Al regresar a su cuarto, el francés advirtió algunas miradas hostiles. No era de extrañar. Ya había corrido el rumor de que el
sahib
era un sacerdote católico. En pleno barrio musulmán aquella intrusión podía considerarse como una provocación. «¡Dios mío, qué solo me sentí aquella primera mañana! Al no conocer ni una palabra de las lenguas del
slum
, tenía la sensación de ser sordomudo. Y al no poder disponer de un poco de vino, también me veía privado del consuelo de celebrar la Eucaristía en mi cubil. ¡Afortunadamente, me quedaba la oración!».
¡La oración! Hacía años que Paul Lambert comenzaba todas sus jornadas con una hora de contemplación. Aunque se encontrase en un avión, en un tren o en un dormitorio de obreros inmigrados, hacía el vacío, se volvía hacia Dios y se abandonaba en Él para dejarse interpelar. O para decir simplemente a su Creador: «Aquí estoy, aquí me tienes a tu disposición». También le gustaba abrir los Evangelios al azar y detenerse en una frase. Por ejemplo: «Sálvame, que perezco», o «De Ti viene la salvación», o «Tu presencia está en esta alegría». Se obstinaba en descortezar cada palabra, cada sílaba, analizándolas en todos los sentidos, alimentando sin cesar su meditación. «Es una gimnasia de la mente que me ayuda a hacer el silencio», explicará, «a encontrar el vacío en Dios, porque si Dios tiene incluso tiempo de escucharme, por fuerza lo ha de tener para amarme».
Pero aquel día Lambert se sintió incapaz de un verdadero silencio, de un verdadero vacío. Desde la víspera le habían asaltado demasiadas impresiones. No conseguía rezar como las demás mañanas. «Sentado ante la imagen del Sudario, me puse a desgranar “
om
…” en voz alta. Luego intercalé el nombre de Jesús.
Om
… Jesús,
om
… Jesús. Para mí era un modo de unirme a la plegaria de las personas de aquel
slum
que se acercaban a Dios y le vivían todos los días, volviendo a encontrar la posibilidad de comunicarme con mi Dios revelado que ellos no conocían. Al cabo de un momento, estaba de nuevo en su presencia. Podía hablarle».
«Señor, aquí me tienes, soy yo, Paul. Ya sabes, Jesús, que soy un pobre, ten compasión de mí. Sabes que no he venido aquí para acumular gracias. Que tampoco he venido por los demás. Estoy aquí por Ti, gratuitamente, para amarte. Jesús, mi hermano mayor, Jesús, mi salvador, he llegado con las manos tan vacías a esta ciudad de chabolas que ni siquiera puedo celebrar la cena que conmemora tu sacrificio. Pero todos los hombres que cierran los ojos con la cara tumefacta, todos los inocentes martirizados en este lugar de sufrimiento, ¿es que acaso no conmemoran tu sacrificio todos los días? Ten compasión de ellos, Jesús de Anand Nagar.»
«Jesús de la Ciudad de la Alegría, Tú, el eterno martirizado, Tú, la voz de los hombres sin voz, Tú que sufres en el interior de todos estos seres, que sufres su angustia, su miseria, su tristeza, pero Tú que sabes expresarte por medio de su corazón, por medio de sus llantos, por medio de sus risas, por medio de su amor. Jesús de Anand Nagar, sabes que estoy aquí sólo para compartir. Para que podamos decirte juntos, ellos y yo, que te amamos. Tú y tu Padre, el Padre de misericordia, el Padre que te envió, el Padre que perdona. Y decirte también, a Ti, que eres la luz, la salvación del mundo, que aquí, en la Ciudad de la Alegría, vivimos en la oscuridad. Te necesitamos a Ti, Jesús, que eres nuestra luz. Sin Ti estamos perdidos.»
«Jesús de Anand Nagar, haz que esta ciudad acabe por ser digna de su nombre, que sea verdaderamente la Ciudad de la Alegría.»
