Lambert confió a su nuevo vecino al cuidado de Max, y éste le aplicó un enérgico tratamiento a base de antibióticos y de vitaminas. El efecto en aquel organismo virgen a todo hábito a los medicamentos fue espectacular. Los accesos de tos se espaciaron y se sintió con fuerzas suficientes como para volver a tirar de su carrito en medio de aquel horno húmedo de las semanas que precedían al monzón. La inminente llegada del diluvio anual le deparaba la perspectiva de mayores ganancias, ya que los
rickshaws
eran los únicos vehículos que podían circular por las calles inundadas de Calcuta.
Pero era insuficiente para llegar a reunir las cinco mil rupias fatídicas. Entonces apareció un golpe de suerte en forma de un nuevo encuentro con uno de esos «intermediarios» que merodean como buitres en busca de algún negocio. El encuentro tuvo lugar delante de la agencia de la compañía aérea S.A.S., en la esquina de Park Street, donde Hasari, extenuado, acababa de dejar a dos señoras y a sus pesadas maletas. Víctima de un brusco acceso de tos que le sacudió como una caña en medio de un tornado, se encontró tan mal que otros dos compañeros del oficio se precipitaron en su ayuda y le tendieron sobre el asiento de su
rickshaw
. De repente vio encima de la suya una cara picada de viruela. Sus ojos rebosaban simpatía.
—¡Vaya, amigo! —dijo el desconocido—. ¡No parece que estés muy en forma!
Esta interpelación amistosa consoló a Hasari: no abunda la gente que os llame «hermano» en esta ciudad inhumana. Se limpió la boca llena de sangre con el faldón de su camisa.
—¡No debe de ser un chollo tirar de uno de esos carritos cuando escupes los pulmones!
Hasari asintió con la cabeza.
—Y que lo digas.
—¿Qué te parecería ganarte sin hacer nada tanto dinero como puedes ganar sudando durante dos meses entre estas varas? —preguntó entonces el desconocido.
—Tanto dinero como… —balbuceó Hasari atónito—. Pues yo diría que usted es el dios Hanuman en persona —de pronto se acordó del
middleman
que un día le había abordado en el Barra Bazar—. Si lo que le interesa es mi sangre, se equivoca de cliente —anunció con tristeza—. Mi sangre ya no la quieren ni los buitres. Está podrida.
—Lo que quiero no es tu sangre. Son tus huesos.
—¿Mis huesos?
La horrorizada mirada de Hasari hizo sonreír al negociante.
—Pues sí —explicó tranquilamente—. Tú vienes conmigo a ver a mi patrón. Te compra tus huesos por quinientas rupias. Cuando casques, se lleva tu cuerpo y se queda con el esqueleto.
Aquel hombre era uno de los engranajes de un singular comercio que hacía de la India el primer exportador mundial de huesos humanos. Todos los años, unos veinte mil esqueletos completos y decenas de millares de huesos diversos, cuidadosamente embalados, salían de los aeropuertos o de los puertos indios con destino a las facultades de medicina de los Estados Unidos, Europa, Japón y Australia. Este negocio, extremadamente lucrativo, proporcionaba alrededor de un millón y medio de dólares al año. Su capital era Calcuta. Los principales exportadores —ocho en total— conocían una gran prosperidad, y sus nombres figuraban en los registros de la dirección local de Aduanas. Se llamaban Fashiono, Hilton and Co., Krishnaraj Stores, R. B. and Co., M. B. and Co., Vista, Sourab and Reknas Ltd., y finalmente Mitra and Co. Sus precisas normas administrativas codificaban el ejercicio de aquel comercio. Un manual especializado, el Export Policy Book, especificaba concretamente que «la exportación de los esqueletos y huesos humanos se autoriza previa presentación de un certificado de origen de los cadáveres, firmado por un oficial de la policía de un rango al menos igual al de comisario». El mismo documento estipulaba que «los huesos sólo podían exportarse con fines de estudio o de investigación médica». Preveía, sin embargo, que podían efectuarse exportaciones «por otros motivos, previo examen de cada caso en particular».
