La Ciudad de la Alegría (52 page)

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Authors: Dominique Lapierre

Tags: #Drama

Tres en raya, peonzas, yoyós, aros… La energía, el ardor, el ingenio, la afición al juego de esas pequeñas criaturas de vientres hinchados no dejaban de maravillar a Lambert. Un día, el chiquillo de su vecina pasó corriendo entre sus piernas detrás de su aro. Cogió en brazos al niño y le pidió que le enseñara a jugar a aquello. Se trataba de una simple rueda de metal que se empujaba con un palo rematado con un gancho. Después de tres intentos, el francés renunció entre un diluvio de risas. Dominar el aro indio exige un largo aprendizaje y una destreza de acróbata para mantenerlo en equilibrio en medio de tanta gente y de tantos obstáculos. Pero el juguete por excelencia, el rey de todos los juguetes, el que provocaba tanta pasión en los padres como en los niños, el que suscitaba más emulación, rivalidades y enfrentamientos, que contenía todos los sueños de evasión y de libertad de aquel rebaño de tapiados, era un simple marco de madera con papel y un bramante. Aquí la cometa era más que un juego. Era el reflejo de una civilización, una felicidad de dejarse llevar, guiar, dominar, por las fuerzas de la naturaleza. Era un arte, una religión, una filosofía. Jirones de cientos de cometas, colgadas de los hilos eléctricos que atravesaban el
slum
, eran las oriflamas de la Ciudad de la Alegría.

Los más pequeños probaban con trozos de papel de embalar. Desde la edad de seis o siete años, los niños intentaban perfeccionar sus aeronaves. Un pedazo de
khadi
, un retal de camisa, un trapo se convertían así en otros tantos velámenes en sus manos. Los decoraban con dibujos geométricos y pedían a Lambert que caligrafiara sus nombres en las alas. Los ingenios más complicados, con cola y deriva, eran obra de los mayores. A veces los hilos que los sujetaban estaban untados de pegamento y polvo de vidrio para seccionar los hilos de las cometas competidoras.

Cierta tarde, una brusca borrasca premonzónica precipitó el lanzamiento de una de esas aeronaves. Todo el corralillo parecía presa de fiebre. «Me parecía estar en cabo Kennedy, cuando se dispara un cohete al espacio», dirá Lambert. Jai, de doce años, uno de los hijos del antiguo marino de Kerala, trepó al tejado y corrió sobre las tejas para lanzar su pájaro de tela en una turbulencia ascendente. Zarandeada por las ráfagas, la cometa se elevó, alentada a cada nuevo salto por una salva de vítores. «Parecía como si todas las bocas soplaran hacia el cielo para hacerla subir más aprisa». El chiquillo brincaba de un tejado a otro para dirigir su cometa, frenarla, orientarla hacia una corriente más fuerte. Decenas de jóvenes del
slum
se habían roto los huesos en aquel género de acrobacias. «¡Sube, sube más!», aullaban todos. Jai había maniobrado tan bien, que el gran coleóptero blanco, con dos cintas rosadas flotando detrás de su cola, pasó por encima de los cables eléctricos. Estalló una formidable ovación. Era el entusiasmo. Los eunucos tocaban frenéticamente sus tamboriles. Hasta Lambert se sentía arrastrado por la exaltación colectiva. Entonces apareció en el éter una segunda cometa. El corralillo musulmán de al lado lanzaba un desafío. A partir de aquel momento, el asunto se hizo demasiado serio para dejarlo en manos de los niños. El padre de Jai y Ashish Ghosh, el joven monitor que se disponía a dejar el
slum
para volver a su aldea, subieron al tejado. Cogieron el hilo de la aeronave. Había que derribar a toda costa al rival y capturarlo. Hombres del otro corralillo treparon igualmente a los tejados. Se entabló un duelo salvaje, puntuado por los aullidos de unos y otros. El juego se convertía en combate. Durante largos minutos el resultado permaneció indeciso. Cada equipo maniobraba con el fin de enganchar el hilo del otro. Un súbito cambio de dirección en el viento, inmediatamente aprovechado, permitió al equipo del corralillo de Lambert cortar la ascensión de la cometa musulmana y empujarla hacia los cables eléctricos. Era el delirio. Furiosos, los musulmanes se arrojaron sobre los dos hindúes. Empezaron a volar tejas en todos los sentidos. Redobló la zarabanda de los tamboriles. Otros hombres subieron a los tejados. Desde el fondo de los corralillos, las mujeres azuzaban a los combatientes. Las dos aeronaves volvieron a chocar, entremezclándose, y cayeron finalmente como hojas muertas sobre los cables eléctricos. Pero, a ras de los tejados, la pelea no cesó. Una reyerta feroz y sin cuartel. Rodaron cuerpos hasta los patios. Techumbres de bambú se desplomaron poniendo en fuga a ejércitos de ratas asustadas. Lambert, impotente, se refugió en su cuarto. Por la puerta abierta podía ver al joven Jai, a la pequeña Padmini y a los demás adolescentes que, con la cabeza levantada y los ojos incrédulos, miraban a «aquellos mayores que les habían robado su juego infantil y que se peleaban como animales salvajes».

