Gracias a la abundancia de sus diversiones, la Calcuta de antaño había merecido el sobrenombre de «París del Oriente». Ni una sola de sus veladas empezaba sin una deliciosa excursión vespertina por el Hooghly, a bordo de una de esas largas góndolas propulsadas por una cuarentena de remeros con turbantes rojos y verdes, y túnicas blancas ceñidas con fajines dorados. O bien era un paseo junto al río por las avenidas del Eden Garden: un virrey apasionado por la arquitectura oriental había hecho transportar hasta allí, madero por madero, una pagoda de las altiplanicies birmanas. A media tarde, una banda de la guarnición ofrecía, de cara al río, un concierto de música romántica para el mayor deleite de los expatriados en crinolinas, levitas y sombreros de copa. Más tarde, en el curso de la velada, había siempre algún torneo de whist o de hombre en uno de los múltiples clubs «en los que se prohibía la entrada a los perros y a los indios», que constituían el orgullo de la Calcuta británica. Luego había algún baile con tentempié bajo los artesonados de las suntuosas mansiones de Chowringhee, o en la pista de baile de madera de teca de la
London Tavern
. Los que preferían el arte dramático, podían elegir a su gusto. Calcuta se envanecía de ser la capital artística e intelectual de las Indias. Todas las noches se representaba Shakespeare en la
New Play House
, y los últimos éxitos de Piccadilly en una multitud de teatros. A comienzos de siglo, una gran dama de la ciudad, Mrs. Bristow, incluso había convertido uno de los salones de su residencia en escenario de ópera para que cantaran allí los mejores tenores y divas de Europa. El
Old Empire Theatre
había tenido el honor de ser pisado por las zapatillas de la gran Anna Pavlova en un inolvidable recital que precedió en poco tiempo a su despedida. En este mismo teatro, la
Calcutta Symphony Orchestra
ofrecía todos los domingos un concierto bajo la batuta de su fundador, un comerciante bengalí llamado Shosbree. Poco después de la primera guerra mundial, en la avenida Chowringhee prosperaba el más célebre de los restaurante de tres estrellas que había en Asia. Hasta los años sesenta, Firpo debía de ser el Maxim’s de Oriente, el templo de los goces gastronómicos y mundanos de Calcuta. Del mismo modo que tenía sus escaños propios en la catedral de San Pablo, toda familia que se respetase tenía su mesa reservada en la gran sala en forma de L en la que el propietario italiano recibía a la clientela como un potentado oriental o bien la rechazaba si su aspecto o su indumentaria no le complacían. Animada por los músicos de Francisco Casanovas, un Grande de España que ahora se dedicaba al clarinete, la pista de baile del Firpo había visto nacer todos los idilios de la última generación del hombre blanco en Asia.
Los que preferían a esos placeres los tesoros de la frondosísima cultura bengalí, tampoco tenían motivos de queja. Desde el siglo
XVIII
, Calcuta había sido la patria de los filósofos, de los poetas, de los cuentistas y de los músicos. Con Tagore dio a la India un premio Nobel de Literatura y un premio Nobel de Ciencias con J. C. Bose; con Ramakrishna y Vivekananda, sabios entre los más venerados del país; con Satyajit Ray, uno de los hombres más premiados del cine mundial; con Sri Aurobindo, uno de los gigantes de la espiritualidad universal; con Satyen Bose, uno de los grandes sabios de la teoría de la relatividad.
Las vicisitudes del destino no habían barrido por completo esta soberbia herencia. Calcuta seguía siendo el faro artístico e intelectual del país, y su cultura era algo tan vivo y creador como siempre. Los centenares de tenderetes de libros de lance de College Street contenían innumerables libros, ediciones antiguas, folletos, literatura, publicaciones de todas clases, tanto en inglés como en las numerosas lenguas de la India. Aunque los bengalíes sólo representaban apenas la mitad de su población activa, Calcuta contaba sin duda con más escritores que París y Roma juntas, con más revistas literarias que Londres y Nueva York, con más cines que Nueva Delhi, con más editores que todo el resto del país. Cada noche había varias representaciones teatrales, conciertos clásicos e innumerables recitales en los que desde un sitarista universalmente famoso como Ravi Shankar hasta el más humilde intérprete de flauta o de tabla, todos comulgaban ante auditorios populares en un mismo amor por la música. La mitad de las compañías teatrales indias se encontraban aquí. Los bengalíes incluso aseguraban que uno de sus eruditos había traducido a Molière a su lengua antes de que los ingleses hubieran oído hablar de él.
Sin embargo, para los millones de desheredados que vivían en barracas, Calcuta no representaba ni cultura ni historia. Tan sólo un poco de esperanza de encontrar en esta ciudad con qué vivir un día más. Porque en una metrópoli de tal importancia siempre hay alguna migaja que recoger. Mientras que en una aldea inundada por las aguas o requemada por la sequía, ha desaparecido hasta la esperanza de las migajas.
D
ESPUÉS de un nuevo día en el que se dedicó a recorrer el Barra Bazar, Hasari Pal volvió a la caída de la tarde con una sonrisa de fiesta completamente inesperada.
