E
RA objeto de tanta veneración que los campesinos depositaban ofrendas de leche y de plátanos al borde de su agujero. Su entrada en una choza se consideraba como una bendición divina. Las Escrituras del hinduismo estaban llenas de fábulas y de relatos referentes a ella. Se habían edificado templos en su honor, y en toda la India, cada vez que empezaba febrero, la gran fiesta que se le dedicaba reunía a millones de fieles. Aunque todos los años causase más víctimas que el cólera, ningún devoto hubiese cometido el gesto sacrílego de levantarle la mano. La serpiente cobra era uno de los treinta y tres millones de dioses del panteón hindú.
¡Pobre Lambert! En espera del día en que los funcionarios del Home Ministry firmasen el pergamino que haría de él un indio, todo el corralillo recordaría durante mucho tiempo el grito de terror que profirió al entrar en su cuarto aquella noche. Erguida sobre sus relucientes anillos, con la lengua vibrante, dejando asomar los colmillos, una cobra de cabeza aplastada le esperaba bajo la imagen del Santo Sudario. Acudieron corriendo unos vecinos. El francés ya se había armado de un ladrillo con la intención de aplastar la cabeza al animal. Shanta Ghosh, la linda vecina cuyo padre había sido devorado por un tigre, detuvo su brazo. «¡Gran hermano Paul, no la mates, no la mates!», gritaban todos los que acudían con sus linternas. «Parecía una escena del
Ramayana
», dirá más tarde Lambert, «cuando el ejército de los monos se arroja sobre el cubil del demonio Ravana». Finalmente, Ashish, el marido de Shanta, ayudado por dos hombres, consiguió aprisionar al reptil entre los pliegues de una manta. Alguien trajo una cesta en la que se le encerró. Y la calma no tardó en volver a reinar en el corralillo.
Lambert había comprendido el mensaje. Aquella noche no pudo pegar ojo. «Alguien que no quería precisamente desearme la bienvenida ha metido esa cobra en mi cuarto», se repetía. «Hay alguien aquí que me quiere mal». Un detalle le había llamado la atención durante el incidente. Mientras todos los habitantes acudían en su socorro, la puerta del cuarto vecino, habitado por los eunucos, permaneció obstinadamente cerrada. El hecho era aún más extraño porque aquella noche de canícula todo el mundo huía del insoportable calor de las casas para dormir en el patio. El sacerdote sacó sin amargura la lección de aquel hecho. A pesar de las constantes pruebas de amor que le valía su vida de compartirlo todo y de compasión entre sus hermanos desheredados, sabía que para algunos seguía siendo un
sahib
de piel blanca y un cura. Es decir, un extranjero y un misionero. Hasta entonces, el relativo anonimato de una calleja le había protegido. No había sido demasiado sensible a lo precario de su posición. Pero en el mundo cerrado de un corralillo todo era diferente. En ese universo hermético, todo lo que no era conforme al grupo se convertía en un cuerpo extranjero, con todos los riesgos de rechazo que ello implicaba.
Al amanecer, cuando el francés volvía de las letrinas, un hombrecillo barrigudo y de cabellos blancos rizados y muy cortos, la piel negra de jade y la nariz ligeramente aplastada, entró en su cuarto. Lambert reconoció al ocupante de uno de los cuchitriles situados al otro lado del pozo.
—Father, también a nosotros nos hicieron lo de la cobra —afirmó. Y se echó a reír. Le faltaban varios dientes—. Tu cobra era por tu piel blanca y por tu cruz sobre el pecho. La nuestra por nuestros cabellos rizados y porque venimos del bosque.
—Y también porque eres cristiano —añadió el sacerdote, señalando la medalla de la Virgen que colgaba del cuello del indio.
Lambert había adoptado esa costumbre india de empezar definiendo a un hombre por su religión.
—Sí, también por eso —admitió el hombre sonriendo—. Pero sobre todo porque venimos del bosque —insistió.