«
¡POR mil buitres! ¡Ese necio ni siquiera sabe contar hasta siete!», maldijo el ojeador del banco de sangre al ver a Hasari Pal que se dirigía hacia él con paso resuelto. No había transcurrido ni un día entero desde su fracaso de la víspera.
—¡Hola, compañero! —le dijo jubilosamente Hasari.
La alegría del campesino sorprendió al hombre de los dientes de oro.
—¿Qué te ha pasado, amigo? ¿Te ha tocado la lotería?
—Me parece que he encontrado trabajo. Por eso he venido a devolverte las pastillas que enrojecen la sangre. Toma, podrás hacer que algún otro las aproveche.
En efecto, la suerte parecía haber sonreído por fin al campesino bengalí. Una vez más, había ido a apostarse cerca de uno de los numerosos talleres que, en los alrededores del Barra Bazar, fabricaban piezas mecánicas para los vagones de ferrocarril. Fue allí donde un día ganó cinco rupias ocupando el lugar de un
coolie
que se desmayó. Esta vez dos hombres estaban cargando unos muelles en un carrito de mano cuando uno de ellos tropezó con una piedra y dejó caer lo que llevaba. El infeliz aulló de dolor. Al caer, la pesada pieza metálica le había aplastado el pie. Hasari se precipitó en su ayuda. Desgarró uno de los lienzos de su taparrabo y se lo ató en la pierna para detener la hemorragia. En Calcuta apenas había que contar con el servicio de urgencias de la policía o con una ambulancia para ese tipo de accidentes. El dueño del taller, un hombre grueso que llevaba una camiseta con botones, se contentó con llamar un
rickshaw
. No sin cierta contrariedad, sacó de su cinto varios billetes de cinco rupias. Puso uno en la mano del herido y dio un segundo al hombre que tiraba del
rickshaw
. Al ver que Hasari transportaba al
coolie
hasta el cochecito, le entregó otros dos billetes.
—Quédate uno para ti. El otro es para untar al enfermero de la puerta del hospital, para que os deje entrar.
Luego, dirigiéndose al hombre que esperaba sujetando las varas del carrito, ordenó con un tono seco:
—¡Vamos, largo de aquí, hatajo de vagos!
La vacilación de Hasari Pal antes de subir al carrito intrigó al hombre que tiraba de él.
—¿Es que nunca has puesto tus nalgas en un
rickshaw
?
—No —reconoció el campesino, sentándose tímidamente al lado del
coolie
que tenía el pie herido.
El hombre-caballo cogió con fuerza las varas y arrancó de un golpe seco. Sus cabellos grises y sus hombros apergaminados indicaban que ya no era joven. Pero entre los que arrastraban los
rickshaws
el aspecto físico no guardaba relación con la edad. Se envejecía aprisa tirando de aquellos carritos.
—Tú no debes de ser de por aquí, ¿verdad? —volvió a preguntarle una vez hubo adquirido un poco de velocidad.
—No, vengo de Bankuli.
—¡Bankuli! —repitió el hombre-caballo, aflojando bruscamente la marcha—. ¡Pero si sólo está a treinta kilómetros de mi pueblo! Yo soy de…
Aunque no oyó el nombre del pueblo, que se perdió en un estrépito de bocinazos y cláxones, Hasari sintió deseos de bajar en marcha para abrazar a aquel hombre. Por fin había encontrado a alguien de su tierra en aquella «ciudad inhumana». Hizo un esfuerzo para ocultar su alegría a causa del
coolie
que gemía cada vez más a cada traqueteo. Ahora el hombre del
rickshaw
se dirigía hacia el hospital con toda la velocidad de sus piernas un poco arqueadas. Continuamente, su cuerpo se echaba hacia atrás en un movimiento desesperado para frenar en seco ante un autobús o un camión que se interponían en su camino.