—¡Bendito sea Bhâgavan! —exclamó Aloka al ver a su marido—. ¡Mirad, hijos míos! Vuestro padre parece contento. Seguro que ha encontrado al
coolie
de nuestra aldea. Mejor aun, tal vez ha conseguido trabajo. ¡Estamos salvados!
Hasari no había encontrado a nadie ni tenía trabajo. Sólo llevaba a los suyos dos cucuruchos de papel de periódico llenos de
muri
, arroz asado en arena caliente, último recurso de los pobres para engañar el hambre. Como los granos apergaminados eran duros, había que mascarlos durante largo rato, lo cual hacía durar la ilusión de tener algo entre los dientes.
Padres e hijos mascaron largamente en silencio.
—¡Toma! —dijo Hasari, dando alegremente el resto de su ración al menor de sus hijos, que le dirigía una mirada suplicante.
Aloka había visto el gesto de su marido con sobresalto. Entre los pobres de la India siempre se da prioridad en la comida al que puede trabajar para subvenir a las necesidades de la familia. Hasari había adelgazado mucho desde su llegada a Calcuta. Sus huesos se hacían prominentes. A lo largo del bigote se habían formado dos profundas arrugas. Sus cabellos negros y relucientes habían encanecido por encima de las orejas, fenómeno raro en un indio tan joven. «¡Dios mío, cómo ha envejecido!», pensó su joven esposa, al verle tenderse para pasar la noche sobre el mismo asfalto de su trozo de acera. Recordaba la primera vez que le vio, tan guapo, tan robusto, bajo el dosel decorado levantado para su boda frente a la choza familiar. Venía entonces de su aldea, transportado en un palanquín que escoltaban sus parientes y sus amigos. El brahmán había adornado su frente con pasta de arroz y hojitas de albahaca. Llevaba una túnica blanca completamente nueva y un turbante de un amarillo azafrán muy vivo. Aloka se acordaba de su miedo, cuando su madre y sus tías la dejaron a solas con él después de la ceremonia. Ella solamente tenía quince años, y él apenas tres más. Su unión había sido concertada por sus padres y casi nunca se habían visto antes. Él la miró con insistencia y le preguntó su nombre. Se acordaba también de que había añadido: «Eres una muchacha muy hermosa, y no sé si vas a encontrarme digno de ti». Ella se había contentado con sonreír, porque no estaba bien visto hablar al marido en público el día de la boda. Luego se ruborizó y, alentada por su amabilidad, se atrevió a preguntar a su vez. ¿Sabía leer y escribir? No, respondió sencillamente el joven antes de añadir con orgullo: «Pero sé hacer otras muchas cosas».
«El padre de mis hijos parecía aquel día tan fuerte y tan sólido como el tronco del gran baniano que hay en la entrada de nuestra aldea», recordaba Aloka. Y ahora parecía tan frágil, encogido sobre aquel trozo de acera. Tenía que hacer un esfuerzo para comprender que era aquel mismo hombre cuyos poderosos brazos la habían apretado como tenazas en su noche de bodas. Aunque su tía mayor le hubiese dado algunas explicaciones, era tan tímida e ignorante que había forcejeado para escapar a aquel abrazo. «No tengas miedo», había dicho él, «soy tu marido y tú serás la madre de mis hijos».
Aloka rumiaba estos recuerdos en la oscuridad cuando un drama estalló a su lado. Sus vecinos, aquella buena gente que había acogido tan generosamente a su familia en pleno desamparo, acababan de descubrir la ausencia de su hija mayor. Era una linda muchacha de trece años, esbelta y dulce, con una larga trenza que le caía por la espalda y ojos de color verde. Se llamaba Maya, que significa «Ilusión». Hacía tres meses que su familia se había refugiado en aquel rincón de acera, y todas las mañanas iba a mendigar a la puerta de los grandes hoteles de la avenida Chowringhee y de Park Street, donde paraban los hombres de negocios y los ricos turistas extranjeros. Pero nadie podía tender la mano en ese sector, que representaba una verdadera mina de oro, sin pasar a depender inmediatamente del sindicato de los «racketters». Así Maya entregaba cada noche la totalidad de las limosnas del día al jefe de la banda, que le pagaba a cambio cinco rupias de salario cotidiano. Maya había tenido la suerte de ser aceptada, pues, para incitar a sus «clientes» a ser más generosos, los «racketters» preferían explotar a niños deformes o lisiados, hombres sin piernas que se arrastraban sobre un madero con ruedas o madres andrajosas con una criatura esquelética en los brazos. Incluso se dice que algunos niños fueron mutilados al nacer para ser vendidos a esos verdugos.
Para la joven Maya era un sufrimiento aquella obligación de tener que mendigar. Varias veces, en el momento de ir a «trabajar», se había arrojado llorando en brazos de su madre. Escenas así eran frecuentes en las calles de Calcuta, donde tantas personas se veían condenadas a soportar las peores humillaciones para sobrevivir. Pero la adolescente nunca se había negado a aquello. Sabía que las cinco rupias que ganaba eran para su familia cuestión de vida o muerte.