¡El bosque! Aquella sola palabra, pronunciada en medio del barrio de chabolas, sin una hoja ni una flor, entre el estruendo de las voces, de los gritos, de los cubos que traían de la fuente, en medio del humo acre de las
chulas
, aquella palabra hizo surgir ante los ojos de Lambert todo un cortejo de imágenes mágicas; imágenes de libertad, de vida primitiva pero sana, de felicidad y de equilibrio duramente conquistados, pero reales.
—¿Eres
adivasi
? —preguntó.
El visitante asintió con la cabeza. Lambert pensó entonces en los múltiples relatos que había leído sobre las poblaciones aborígenes. Habían sido las primeras en habitar la India. ¿Cuándo? Nadie lo sabía. Hace diez o veinte mil años. Hoy en día quedaban unos cuarenta millones de aborígenes repartidos en varios centenares de tribus a través de todo el continente. Aquel hombre era uno de ellos. ¿Por qué había abandonado su bosque para ir a habitar aquel
slum
? ¿Por qué había cambiado de jungla? Lambert iba a necesitar semanas para reconstituir el itinerario de Buddhu Kujur, de cincuenta y ocho años, su vecino
adivasi
.
«Los tambores habían estado sonando toda la noche», contó. «Era la fiesta. En cada una de las aldeas del bosque, bajo los viejos banianos, los tamarindos gigantes y los inmensos mangos, nuestras mujeres y nuestras hijas bailaban codo con codo en largas hileras. ¡Qué hermosas eran nuestras mujeres, con sus tatuajes, su piel reluciente, sus cuerpos flexibles que se contoneaban de un modo rítmico! De vez en cuando, un grupo de hombres con turbantes, el torso desnudo, con arcos y flechas en la mano, cascabeles en los tobillos y plumas de pavo real alrededor de la frente, entraban de un salto en el círculo de las bailarinas iluminado por la luna, y empezaban una danza endiablada. La melopea de las mujeres se había vuelto salvaje. Ya no pensábamos ni en el mañana ni en nada. El corazón latía al ritmo de los tambores. Ya no existían problemas ni dificultades. Sólo existía la vida. La vida que era alegría, impulso, espontaneidad. Era fantástico. Los cuerpos flexibles se doblaban, volvían a levantarse, se fundían, se desarrollaban, se tendían. Los antepasados estaban con nosotros, y los espíritus también. La tribu bailaba. Los tambores sonaban, se respondían, disminuían, se ampliaban, se mezclaban con la noche…»
Aquella noche de fiesta, los aborígenes de Baikhuntpur, un valle cubierto por la jungla en los confines de los estados del Bihar y del Madhya Pradesh, volvían a sus ritos milenarios. Pero al alba del día siguiente les esperaba una sorpresa. Hacia las seis de la mañana, doscientos hombres enviados por los propietarios de la región cayeron sobre ellos como una nube de buitres. Después de haber incendiado todas las chozas, exigieron el pago de los atrasos de los arrendamientos, y los intereses de los préstamos, detuvieron a los hombres con la ayuda de la policía, confiscaron el ganado, violaron a las mujeres y se apoderaron de los bienes de los habitantes. Aquella expedición era el fin de varios siglos de enfrentamientos entre las poblaciones que vivían en los bosques y los grandes propietarios que querían ocupar sus cultivos y apropiarse de sus cosechas. La vieja ley inscrita en la memoria de la humanidad que exigía que el que rotura la jungla se convierta en su propietario, hubiera debido poner a los aborígenes al abrigo de esas codicias. Después de haber sido nómadas y luego semisedentarios, en pocos siglos se habían convertido en modestos campesinos. Su agricultura era estrictamente alimenticia y no aspiraba más que a alimentar a sus familias. Los productos silvestres del bosque completaban su menú. El
adivasi
contó a Lambert cómo él y sus hijos trepaban a los árboles para sacudir los macizos de bayas, cómo hurgaban en el suelo para desenterrar ciertas raíces, cómo sabían pelar determinadas cortezas, descortezar tubérculos, extraer médulas, estrujar determinadas hojas, descubrir las setas buenas, arrancar suculentos líquenes, extraer jugos, recoger yemas, conseguir miel silvestre. Cómo ponían lazos, trampas, redes para piezas pequeñas, y trampas automáticas con mazas o flechas para los osos y otros animales grandes. Sin olvidar la captura de insectos diversos, de gusanos, de huevos de hormiga y de caracoles gigantes. Cada familia entregaba a la comunidad el excedente de sus cazas para las viudas, los huérfanos y los enfermos. «Era duro, pero vivíamos libres y felices».
