Kalima era hijo de un rico mercader musulmán de Hyderabad, un estado del centro de la India. Aunque sus órganos genitales estuvieran poco desarrollados, no cabía ninguna duda: era un varón. Pero muy pronto se manifestó su femineidad. A la edad en que sus camaradas de clase luchaban entre sí en los campos de críquet y de hockey, él se dedicaba a aprender danza y música. A los uniformes de los
boy scouts
y gimnastas, prefería los
salwars
de ahuecadas perneras y las anchas
kurtas
de las jóvenes musulmanas. Le gustaba perfumarse y maquillarse. Para sustraerle a tales inclinaciones, que juzgaban maléficas, a los catorce años sus padres le casaron con la hija de un rico joyero. Kalima trató de cumplir sus deberes conyugales, pero el resultado fue tan desastroso que su joven esposa huyó al día siguiente de la boda para volver con sus padres. Un día, entre la muchedumbre de los fieles que habían ido en peregrinación a la tumba de un santo musulmán de la región, un viejo
hijra
de cabellos cortos y cara descarnada se fijó en el muchacho y le siguió hasta su domicilio. Menos de una semana más tarde, Kalima abandonaba a su familia para siempre y se iba con el eunuco. Se convirtió en su «madrina», o, mejor dicho, su
gurú
. Se llamaba Sultana. Como la mayor parte de los
hijras
, Sultana no tenía pecho. A fin de adoptar oficialmente al nuevo discípulo, se puso un pedazo de algodón empapado en leche sobre su pecho estéril, y obligó a su «ahijado» a chuparlo. Kalima recibió entonces ciento cincuenta y una rupias, utensilios de plata y de latón, vestidos, faldas, brazaletes de cristal y
chotis
, esos hilos de algodón negro que, una vez anudados en los cabellos, se convierten, como el triple cordoncillo para los brahmanes, en los atributos de su nueva casta. Después de su adopción, Kalima fue sometido a una gran ceremonia iniciática a la que fueron invitados todos los miembros de la comunidad y los jefes de las demás castas de
hijras
de la región. Su «madrina» y los otros
gurús
vistieron al nuevo discípulo con una falda y una blusa previamente bendecidas en un santuario. Luego le adornaron con brazaletes y pendientes de orejas. A continuación, Kalima vistió a su «madrina» del mismo modo, y le besó los pies así como a todos los demás
gurús
presentes, que le dieron sus bendiciones.
Después de esta ceremonia de cambio de sexo ritual, Kalima recibió su nombre femenino. Todos los
gurús
fueron consultados para elegirlo. Lambert se extrañó de que le hubiesen bautizado con el nombre de Kali, la diosa que la iconografía representaba habitualmente bajo aspectos sanguinarios, con la lengua colgando todavía con sangre de sus víctimas, y el collar de cráneos en torno al cuello. Con aquella cara y aquellas cejas cuidadosamente depiladas y su aire de querubín, Kalima no tenía nada de ogresa. Desde luego, su voz ronca le delataba, pero la gracia de sus muñecas y tobillos, muy finos, su porte altivo, su andar flexible, todo contribuía a que se le confundiera fácilmente con una mujer.
La iniciación de Kalima aún no había terminado. Faltaba aún la prueba más terrible. Porque un verdadero
hijra
no debe confundirse con un travesti. Los travestis pertenecen a otra casta, una casta de parias aún más baja dentro de la escala social. Lambert se había cruzado a menudo por las calles fangosas de la Ciudad de la Alegría con aquellos personajes trágicos disfrazados de mujer, exageradamente maquillados, con pechos postizos y ridículos, que cantaban, bailaban, meneaban las caderas, encabezando cortejos de boda y procesiones religiosas, cómicos tristes y obscenos a quienes se contrataba para hacer reír a su costa y transformar los ritos más sagrados en parodias grotescas. Pero aquellos hombres ejercían su profesión sin sacrificar su masculinidad. Algunos tenían varias mujeres y un tropel de hijos. La impostura formaba parte del juego. El lugar de los
hijras
dentro de la sociedad era muy distinto. Éstos no debían ser ni hombres ni mujeres. Las madres que les llamaban al nacer sus hijos tenían derecho a comprobarlo. ¡Ay del falso
hijra
!