El hospital general de Calcuta era una ciudad dentro de la ciudad. Se componía de un conjunto de edificios bastante destartalados, unidos entre sí por pasillos interminables, con patios en los que acampaban familias enteras. En la entrada principal una placa revelaba que «En 1878, en un laboratorio a setenta yardas al sudeste de esta puerta, el cirujano-comandante Ronald Ross, del ejército de las Indias, descubrió la manera cómo los mosquitos transmitían el paludismo».
El hombre del
rickshaw
se dirigió directamente hacia el servicio de urgencias. No era la primera vez que llevaba enfermos y heridos a aquel hospital. En Calcuta incluso era una de las especialidades de los
rickshaws
el servir de ambulancias.
«Una hilera de personas esperaba en la puerta delante de nosotros, y se oían muchos gritos y disputas», contó más tarde Hasari. «Había mujeres que llevaban bebés en los brazos. Estaban tan débiles que ni siquiera lloraban. De vez en cuando se veía pasar una camilla con un muerto cubierto de flores que conducían a la hoguera entre cánticos de plegarias. Cuando nos llegó el turno, metí en la mano del enfermero las cinco rupias que me había dado el dueño del taller. Era un sistema infalible. En vez de decir que nos fuéramos, como había dicho a la mayor parte de los demás, nos dijo que lleváramos a nuestro compañero a la sala del interior».
Los dos hombres tendieron al
coolie
en una camilla aún manchada de sangre del enfermo precedente. Allí reinaba un olor intensísimo a desinfectantes, pero sin duda lo más llamativo era la profusión de inscripciones políticas que adornaban las paredes. Todas las opiniones se mezclaban en un verdadero delirio gráfico, banderas rojas, hoces y martillos, retratos de Indira Gandhi, eslogans. La sorpresa del campesino bengalí hizo sonreír a su paisano del
rickshaw
.
—Ya ves, aquí hasta cuando te llevan a hacerte pedazos, te recuerdan que hay que votar por ellos.
«Ya no me acuerdo cuánto tiempo tuvieron a nuestro
coolie
en su sala de operaciones», recordaría más tarde Hasari. «Yo me preguntaba qué le estarían haciendo durante tanto tiempo. Me pasó una idea por la cabeza. ¿Y si hubiese muerto? Tal vez le habían matado sin querer y no se atrevían a dejar salir su cadáver por miedo a que les pidiéramos explicaciones. Pero era una idea absurda, porque constantemente sacaban cuerpos de allí, y era imposible saber si estaban vivos o muertos. Todos parecían dormidos. Además, yo ya había comprendido que en aquella ciudad inhumana los infelices como nosotros no tenían la costumbre de pedir explicaciones. Si no, los que tiraban de los
rickshaws
, para sólo hablar de ellos, seguramente ya haría tiempo que hubiesen partido la cara a todos aquellos canallas que conducían autobuses y camiones».
«Por fin salieron unos empleados llevando una forma encogida en unas parihuelas. Una enfermera gorda levantaba el brazo sujetando una botella con un tubo que penetraba en el brazo del operado. Él dormía. Me acerqué. Era nuestro compañero. Llevaba un enorme vendaje al final de la pierna. Entonces comprendí lo que habían hecho. Aquellos cerdos le habían cortado el pie.»
—Es inútil esperar; dormirá varias horas —les dijo la enfermera—. Volved dentro de dos días a buscarlo.
Los dos hombres recuperaron su
rickshaw
y salieron del hospital. Anduvieron un rato en silencio. Hasari estaba visiblemente traumatizado.
—Tú aún eres novato en esta ciudad —le dijo el del carrito—. No te hagas mala sangre, verás muchas cosas así.
Hasari sacudió la cabeza.
—Pues yo tengo la impresión de que ya he visto demasiadas.