62

¿
GUARDAR en secreto mi marcha? —suspiró Ashish Ghosh, incrédulo—. ¿En este hormiguero donde todo el mundo se dedica a espiar a todo el mundo?

Hijo del Milagro meneó la cabeza. El taxista sabía que su joven vecino tenía razón. Un
slum
es una marmita en la que se hierve juntos durante todo el año. Todos los gestos de la vida se realizan ante la vista de todos, hasta los más íntimos, como el amor o el hablar en sueños. Sin embargo, el amigo de Hasari Pal hubiese preferido que la noticia de que iba a quedar libre una vivienda no circulase antes de que hubiese tenido tiempo de negociar con el propietario la ocupación por el nuevo inquilino. ¡Pero eso era como impedir que saliese el sol! La próxima partida de los Ghosh se convirtió en la noticia del día. Lo que suscitaba tanto interés era, más que la inminente desocupación de un cuarto, la noticia en sí. Después de varios años de
slum
, el sueño de todos —volver a la aldea— parecía un espejismo tal que juzgaban una locura que alguien pudiera realizarlo. Que un matrimonio pudiera decidirse a renunciar a dos sueldos para ir a plantar arroz era inconcebible. Lo curioso es que las reacciones en la aldea de los Ghosh eran igualmente negativas. «Cuando la diosa Laxmi ha puesto aceite en vuestra lámpara, es un crimen apagar la llama para irse a otra parte», repitieron furiosos los padres del joven, amenazándole con impedirle a la fuerza que regresase.

Pero ya los aspirantes a sucederle en su vivienda se agolpaban a la puerta de los Ghosh, hasta el punto de que el propietario se presentó inopinadamente en el corralillo. Era un bengalí panzudo, con cabellos relucientes como una estatua de Vishnú untada con
ghee
. Hasta el cuchitril más infecto de la Ciudad de la Alegría tenía un propietario legítimo. A veces algunos tenían cuatro, uno por cada pared. Muchos propietarios poseían varias viviendas, a veces todo un corralillo.

«El hecho de que el gordo bengalí se desplazase en persona no permitía augurar nada bueno», pensó Hijo del Milagro. No tardaría en ver confirmados sus temores. El propietario le anunció que doblaría el alquiler del próximo inquilino. De treinta rupias al mes, el cuarto pasaba a sesenta. Una suma portentosa para una conejera sin electricidad ni ventana, incompatible en todo caso con los medios miserables de un
rickshaw wallah
. El taxista no se dio por vencido. «Me habían apodado Hijo del Milagro, y confiando en este nombre estaba decidido a pelear para que Hasari consiguiese aquel tugurio», contará.