El hecho de que Calcuta sea el centro de esta extraña actividad no tenía nada que ver con la tasa de mortalidad en los barrios de chabolas. Este negocio debía su auge a la presencia en la ciudad de una comunidad de unos centenares de inmigrantes del Bihar que pertenecían a una casta extremadamente baja, los
doms
. Por su nacimiento los
doms
están destinados a ocuparse de los muertos. A menudo se consideran también como ladrones de cadáveres. En general, viven cerca de las piras del Hooghly, de los cementerios, de los depósitos de cadáveres de los hospitales, y no se mezclan con el resto de la población. Ellos eran los que proporcionaban a los exportadores la mayor parte de las osamentas necesarias para su actividad. Se procuraban su macabra mercancía de muchas maneras diversas. Para empezar, recogiendo a orillas del Hooghly los huesos o los cadáveres rechazados por el río. Porque había una tradición que exigía que numerosos cadáveres, como los de ciertos
sadhus
, de leprosos, de niños menores de un año, se echaran al río sagrado en vez de incinerarse. Y luego interceptando en la entrada de los lugares de cremación a las familias demasiado pobres para comprar la leña de una pira y pagar los servicios de un sacerdote. Los
doms
proponían ocuparse ellos mismos de los ritos funerarios por un precio muy razonable. Las pobres gentes ignoraban que los restos de su pariente iban a ser despedazados en una cabaña próxima, que sus huesos serían vendidos a un exportador y que algún día su cráneo, su columna vertebral, tal vez su esqueleto entero, servirían para que aprendieran unos estudiantes de medicina americanos, japoneses o australianos. Otra fuente de aprovisionamiento eran los depósitos de cadáveres de los hospitales. Sólo en el de Momimpur, más de dos mil quinientos cadáveres no reclamados caían cada año en manos de los
doms
. Finalmente, cuando la demanda era considerable, iban por la noche a disputar a los chacales las osamentas de los muertos en los cementerios cristianos y musulmanes. En resumen, la mercancía nunca faltaba. Y no obstante, los cerebros del negocio acababan de inventar un nuevo modo de aprovisionarse. La idea de comprar un hombre vivo, como se compra un animal destinado al matadero, a fin de estar seguros de que a su muerte se dispondría de sus huesos, era tan diabólica como ingeniosa. Permitía constituir stocks ilimitados. En Calcuta no escaseaban ni los pobres ni los moribundos.
¡Quinientas rupias! Aquella suma giraba en la cabeza de Hasari como las bolas en un bombo de lotería. El intermediario no se había equivocado. Con una simple mirada sabía descubrir sus presas. Las calles estaban llenas de pobres diablos que escupían los pulmones, pero no todos ofrecían las garantías necesarias. Para que la compra de un hombre fuese una operación rentable tenía que tener una familia, un amo, compañeros, es decir, una identidad y una dirección. De lo contrario, ¿cómo encontrar su cuerpo después de su muerte?
—Entonces, amigo, ¿cerramos el trato?
Hasari levantó los ojos hacia la cara picada de viruela que esperaba su respuesta. Permaneció silencioso. El hombre no se impacientaba. Tenía la costumbre: «Ni siquiera un tipo en las últimas vende su cuerpo como un pedazo de
khadi
».
—¡Quinientas rupias, ni una menos!
Ante Ramatullah, el otro hombre-caballo, Hasari se maravillaba de la fantástica oferta que acababan de hacerle. Había pedido al intermediario tiempo para reflexionar hasta el día siguiente. Ramatullah era musulmán. Convencido de que, a su muerte, Alá vendría a tirarle de los cabellos para llevarle directamente al paraíso, le repugnaba toda idea de mutilación del cuerpo después de morir. Los
mollahs
de su religión prohibían, por otra parte, las donaciones de órganos en beneficio de la ciencia y, por ejemplo, los escasos bancos de ojos indios no contaban con ningún musulmán en sus ficheros. Sin embargo, la suma era tan considerable que no podía dejar de estar deslumbrado.
—Hasari, tienes que aceptar —acabó aconsejando—. Tu Gran Dios te perdonará. Sabe que tienes que casar a tu hija.
Porque el miedo a ofender a las divinidades también atormentaba al antiguo campesino. La religión hindú exigía, para que el alma pudiera «transmigrar» después de la muerte a otro envoltorio, que el cuerpo fuese destruido y reducido a cenizas por el fuego que lo purifica todo. «¿Qué será de mi alma si mis huesos y mi carne son despedazados por esos carniceros en lugar de consumirse en las llamas de una pira?», se lamentó Hasari. Decidió pedir consejo a Lambert. En principio, la opinión del sacerdote coincidía con la del musulmán Ramatullah. La idea cristiana de resurrección implica la existencia de un cuerpo intacto que vuelve a la vida con toda su fuerza y su belleza para ocupar un lugar, en su integridad original, al lado del Creador. Pero sus años en el corazón de la miseria de un
slum
habían llevado a Lambert a transigir entre los ideales de la fe y los imperativos de la supervivencia.
—Tienes que aprovechar esta ocasión de contribuir al cumplimiento de tu misión en este mundo —le dijo contra sus convicciones, señalando a la hija de Hasari, que se dedicaba a despiojar a su hermano menor en el otro extremo del corralillo.
Un edificio de dos pisos roído por la humedad, al lado de una especie de almacén, nada distinguía las instalaciones de la sociedad Mitra and Co. de centenares de pequeñas empresas artesanales esparcidas por toda la ciudad, salvo que ningún letrero indicaba la naturaleza de sus actividades. El hombre picado de viruela llamó varias veces a la puerta del almacén. Una cara de zorro apareció pronto en la rendija. El ojeador señaló a Hasari.
—Traigo un cliente —dijo.