La ceremonia tuvo lugar a mediados del primer invierno. Las castraciones siempre se hacían en invierno, para limitar los riesgos de infección y permitir que las heridas se cicatrizaran más rápidamente. Porque los peligros no eran desdeñables. Ninguna estadística revelaba cuántos
hijras
morían todos los años a consecuencia de su emasculación. La prensa india no perdía ocasión de denunciar esos dramas, como el de un peluquero de Delhi, de unos treinta años, que murió después de una operación practicada por eunucos que le convencieron para que se uniera a su grupo. Antaño esta formalidad se desarrollaba en condiciones particularmente atroces. Los
hijras
castraban a sus víctimas con una crin de caballo que se iba apretando progresivamente, día tras día, hasta seccionar del todo los órganos genitales.
Un día Kalima fue llevado por Sultana, su madrina-
gurú
, a una aldea aislada donde vivía una pequeña comunidad de eunucos. El astrólogo de la comunidad eligió un día propicio para la ceremonia. Los
hijras
llamaban a estas noches de castración las «noches negras». Sultana hizo que su discípulo bebiera varios vasos de
toddy
, un alcohol de jugo de palma en el que habían disuelto polvo de
bhang
, estupefaciente de virtudes analgésicas. Mientras Kalima perdía el conocimiento, su
gurú
mandó encender una gran hoguera. Un sacerdote recitó
mantras
y vertió un bol de
ghee
en las llamas. La tradición exigía que una ignición espectacular se produjese en ese instante; de lo contrario había que aplazar la castración. Aquella noche las llamas subieron hasta el cielo con la fuerza de un fuego de artificio. Era la señal de que Nandni na y Beehra na, las divinidades de los
hijras
, aceptaban acoger al nuevo prosélito. El oficiante pudo entonces atar la verga y los testículos del joven con un hilo y apretar progresivamente hasta provocar la insensibilización de los órganos. Luego, los cortó de un navajazo. Un grito desgarró la noche. Al sentir el atroz dolor, Kalima se había despertado. Entonces empezó a oírse una zarabanda de tamboriles y todos los eunucos se pusieron a bailar y a cantar en torno a las llamas. Un recitante entonó un cántico destinado a alejar a los poderes maléficos y a los malos espíritus. Los demás
hijras
remataban cada frase con un resonante
Hanji!
¡Sí!
¡Ha nacido un nuevo
hijra
!
¡Hanji!
¡Un sari sin mujer!
¡Hanji!
¡Un carro sin ruedas!
¡Hanji!
¡Un hueso sin fruto!
¡Hanji!
¡Un hombre sin pene!
¡Hanji!
¡Una mujer sin vagina!
¡Hanji!
Al día siguiente, Sultana aplicó con sus propias manos el primer vendaje sobre la herida de su discípulo. Era una especie de emplasto hecho con cenizas, hierbas y aceite mezclados. Esta receta se remontaba a los tiempos de la conquista mongol, cuando la casta de los eunucos conoció su edad de oro. Era la época en que, en toda la India, los padres sin recursos vendían a sus hijos a unos traficantes que los emasculaban. Un noble de la corte de uno de los emperadores mongoles poseía mil doscientos eunucos. Algunos
hijras
llegaron a alcanzar puestos elevados, y no sólo como guardianes de harén y músicos cortesanos, sino también como confidentes de los reyes, gobernadores de provincias e incluso generales del ejército.