«Le dije a mi mujer: “Prepara un plato de arroz con un plátano y un poco de jazmín, y vamos a ver al brahmán para que haga una
puja
”». El brahmán era un hombrecillo raquítico y muy delgado que vivía con su familia dentro del recinto de un pequeño templo, uno de los lugares más pobres del
bidonville
entre las vías del tren y los cuchitriles de chapa y de tejas de una comunidad originaria de Tamil Nadu. Hijo del Milagro le dio diez rupias. El brahmán puso un
tilak
[54]
sobre la frente de los visitantes, así como sobre la de Shiva y la de Nandi, el toro de la abundancia que reinaba al lado de la divinidad en un pequeño santuario. Cogió su bandeja de ceremonia, bastoncillos de incienso, un bote de
ghee
, una campanilla, un candelero de cinco brazos, con cubiletes donde ardían llamitas que se llaman
panchaprodip
, y una cántara que contenía agua del Ganges. Recitó unas
mantras
, agitó la campanilla y procedió a la ceremonia del fuego, paseando el candelero alrededor de las estatuas. Insistió particularmente alrededor del toro, porque los hindúes le atribuyen el poder de concederlo todo.

Después de la
puja
a los dioses del cielo, Hijo del Milagro decidió apelar a los dioses de la tierra.

—Hay que pedir ayuda al padrino —dijo a Ashish Ghosh—. Sólo él puede rebajar las pretensiones de ese ladrón de propietario.

—¿Tú crees que el padrino va a molestarse por un asunto tan pequeño? —se inquietó Ashish.

—¡Claro que sí! Incluso te diré que adora ese tipo de intervenciones. ¿No se hace llamar el «defensor de los pequeños», «el protector de las viudas y de los huérfanos», «el
gurú
de los pobres»?

Así pues, Hijo del Milagro solicitó una audiencia. Dos días después, un enviado del padrino fue a buscarle. El mismo ritual que con Lambert: primero el taxista fue introducido en una especie de antecámara donde los guardaespaldas jugaban a las cartas y al dominó fumando cigarrillos. Luego apareció su hijo mayor, para conducir al visitante hasta el vasto salón de recepción. Hijo del Milagro desorbitó unos ojos deslumbrados. El padrino era verdaderamente un señor. En el fondo de la estancia, imperaba como el Gran Mongol en su sillón incrustado de piedras preciosas. Pero los pliegues de sus mofletes y las gafas oscuras le daban un aire horrible de sapo viejo. Sin decir una palabra, adelantó la barbilla en dirección al chófer del taxi para indicarle que estaba dispuesto a escuchar.

Hijo del Milagro expuso vigorosamente su solicitud. Al cabo de tres minutos, el padrino levantó su manaza velluda con dedos cubiertos de sortijas. Había comprendido. Las explicaciones eran superfluas. Hizo una señal a su hijo para que se acercara y le susurró al oído el precio que fijaba para su intervención. «Porque aunque el padrino fuese el protector de los pobres y de los oprimidos, era como los caballos de carreras: no corría sin avena», dirá el taxista. «Sin embargo, ante mi gran sorpresa, esta vez no quería dinero. El padrino había tenido una idea mucho más astuta para hacerse pagar sus servicios. Me hizo anunciar por su hijo que a cambio de una intervención enérgica de los hombres de su clan ante el propietario abusivo, instalaría una taberna en el corralillo. Qué fuerte, ¿no? Y cualquiera protestaba. No se niega la hospitalidad a un hombre que os ofrece un techo».