Pero un día los tambores tuvieron que enmudecer. Él y su familia, como las demás del valle, se vieron obligados a partir. Primero fueron a Patna, la capital del Bihar, luego a Lucknow, la gran ciudad musulmana. Pero en ninguna parte encontraron trabajo. Entonces, como tantos otros, tomaron el camino de Calcuta. Alérgicos a la reclusión y la promiscuidad de los
slums
, en un principio se instalaron en la periferia de la ciudad, con otros aborígenes, trabajando duro en hornos de ladrillos y viviendo como perros. Hasta que un día quedó libre una casa en la Ciudad de la Alegría. Aquel día la India sufrió una nueva derrota: un
slum
integraba a un hombre que era el Hombre por excelencia, el Hombre primitivo, el Hombre libre.
Algunas tardes después, al volver a su casa, Lambert comprendió que se había producido un drama en el corralillo. Todo le pareció silencioso. Hasta las risas de los niños y los gritos de los borrachos habían cesado. Dio unos pasos y entonces oyó unos gemidos. En la penumbra distinguió unas siluetas acuclilladas ante la puerta de los eunucos. En la galería había un
charpoi
y vio una forma envuelta en una sábana blanca. Varias lamparillas de aceite ardían a su alrededor y distinguió dos pies a la luz de las llamas. «Hay un muerto en el corralillo», se dijo. Al lado del cuerpo reconoció las trenzas negras de Kalima, con la cinta azul y la flor blanca. El joven danzarín sollozaba. El sacerdote se metió en su cuarto y esperó rezando, de rodillas ante la imagen del Santo Sudario. Al cabo de un instante oyó a su espalda unos pies que se deslizaban sobre el cemento. Era su vecino Ashish.
—Paul, gran hermano, ha habido una riña —explicó a media voz—. Buddhu, el
adivasi
cristiano, ha matado a Bela, uno de los
hijras
. Ha sido un accidente, pero el pobre está bien muerto. Ha sido a causa de tu cobra.
—¿De mi cobra? —balbuceó Lambert estupefacto.
—En los últimos días el
adivasi
hacía investigaciones en secreto para averiguar quién había puesto una cobra en tu cuarto —continuó Ashish—. Se enteró de que un encantador de serpientes había dado una representación con motivo de una boda en un corralillo que no está lejos de aquí. En esta boda también habían contratado a los
hijras
para bailar. El
adivasi
consiguió encontrar al encantador de serpientes. Éste le confesó que uno de los
hijras
se empeñó en comprarle una cobra. Le ofreció doscientas rupias, una cantidad verdaderamente disparatada para uno de esos animales. Le dijo que quería celebrar un sacrificio. El encantador acabó aceptando. Y así fue como la cobra apareció en tu cuarto. Sin duda, matándote, Bela quería redimir alguna oscura culpa. ¿Cómo saberlo? Esas gentes son tan misteriosas… Hay quien dice que al matarte esperaba apropiarse de tu sexo en una próxima encarnación.
Lambert quiso hablar pero la voz se le estranguló en la garganta. Se le había cortado la respiración. Las palabras del indio se arremolinaban en su cabeza como burbujas de ácido. Ashish contó que el
adivasi
había ido a ver al
hijra
para castigarle. Seguramente sólo quería darle una lección. Pero Bela se había asustado. Y se había armado de un cuchillo para defenderse. Sin embargo, un eunuco afeminado, aunque sea muy alto, no puede medirse con un habitante de los bosques, acostumbrado a cazar osos con su lanza. En la pelea, el
hijra
se había clavado su propio cuchillo. Nadie tuvo tiempo para interponerse. En un corralillo las tensiones son tan grandes que la muerte puede producirse en cualquier momento, como un relámpago de monzón.