Una vez Kalima curó de su mutilación, Sultana le confió a unos músicos profesionales y a otros
gurús
que le enseñaron los cantos y el baile tradicionales. Le enseñaron también a imitar a una madre haciendo arrumacos a su hijo o dando el pecho a un bebé, a interpretar el papel de una recién casada, de una mujer que esperaba un hijo o que estaba pariendo. Pronto recibió el título de «bai», es decir, de «bailarina y cortesana». Entonces empezó para el joven eunuco una época de viajes. Los
hijras
viajan mucho de un extremo a otro de la India para visitar a sus «parientes». Su
gurú
tenía una «hermana» en Nueva Delhi, «tías» en Nagpur, «primas» en Benarés. Los vínculos que unen a los eunucos con sus parientes ficticios son mucho más fuertes que los que pueden haber conservado con sus parientes reales. En Benarés, a orillas del Ganges, se produjo inesperadamente el drama. Una mañana en que bajaba por las escaleras de los
ghats
para bañarse en el agua del río sagrado y adorar al sol, Kalima vio que su «madrina» daba un traspié y se desplomaba. Había muerto fulminado por una crisis cardíaca.
Afortunadamente para Kalima, era la época de las peregrinaciones y había muchos eunucos en la ciudad santa. Inmediatamente un
gurú
se ofreció a aceptarlo como discípulo. Tenía pómulos salientes y una mirada triste. Se dirigía a Calcuta. Era Bulbul, el vecino de Paul Lambert.
¡
DORMIR! Dormir quince, veinte horas seguidas, sobre el cemento, con ratas, escolopendras, escorpiones, daba igual dónde, pero ¡DORMIR! Desde que llegó al corralillo, el sueño de Paul Lambert se había convertido en una obsesión. Sus noches se habían reducido a tres o cuatro horas de relativo silencio, jalonadas por ráfagas de tos y escupitajos de tuberculosos. Ya a las cuatro y media, los bramidos musicales de un transistor tocaban a diana.
Garuda
, el gallo de los eunucos, se erguía entonces sobre sus espolones para lanzar una andanada de quiquiriquís. Otros volátiles le respondían desde todos los rincones del
slum
. En torno a la galería surgía muy pronto un concierto de llantos y de gritos de niños con los estómagos vacíos. Sombras provistas de latas de conserva llenas de agua se levantaban apresuradamente en busca de una letrina o de una zanja todavía utilizable después de la huelga de los poceros. Las niñas encendían las
chulas
, limpiaban las escudillas de la víspera, guardaban las esteras, traían cubos de agua de la fuente, confeccionaban tortas de boñigas de vaca, despiojaban los cabellos de sus hermanas mayores. Eran las primeras en empezar a trabajar. Todas las mañanas, hacia las cinco, Lambert veía partir a la pequeña Padmini, la hija menor del aborigen que había dado muerte al
hijra
de la cobra. Se preguntaba dónde podía ir aquella chiquilla insignificante a una hora tan temprana. Una mañana la siguió. Después de haber chapoteado tras ella por todo el barrio, la vio subir por el terraplén de las vías. Era la hora en que los trenes de pasajeros llegaban a Calcuta procedentes de las diversas ciudades del valle del Ganges. Apenas Lambert oyó el ruido del primer convoy, vio que la niña sacaba de su blusa remendada una varita cuya extremidad había sido hendida para poder fijar allí un billete de una rupia. Cuando la locomotora llegó lentamente a su altura, alargó la varita. Una mano negra cogió el billete. Lambert vio entonces que el fogonero entraba en el ténder y arrojaba unos pedazos de carbón. Padmini se precipitó para recoger el maná milagroso en su falda y desapareció corriendo. Su padre se quedaría con la mitad, que aplastaría cuidadosamente para usarlo en la
chula
familiar. El resto lo revendería. Aquel tráfico constituía uno de los innumerables trucos inventados por los desheredados de la Ciudad de la Alegría para seguir viviendo.