Aquella noche no regresó. A medida que pasaban las horas, su padre y su madre enloquecían de inquietud. Se levantaban, volvían a sentarse, daban vueltas gimiendo imprecaciones incomprensibles. Hacía tres meses que vivían allí y habían visto cosas suficientes para justificar su angustia. En efecto, las razones no faltaban. El secuestro de niños, como en otros lugares del mundo, se daba también en Calcuta. Aunque los bandidos se fijaban preferentemente en niñas de diez a quince años, también los niños podían ser sus víctimas. Los secuestrados solían venderse a una red de proveedores de prostíbulos que los mandaban a grandes ciudades como Madrás, Bombay y Nueva Delhi, o que los exportaban a ciertas capitales árabes de los países del Golfo Pérsico. Nunca más volvía a saberse de ellos. Los que tenían más suerte eran encerrados y dedicados a la prostitución en la misma Calcuta.
Conmovida por el dolor de sus vecinos, Aloka despertó a su marido. Hasari propuso inmediatamente al padre de Maya ir con él en busca de su hija. Los dos hombres se perdieron por las callejas oscuras atestadas de gente que dormía en los umbrales de las puertas y en las aceras. No extraviarse en semejante laberinto, donde todas las casas se parecían, no era pequeña proeza para unos campesinos acostumbrados a moverse en la sencillez habitual de sus campos.
Después de la marcha de los dos hombres, Aloka fue a sentarse junto a su vecina. Las mejillas de la pobre mujer, picadas de viruela, estaban cubiertas de lágrimas. Tenía un bebé dormido entre los pliegues de su sari. Otros dos niños de corta edad, envueltos en trapos, dormían allí cerca. Nada parecía turbar el sueño de los niños, ni siquiera el petardeo de los camiones y los chirridos desgarradores de los tranvías que pasaban por la avenida a la altura de sus cabezas, ni tampoco los calambres de un estómago hambriento. Desde que aquellos campesinos del Bihar vivían en aquel trozo de acera, habían delimitado su territorio como si tuvieran que quedarse allí para siempre. Era un verdadero campamento en miniatura, con un rincón para dormir unos pegados a otros, y un rincón para la cocina con la
chula
y los utensilios. Como estaban en invierno, aquellos pobres desamparados no tenían que temer las trombas de agua del monzón. Pero cuando el viento de diciembre que soplaba del Himalaya barría la avenida, hacía un frío glacial en las aceras. Por todas partes se oían los mismos ruidos obsesionantes: accesos de tos, carraspeos, silbidos de los escupitajos. «Lo peor», confesaría más tarde Aloka, «era tener que dormir sobre el suelo. Por la mañana una se despertaba con los miembros doloridos como si le hubieran dado una paliza». Por una cruel ironía, un enorme cartel publicitario parecía mofarse de ella desde la acera de enfrente. Se veía a un maharajá durmiendo felizmente sobre un grueso colchón. En su sueño preguntaba: «¿Ha pensado alguna vez comprarse un Dunlopillo?».
El padre de Maya y Hasari Pal no volvieron hasta después de varias horas, y sin la muchacha. Algo extraño sorprendió en seguida a Aloka en el comportamiento de su marido. Parecía extenuado antes de irse, y ahora se mostraba lleno de vivacidad. El padre de Maya se encontraba en el mismo estado. Sin decir una palabra, se sentaron en la acera y se echaron a reír estrepitosamente. Aloka se acercó a su marido y comprendió por su aliento que los dos hombres habían bebido. «Me indigné», cuenta. «Mi marido debió de darse cuenta de mi enojo. Como un perro avergonzado volvió a ocupar el lugar donde dormía unas horas antes. Nuestro vecino hizo lo mismo. Por el silencio de su esposa adiviné que la pobre mujer ya debía de estar acostumbrada a aquel tipo de situaciones». En efecto, la cosa no tenía nada de extraño. Como todas las ciudades superpobladas, Calcuta rebosaba de figones y garitos que a cambio de unas
paisa
ofrecían infames brebajes con los cuales los pobres olvidaban por un rato sus desdichas.
Aloka pasó toda la noche intentando dar un poco de consuelo a su vecina. Su desgracia le destrozaba el corazón, sobre todo ahora que acababa de enterarse de que tenía también un hijo de quince años en la cárcel. Todas las noches solía desaparecer, pero siempre regresaba al día siguiente con una docena de rupias. Se había unido a una banda organizada que saqueaba los vagones de ferrocarril. Dos meses atrás la policía había ido a detenerle. Desde entonces sus tres hermanos menores no cesaban de gemir que tenían hambre. «¡Pobre mujer! ¡Una hija perdida Dios sabe dónde!, un marido borracho, un hijo ladrón encarcelado: ¡qué maldición!», se lamentaba Aloka, aterrada por la idea de que su familia pudiera correr la misma suerte si su marido no encontraba rápidamente trabajo.