonado.
—Qué tal, hermano, ¿has bebido un trago de más? —preguntó amistosamente, dándole unas palmadas en las mejillas.
Hasari se señaló el pecho.
—No, me parece que es el motor, que ya no funciona.
—¿Tu motor? —se alarmó el factótum, repentinamente alerta—. Hasari, si de verdad es tu «motor» lo que no funciona, tendrás que devolvernos tu cacharro. Ya sabes lo feroz que es el viejo para esas cosas. Siempre dice: «En mis varas quiero búfalos, no cabritas».
Hasari asintió con la cabeza varias veces. En su expresión no había ni tristeza ni rebeldía. Sólo una inmensa resignación. Conocía demasiado bien las leyes de aquella ciudad. Un hombre cuyo motor falla es un hombre muerto. Dejaba de existir. Pensó en el pobre
coolie
al que llevó al hospital en los primeros días de su destierro. Pensó en Ram Chander y en todos aquellos a quienes había visto morir entre los brazos de sus varas, minados, consumidos, aniquilados por el clima, el hambre, el esfuerzo inhumano. Pensó en el pobre Ramatullah, que desapareció en el hueco de una cloaca. Contempló con ternura las dos grandes ruedas y la caja negra de su viejo
rickshaw
, el asiento de tela encerada con agujeros, los cubos y la tela de la capota bajo cuya protección tantos jóvenes se habían amado, tantos habitantes habían desafiado las locuras del monzón. Miró sobre todo aquellos dos timones de tortura entre los que había sufrido tanto. ¿Cuántos miles de kilómetros habían recorrido sus pies cubiertos de úlceras sobre el asfalto en fusión de la ciudad espejismo? No lo sabía. Sólo sabía que cada paso suyo había sido un acto de voluntad para que diera una vuelta más la
châkrâ
de su destino, un gesto instintivo de supervivencia para escapar a la maldición de su condición. Y ahora la
châkrâ
se detenía para siempre.
Alzó sus ojos hacia el menudo factótum que cabalgaba su bicicleta.
—Llévate el
rickshaw
—dijo—. Hará feliz a alguien.
Se levantó y arrastró por última vez el número 1.999 hasta la parada de Park Circus. Mientras se despedía de sus camaradas, vio que el factótum llamaba a uno de los jóvenes que esperaban en cuclillas al borde de la acera. Eran todos refugiados del último éxodo que había vaciado los campos de Bengala y del Bihar asolados por una nueva sequía. Todos acechaban la oportunidad de poder tirar de su
rickshaw
. Hasari fue hacia el que había elegido el factótum y le sonrió. Luego sacó del cinto su cascabel de cobre.
—Toma esto, muchacho —dijo haciendo sonar el cascabel, golpeándolo sobre una de las varas—. Te protegerá del peligro y será tu talismán.
Aquella mañana, antes de volver a su casa, Hasari dio un rodeo para ir a ver al comerciante de esqueletos y pedirle un segundo anticipo por la venta de sus huesos. El cajero examinó cuidadosamente al visitante. Juzgando que el deterioro de su estado llevaba un buen rumbo, accedió a un nuevo pago.
—Aquí tienes ciento cincuenta rupias más —dijo, después de haber contado varias veces los billetes.
Aún se necesitaron tres días más de encarnizado parloteo para que todo el mundo se pusiera de acuerdo sobre la cifra de la dote. Como quería la tradición, este acuerdo fue sellado con una ceremonia especial en el corralillo de los Pal, con todos los habitantes por testigos. En el suelo se dispusieron cáscaras de coco, incienso y toda una capa de hojas de banano para permitir al
pujari
que cumpliera los diferentes ritos y pronunciase las
mantras
de la circunstancia. Hasari fue invitado a proclamar que daba su hija en matrimonio y a enumerar la lista de los bienes que componían la dote. Ante la furia de Lambert, esta formalidad provocó en seguida una nueva cascada de incidentes. La familia del novio exigió ver los bienes en cuestión. Y a eso siguió una serie de pintorescas disputas. «Yo me hubiera creído en pleno Barra Bazar», contará Lambert. «Reclamaron la prueba del precio de tal alhaja, protestaban porque el sari de boda no era suficientemente bonito, el transistor les parecía de poca calidad. Cada recriminación quitaba un poco más del escaso resuello que quedaba en el pecho de Hasari». La víspera de la boda, nuevo drama. El padre, los tíos y un grupo de amigos del novio irrumpieron para vigilar los preparativos de la fiesta.