Pero a pesar de no poder dormir, Lambert no echaba de menos su calleja: el corralillo era un campo de observación incomparable para quien se sentía, como él, casado con el pueblo de los pobres. ¡Qué actividad desde el alba en aquel oscuro rincón! Sobre todo, qué desfile; a cada momento, una campanilla, un gong, un silbato, una voz anunciaban la llegada de un mercader de eso o de lo otro, de un sacerdote brahmán que venía a vender unas gotas de agua del Ganges, de alguien con propósitos de divertir. El mayor éxito correspondía al hombre de los osos amaestrados, sobre todo entre los niños. Apenas se oía su tamboril, acudía todo el corralillo. Pero también los monos amaestrados, las cabras, las mangostas, las ratas, los loros, los escorpiones, así como los encantadores de víboras y de cobras, no dejaban de tener espectadores entusiastas. Estaban también los cantores de gestas, los titiriteros, los bardos, los narradores, los trovadores, los faquires, los mimos, los hércules, los enanos, los prestidigitadores, los ilusionistas, los contorsionistas, los acróbatas, los luchadores, los locos, los santos…, en resumen, todos los Zampanos y los Bouglione que la afición al espectáculo y a la fiesta había inventado para permitir a los desventurados de los barrios de chabolas escapar a la tristeza de su suerte.
El corralillo era antes que nada el reino de los niños. «Maravillosos niños de Anand Nagar», dirá Lambert. «Pequeños seres inocentes, alimentados de miseria, de los que brotaba a cada instante la vida. Su despreocupación, su alegría de vivir, sus sonrisas mágicas, sus sombrías realzadas por miradas luminosas coloreaban todo aquel universo de belleza. Si los adultos conservaban aquí alguna esperanza, ¿acaso no era gracias a ellos, a su radiante frescor, a la seriedad de sus juegos? Sin ellos los
slums
no hubieran sido más que presidios. De esos lugares de desdicha conseguían hacer lugares de alegría».
Lambert llegó a contar setenta y dos niños en aquellos pocos metros cuadrados de espacio pútrido, donde los rayos del sol no penetraban casi nunca. Allí descubrían la dura escuela de la vida aprendiendo a despabilarse solos desde la edad de tres años. Hasta esa edad, jamás había habido intermediarios entre ellos y la materia. Lo hacían todo directamente con sus manitas, comiendo con la derecha, barriendo, limpiando, yendo a las letrinas utilizando la izquierda. Una piedra, un trozo de madera les servían de primeros juguetes. Este trato directo con los objetos favorecía desde el primer momento sus relaciones con todas las cosas, alimentaba su instinto de creatividad. Sus manos eran sus únicas herramientas, su comunión con la naturaleza era inmediata y profunda. Toda su vida quedaría marcada por tales experiencias. También sus juegos, juegos concretos, sencillos. Nada de mecanos ni de objetos eléctricos o automáticos. Los niños del corralillo inventaban sus juguetes. El cordel que Padmini, la niña que iba a buscar carbón todas las mañanas en el terraplén de las vías, ataba a su pie izquierdo, con una piedra, era como una comba ideal, porque al saltar conservaba las manos libres para la creación simultánea de un baile o de una mímica. Lambert estaba deslumbrado: las posturas de aquella niña eran las de las divinidades de los templos. Todo el genio de la danza india estaba contenido en ese cuerpecito miserable que vivía en un corralillo. Un simple pedazo de chapa se convertía para los niños en un carro de Ben-Hur sobre el cual los mayores arrastraban entusiásticamente a los más pequeños. Unos guijarros y algunos huesos de fruta permitían entablar enconadas partidas de canicas de un extremo a otro del patio, e incluso en el cuarto de Lambert. Un día, Mallika Ghosh, su vecinita que siempre iba a verle con un bol de té con leche, confeccionó una muñeca con unos cuantos trapos. Pero al darse cuenta de que había suficientes bebés en el corralillo para poder jugar a mamás, ella y sus compañeras decidieron hacer de su muñeca un objeto de culto. Ella sería Laxmi, la diosa de la prosperidad a la cual los pobres de los
slums
tributan una veneración muy especial.