El acontecimiento tal vez más importante que podía ocurrir en la vida de un
slum
—la marcha de una familia y su regreso a la aldea— pasó completamente inadvertido. Después de renunciar a irse por separado, los Ghosh amontonaron sus enseres en un
rickshaw
, y salieron del corralillo con sus tres hijos. No hubo banquete de despedida ni fiesta, solamente algunas efusiones entre vecinos que habían vivido y sufrido juntos en la misma prisión durante varios años. Los jóvenes del corralillo habían preparado, sin embargo, un regalo de despedida. Padmini, la niña que recogía el carbón de las locomotoras, fue quien regaló algo a Mallika, la mayor de los Ghosh: la muñeca de trapo, embadurnada de
ghee
y con guirnaldas de pétalos de rosa, que unas semanas atrás habían metamorfoseado en Laxmi, la diosa de la prosperidad.

Lambert acompañó a los viajeros hasta la estación. Después de dos horas de tren hasta la pequeña población de Canning, tres horas de barcaza en el río Matla, un brazo del delta del Ganges, seguidas de una hora de autocar y de dos horas de andar por los caballones, estarían de vuelta en su aldea. ¡Después de seis años de destierro! Prueba ejemplar de que la corriente del éxodo podía invertirse, de que la tragedia de Calcuta no era inevitable, de que tal vez no sería eterna. Así quería interpretar Lambert aquella partida. Pero la pena de perder a aquel hermano y a aquella hermana era inmensa. Desde aquella noche ya lejana en que Margareta les condujo a su cuarto de Fakir Bhagan Lane, un profundo afecto le ligaba a aquellos seres jóvenes y luminosos siempre dispuestos a acudir día y noche en ayuda de cualquier desdicha, a consagrarse a los más abandonados, a los más desheredados. Cuando su familia iba a subir al vagón, Ashish se inmovilizó ante el sacerdote.

—Paul, gran hermano —dijo con voz estrangulada por la emoción—, ya sabes que somos hindúes, pero nos gustaría que antes de irnos nos dieras la bendición de tu Jesús.

Lambert, emocionado, levantó la mano por encima de las cinco cabezas, una al lado de la otra, en medio de la multitud, y trazó lentamente la señal de la cruz.

—Yo os bendigo en la paz del Señor —murmuro—, porque sois la luz del mundo.

Cuando el tren arrancó y los rostros de la ventanilla desaparecieron en el aire ardiente, al final del andén, Lambert se dio cuenta de que estaba llorando.

Cómo el gordo propietario bengalí se enteró del día exacto de la marcha de los Ghosh, ¡misterio! Pero esa misma mañana, hacia las seis, irrumpió en el corralillo con media docena de guardaespaldas de aspecto patibulario. En Calcuta cualquiera podía reclutar un pequeño ejército para solventar sus cuestiones personales. El alquiler de un hombre costaba menos que el de un buey para tirar de un carro de bancos. El propietario iba provisto de un enorme candado destinado a condenar la puerta de la vivienda que quedaba libre.

Del mismo modo que la batalla de Hastinapure ilustraba la epopeya del
Mâhabhârata
, la que estalló entonces se convertiría en una página omitida de la historia de la Ciudad de la Alegría. Pero esta vez los contendientes no eran guerreros mitológicos que se disputaban la capital de un reino, sino truhanes vulgares dispuestos a destriparse por la posesión de un miserable cuchitril en el fondo de un
slum
. El padrino había enviado a su hijo Ashoka a la cabeza de un comando armado de garrotes. Se abrieron paso apartando al propietario y a sus hombres, y se apostaron ante la antigua vivienda de los Ghosh. Estalló un altercado. Lambert vio que alguien blandía un cuchillo y cortaba la oreja de un adversario. El pánico se apoderó del corralillo. Las mujeres huyeron profiriendo alaridos. Otras se parapetaron con sus hijos. El gallo de los eunucos, aterrado, lanzaba quiquiriquís que alborotaron a todo el barrio. Empezaron a volar las tejas de los tejados. Luego llegó el turno de
chulas
, cubos y ladrillos. Los heridos se desplomaban, gimiendo. Aquello parecía el escenario de un teatro, con la única diferencia de que aquí se peleaban de verdad, con una ferocidad inaudita.

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