La puerta se abrió del todo y el portero indicó por señas a los dos hombres que podían entrar. El olor. Un olor sofocante que te asaltaba, te sumergía, te derribaba. Hasari nunca había respirado nada semejante. Vaciló. Pero su compañero le empujó hacia adelante. Entonces vio. Acababa de penetrar en un lugar que sólo Dante o Durero hubiesen podido imaginar, una increíble catacumba del más allá, donde decenas de esqueletos de todas las tallas se alineaban de pie junto a las paredes, como una hilera de fantasmas, y donde una serie de mesas y anaqueles aparecían cubiertos de un inimaginable osario. Había allí millares de huesos de todas las partes del cuerpo, cráneos a cientos, columnas vertebrales, tórax, manos y pies, sacros, coxis, pelvis completas e incluso hioides, esos huesecillos del cuello en forma de U. Lo más asombroso era tal vez el aire de «supermercado» de aquel macabro bazar. Cada esqueleto, en efecto, cada hueso llevaba una etiqueta con un precio… en dólares. Un esqueleto adulto para la enseñanza, con huesos amovibles y articulaciones metálicas valía entre doscientos treinta y trescientos cincuenta dólares, según la talla y el refinamiento del trabajo. Por sólo cien o ciento veinte dólares se podía adquirir un esqueleto de niño no articulado, un cráneo por seis dólares, un tórax completo por cuarenta. Pero los mismos «artículos» podían costar diez veces más si habían sido objeto de una preparación determinada. La sociedad Mitra contaba con todo un equipo de deshuesadores especializados, de pintores y de escultores. Estos artistas trabajaban en un taller débilmente iluminado al final de la galería. Sentados en cuclillas en medio de sus montañas de huesos, parecían los supervivientes de algún cataclismo prehistórico. Raspaban, descortezaban, juntaban y decoraban los fúnebres objetos con gestos precisos. A veces de sus manos salían verdaderas obras de arte, como aquella colección de cráneos articulados con mandíbulas desmontables y dentaduras fijas, que encargó la facultad de medicina dental de una gran universidad del Middle West. De todas las preciosas mercancías exportadas por la India, sin duda ninguna era embalada con tantas precauciones. Cada artículo empezaba protegiéndose con un colchoncillo de algodón, luego se envolvía en una tela de lino cuidadosamente cosida, antes de meterse en una caja de cartón especial que a su vez iba dentro de otra caja cubierta de etiquetas «
CUIDADO, MUY FRÁGIL
».
«Dios mío», pensó Hasari, pasmado, «los huesos de esos pobres infelices, cuando vivían, jamás fueron tan bien tratados».
Pero toda la mercancía entregada por los
doms
no siempre estaba destinada a una utilización tan noble. Cientos de kilos de cráneos, de tibias, de clavículas, de fémures y otros restos roídos por los chacales o que habían permanecido durante demasiado tiempo en el agua, terminaban más prosaicamente entre los dientes de una trituradora, y luego en una marmita para convertirse en cola. Aquel hedor tan infecto procedía precisamente de esa actividad aneja. En el extremo de la galería había una especie de jaula ocupada por un hombrecillo desdentado que vestía una larga camisa blanca. Él era quien negociaba la compra de los esqueletos «vivos». Oficiaba en medio de un polvoriento amontonamiento de carpetas y de papelamen, de registros y de libros talonarios. Cada diez o quince segundos, un ventilador giratorio revolvía todo aquel mar de papeles. Pero,
noblesse oblige
: ninguna hoja volaba jamás gracias a toda una colección de pisapapeles hechos con cráneos de recién nacidos decorados con símbolos tántricos rojos y negros. La Mitra and Co. exportaba también varios miles de esos cráneos al Nepal, al Tíbet e incluso la China con fines culturales, y a otros países bajo la forma de copas votivas o de ceniceros.
Aquel menudo empleado desdentado examinó con atención al
rickshaw wallah
. Sus clavículas salientes, el tórax esquelético, las vértebras prominentes como una espina de pez gato le tranquilizaron. No cabía la menor duda: la mercancía era
bona fide
. Los despojos de aquel tipo no tardarían en ir a enriquecer las colecciones de la Mitra and Co. Guiñó un ojo con aire satisfecho al ojeador. Faltaba redactar un contrato de compra con todos los requisitos y avisar a los proveedores
doms
que viviesen lo más cerca posible del
slum
donde residía Hasari. Éstos tendrían la misión de recuperar el cadáver una vez llegado el momento. Las diferentes formalidades llevaron tres días, al término de los cuales Hasari cobró una cantidad a cuenta de ciento cincuenta rupias. Como las demás sociedades que se dedicaban a esa clase de comercio, la Mitra and Co. no estaba dispuesta a invertir su dinero a demasiado largo plazo. Así pues, Hasari fue informado de que se le pagaría el resto de la cantidad convenida cuando su estado de salud sufriese algún nuevo deterioro.