Lambert estaba impresionado. Ahora oía los sollozos de los eunucos a través de la puerta abierta. Pronto cesaron esos sollozos y empezó a oír ruidos de pasos y de voces. Comprendió que sus vecinos se disponían a llevarse a su compañero hacia la pira de las cremaciones a orillas del Hooghly. Sabía que en la India los ritos funerarios son muy expeditivos a causa del calor, pero lo que ignoraba era que la tradición no permitía a los eunucos enterrar o quemar a sus muertos más que de noche, lejos de las miradas de las personas «normales». Más aún: la India negaba en la muerte lo que concedía a los eunucos en vida: el estatuto de mujer. Antes de amortajar a su «hermana», sus compañeros habían tenido que vestirle con un
longhi
y una camisola de hombre, y Bulbul, el
gurú
de la cara triste, había tenido que cortar sus largas trenzas.
Entonces sucedió algo muy extraño. Ashish acababa de irse, cuando Lambert oyó que arañaban la madera de su puerta. Se volvió y vio brillar en la sombra los collares y los brazaletes de Kalima.
—Gran hermano Paul, te rogamos que nos hagas el honor de conducir a nuestra hermana hasta la pira —dijo el joven eunuco, con aquella voz muy baja que siempre sorprendía.
En aquel mismo instante, sus compañeros se dirigían a otros tres hombres del corralillo. La solicitud se inscribía también en el mismo respeto a las tradiciones: en la India, las mujeres no tienen derecho a formar parte de un cortejo fúnebre. Privados de la dicha de aquel último homenaje, los
hijras
ofrecieron a su «hermana» una emotiva escena de adiós. Mientras Lambert, Ashish y otros dos hombres cargaban con las parihuelas mortuorias, el
gurú
Bulbul cayó de rodillas vociferando una sucesión de
mantras
. Locos de dolor, Kalima y los otros eunucos se arañaron la cara con las uñas, lanzando aullidos verdaderamente desgarradores. Luego todos se descalzaron y golpearon ritualmente el cadáver con grandes golpes de sandalia, «para impedir que nuestra “hermana” se reencarne en eunuco en su próxima existencia».
L
AMBERT no podía ponerlo en duda: la actitud de sus vecinos respecto a él había cambiado. La participación en los ritos funerarios crea vínculos. Desde que llevó a la pira el cadáver del
hijra
que había intentado asesinarle valiéndose de la cobra, los cuatro eunucos de la habitación de al lado multiplicaban las muestras de amistad. Cuántas veces, al volver por la noche, encontraba en su cuarto huellas de su paso: una mecha para su lámpara de aceite, un plato de golosinas, el panel en el que había colgado la imagen del Santo Sudario pintado con cal. Esos detalles le conmovían y al mismo tiempo le producían una sensación incómoda. «Aunque me había acostumbrado a todas las formas de cohabitación, la presencia de aquella extraña “familia” al otro lado del tabique me causaba un cierto malestar». Luego entonará su «mea culpa». «No obstante, de todos los desheredados, los despreciados, los rechazados de aquel
slum
, eran los más dignos de compasión. ¡Ah, cuánto camino me faltaba aún por recorrer para llegar al verdadero espíritu de caridad!». Finalmente, correspondió a Kalima el mérito de disipar las últimas reticencias de Lambert. Todas las mañanas, después de asearse, el joven bailarín iba a conversar con el que él llamaba con su voz grave «mi gran hermano Paul
daddah
». Aunque la lengua de los
hijras
fuese un habla secreta que sólo ellos conocían, Kalima sabía hablar el suficiente hindú como para hacerse comprender. De todos los destinos que habían conducido a aquel lugar de muerte, sin duda el suyo era uno de los más curiosos.