—¿Demasiadas? —exclamó riendo el hombre del
rickshaw
, golpeando con su cascabel las varas del carrito—. Cuando lleves como yo diez años de pasearte por ahí tirando de eso, podrás decir que has visto demasiadas.
Habían llegado a un cruce en el que un policía dirigía la circulación. El hombre del
rickshaw
sacó de su camisa una moneda, y al pasar a su lado la puso en la mano del policía.
—Es más barato que dejar que te quiten el carrito por falta de licencia —explicó sarcásticamente. Luego, deslizando las palmas de las manos sobre las varas, preguntó—. ¿Te gustaría tirar de uno de esos trastos?
La pregunta sorprendió a Hasari. ¿Cómo un desgraciado como él podía llegar a tener la suerte de tirar de un
rickshaw
? Le parecía algo tan incongruente como si le hubiesen preguntado: ¿Te gustaría pilotar un avión?
—Me interesa cualquier clase de trabajo —respondió Hasari, conmovido al ver que alguien demostraba tanto interés por él.
—Entonces prueba —dijo el otro, deteniéndose bruscamente. Señaló las varas—. Te pones aquí dentro, y ¡hale!, empujas con los riñones para arrancar.
Hasari obedeció dócilmente. «Pero si cree que es fácil hacer arrancar uno de esos condenados trastos, se equivoca», cuenta. «¡Se necesita la fuerza de un búfalo! Y cuando está en marcha aún es peor. Una vez se mueve ya no hay manera de pararlo. Anda solo; como si estuviera vivo. Es una sensación muy curiosa. En cualquier caso, yo me decía que para parar en caso de peligro se debía de necesitar una práctica enorme. Cuando se llevaban pasajeros, uno arrastraba más de doscientos kilos».
El hombre del
rickshaw
le indicó unas señales en las varas, donde la pintura había desaparecido.
—Ya ves, hijo, lo importante es encontrar el equilibrio según el peso que arrastras. Para eso tienes que poner las manos en el lugar exacto donde se establece este equilibrio.
Decididamente, Hasari no salía de su asombro al ver que alguien se interesaba por él y le trataba con tanta paciencia y amabilidad. «Esta ciudad no es tan inhumana como creía», pensó al devolver las varas del
rickshaw
a su propietario. Se secó el sudor de la frente con un trozo de su
longhi
. Aquel esfuerzo le había dejado extenuado.
—¡Hay que celebrar tu aprendizaje! —exclamó el otro—. Para ti es un gran día. Vamos a beber un vaso de
bangla
[8]
. Conozco una taberna baratita detrás de la estación de Sealdah.
En seguida se sorprendió al ver el escaso entusiasmo que despertaba su proposición. Hasari sacó el billete de cinco rupias que le había dado el dueño del taller.
—Mis hijos y su madre no han comido nada —se excuso—. Tengo que llevarles algo y eso es todo lo que me queda.
—No te preocupes, invito yo.
Los dos compadres torcieron a la derecha y penetraron en un barrio de casas bajas y de callejones estrechos con mucha gente en las ventanas y en la calle. Unos altavoces atronaban con música, las coladas se secaban al borde de los tejados, numerosas banderolas verdes flotaban en el extremo de pértigas de bambú. Pasaron ante una mezquita, luego ante una escuela en la que un
mollah
daba clase, bajo un alero, a unas niñas con pantalones y túnicas, la cabeza cubierta por un velo. Se encontraban en un sector musulmán. Luego salieron a una de las calles jaraneras de Calcuta. Mujeres con faldas de colores chillones, con blusas muy abiertas y la cara exageradamente maquillada, discutían y reían ruidosamente. Hasari estaba maravillado. Nunca había visto una cosa semejante. En su tierra las mujeres sólo llevaban sari. «Varias nos llamaron. Había una que me gustaba mucho. Debía de ser muy rica, porque sus brazos estaban cubiertos de brazaletes hasta los codos. Pero mi compañero pasó ante ellas sin detenerse. Era un hombre serio».